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Echando de menos a Rafael Berrio. Foto: Mario Zamora
Echando de menos a Rafael Berrio. Foto: Mario Zamora

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Rafael Berrio: el hijo ingobernable de la luz del sol

Un año después de su muerte, Rafael Berrio es recordado en una exposición en su ciudad, San Sebastián (en el Centro Cultural Ernest Lluch). La colección de “reliquias mudas” que conformaron su día a día es una invitación a acercarse de nuevo a un autor rock que convirtió cada uno de sus pasos artísticos en una revelación.

19. 04. 2021

“Ser autor de culto da para vino corriente”. Esta frase de Rafael Berrio (1963-2020), pronunciada en el transcurso de una entrevista con Aitzol San Sebastián, publicada por el diario ‘El Mundo’ en marzo de 2016, es el eslogan que, a modo de subtítulo, acompaña al discurso de la exposición “Yo ya me entiendo. Paradojas de Rafael Berrio”. Inaugurada el pasado 31 de marzo –coincidiendo con el primer aniversario de su muerte por cáncer de pulmón– y abierta al público hasta el 22 de mayo en el Centro Cultural Ernest Lluch de San Sebastián, la muestra ofrece una aproximación a su vida y obra en la que, además de lo previsible en estos casos, hay pistas sobre su modus operandi como artista y sobre otras facetas de su existencia, más mundana y alejada de la exposición pública: sus cuadernos, sus discos y biblioteca, las cintas de casete con las que trabajó hasta bien entrada la pasada década…, incluso un amago de reproducción del local de ensayo que tenía cerca del estadio de fútbol de Anoeta. Objetos inanimados, esos a los que dedicó su canción del mismo título y que ahora resultan “reliquias mudas” que provocan en el visitante una experiencia íntima y emotiva que culmina con la sensación de que se ha logrado un tributo completo y sincero al artista. Quien, vaya por delante, sí que fue profeta en su tierra. Y no solo después de morir.

Rafael Berrio encarnaba una tercera vía dentro de la escena musical de San Sebastián (“Donostia es una denominación de horteras”, decía). Alejado del pop típico de la ciudad –de su versión independiente y de la mainstream– y también del afilado punk-rock con label Buenavista, Berrio se educó con los clásicos. En su casa, junto a su hermano Iñaki –el periodista musical William Ex–, escuchaba a la Velvet y a Lou Reed, a Bowie y a Dylan. Un legado al que nunca renunció y que evidencia tanto a finales de los 70, cuando protagoniza aquella versión koskera de la nueva ola con U.H.F., como después con Amor a Traición y Deriva, bandas con las que desarrolla un rock de aire romántico, impoluto en sus formas. Con los años, se va aburriendo de los acordes más típicos y encuentra acomodo en los esquemas propios de la canción tradicional francesa e italiana, músicas que también escuchaba en casa y que no le resultan ajenas. Los tonos menores van ganando terreno y el primer Cohen, Brel o Aznavour terminan por ganar la batalla.

De ahí surge un disco fundamental en su carrera, “1971” (Warner, 2010). Cocinado junto a Joserra Senperena, con él se abre una etapa de mayor reconocimiento hacia su obra y lo celebra siendo más prolífico que hasta entonces. Tras “Diarios” (Warner, 2012) –en cierta forma, una secuela del anterior trabajo–, llegaría una secuencia de álbumes en los que regresaría al rock y que alternaría con otros proyectos junto a lo más destacado de la escena vasca. Mursego, Elena Setién, Diego Vasallo, Joseba Irazoki y todos y cada uno de los músicos que formaron parte de sus diferentes grupos de acompañamiento son prueba inequívoca de que Berrio, que a veces gustaba de despistar con su aire bohemio, no daba puntada sin hilo. Un artista total, no solo músico, que tan pronto finiquitaba una zarzuela –“Adiós a la bohemia” (2017)– como aparecía en “La reconquista” (Jonás Trueba, 2016) interpretando –es un decir, lo que muestra la pantalla es él– un pequeño papel. “Arcadia en flor”, canción que compuso para esta película, fue nominada para los premios Goya.

Puede ser una impresión personal, pero creo que sus canciones ganaban mucho cuando eran contextualizada dentro de la idiosincrasia de su ciudad, incorporándose a una iconografía y a una filosofía que de otra forma se pierden. La jovial decadencia burguesa de San Sebastián ayuda a entender el punk de Berrio, ausente en su música pero no en unas letras capaces de golpear al oyente a la vez que le provocan esa sonrisa burlona que definía tan bien su mundo. “En arte, es mil veces preferible una sociedad decadente que una sociedad revolucionada dirigida por dogmáticos. Aquí sí que peligra la poesía, la literatura, la música y hasta el alma misma del hombre”, dijo en la misma entrevista que citaba al principio del texto. Joder, Rafa, cuánto se te echa de menos. ∎

Una introducción a su mundo

AMOR A TRAICIÓN
“Una canción de mala muerte”
(Galerna, 1996)

Más fino y elaborado que su predecesor, el homónimo “Amor a Traición” (GASA, 1994), comparte con él muchas constantes que lo son, además, de la música más ortodoxamente rock de Berrio, de sus visiones sobre Reed y Dylan. El disco vivió una segunda juventud veinte años después gracias a la película “La reconquista”, cuya banda sonora incluía varias de sus canciones. Probablemente por ser, de sus discos, el que mejor refleja todo eso que se empieza a echar en falta a medida que uno envejece.

RAFAEL BERRIO
“1971”
(Warner, 2010)

El disco gracias al cual fue descubierto por un nuevo público y que provocó que su nombre escapara del circuito local. Canciones ya eternas como “Simulacro” o “Este álbum”, vals de salón de casa, aromas de fado y de cabaret, muestran a un autor en estado de gracia y sazonan un trabajo al que ni sobra ni falta nada. Pocos álbumes como este se han facturado aquí, todo exquisitez, producido y arreglado por Joserra Senperena con ecos del sonido Torrelaguna y del mejor Juan Carlos Calderón.

RAFAEL BERRIO
“Paradoja”
(Warner, 2015)

Una vez terminada la “etapa chanson”, regresa a sus orígenes. A la tremenda, con una exhibición eléctrica que, aspirando a la ruptura punk, termina quedándole algo pulcra pero ejemplar, resumiendo la mística y el legado de Lou Reed. A partir del indie de los noventa y del rock neoyorquino, y acompañado de una banda extraordinaria –los mejores conciertos de su carrera pertenecen a este período–, ofrece un disco arriesgado para alguien de su perfil, pero del que sale no solo airoso, sino dominador.

“Absolución. Canciones de Rafael Berrio”
(La Veleta, 2020)

Este libro, que recoge las letras de gran parte de sus canciones y alguna pieza inédita, fue una de sus últimas voluntades. En él trabajó hasta sus últimos días, mano a mano con su amigo y admirador Jonás Trueba. Berrio era un poeta y escritor excepcional, cuyas letras funcionan exactamente igual de bien dentro o fuera de los límites de una canción. Podía dedicar años a encontrar la palabra o el adjetivo adecuado y así le quedaba todo, claro. ∎

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