El disgusto llegó ayer, 5 de julio, a media tarde, cuando el coreógrafo Sergio Japino anunciaba el inesperado fallecimiento de Raffaella Carrà (1943-2021), la que fue su compañera durante cuatro décadas. La tristeza generalizada que despertó la noticia supuso el mayor reconocimiento popular posible a una figura convertida en icono desde hace ya mucho, mucho tiempo. Aunque quizá no hayamos sido del todo conscientes de ello.
Y es que hasta entonces, todo parecía funcionar con normalidad: quince días atrás, Raffaella Carrà (Bolonia, 1943 - Roma, 2021) agradecía a todo el mundo las felicitaciones por su septuagésimo octavo cumpleaños; un mes antes enviaba un sentido mensaje de despedida a Franco Battiato tras conocer la noticia de su muerte. Lo hacía, eso sí, por las redes sociales y sin ninguna imagen que acompañara los mensajes: la Raffa, como la llamaban en Italia, llevaba ya un largo tiempo enferma y había decidido retirarse de los focos para dejar a su público la radiante imagen que era marca de fábrica desde hace más de medio siglo.
Y todo ello pese a que Raffaella Maria Roberta Pelloni nunca sintiera vocación por la música, sino por el cine. Como estrella infantil había comenzado una carrera con escala en el curso de interpretación del prestigioso Centro Sperimentale di Cinematografia. En apenas una década, la Carrà habría probado todo lo que podía probar una actriz italiana: peplums, cintas yeyés, comedias de la más baja estofa… Pero también piezas mayúsculas, como la cinta de Mario Monicelli “I compagni” (1964), e incluso un conato de carrera internacional: queda para los anales que fue ahijada de, ay, Bill Cosby en la serie “Yo soy espía” (1966), y que en “El coronel Von Ryan” (1965) fue perseguida de manera inclemente por un Frank Sinatra que, poco habituado al rechazo, terminaría regresando a Estados Unidos para casarse, despechado, con Mia Farrow.
Y es que no hablamos de ritmos a palo seco con letras banales. Porque los textos de la Raffa no dejaron un solo tabú femenino sin tocar y manejarían unos niveles de octanaje de no dar crédito. Atentos que allá vamos, y aprovechamos para apuntar que emplearemos el doble título italiano / español porque en ambos mercados se movía al mismo tiempo la Carrà. Si hubo gente que se escandalizó por lo explícito del encabezado “A far l’amore comincia tu / En el amor todo es empezar” (1976) fue porque no habían escuchado todavía los versos “Si te lleva a un sitio oscuro que no te asuste la oscuridad / Si notaras que es un tormento y no se acaba de decidir / Para ayudarle es el momento de que enseguida le des el sí”. Por no hablar de ese “Hace tiempo que mi cuerpo anda suelto y no lo puedo frenar / Por las noches me despierto abrazada y con deseos de amar” de “Caliente, caliente” (1981), del adulterio gozoso de ese “Qué dolor / Che dolor” (1981) con una mujer dentro del armario y hasta de la masturbación femenina con las censuradísimas líneas “Mi dedo está enrojecido de tanto marcar / Se mueve solo sobre mi cuerpo y marca sin parar” de “5353456 / 03034656” (1976). ¿Demasiado para una mujer en la España de los 70? Pues agárrense que en “Ma che vacanza é / Santo santo” (1979) una esposa aburrida de un marido inapetente pensaba “¿Dónde está el sadismo / dónde el masoquismo / que él me prometió?”. Bomba sexual, máquina de bailar, discurso político y mujer liberada, todo en uno.
La carrera musical de la Raffa solo perdería fuelle cuando, pasada la barrera de los cuarenta, empezó a ser difícil mantener el hiperenergético ritmo de las galas que se sucedían noche tras noche. Habrá regresos a los estudios de grabación, como ese “No pensar en ti” que en 1988 le escribieron a medida Nacho Canut y Carlos Berlanga, pero serían fugaces y los discos ya solo funcionaban a rebufo de una popularidad televisiva imparable. Claro que en 1978 la Carrà también había registrado “Luca / Lucas”, un tema en el que hablaba de ese chico al que observa perdidamente enamorada desde la ventana, hasta que un día se lo encuentra abrazado a un desconocido (“no sé quién era, tal vez un viejo amigo”), que Raffaella interpretaba invariablemente con un cuerpo de baile repletito de chulapones. Y ahí se abrió un nuevo mercado que no jugó en favor de su respetabilidad: en aquel momento, el que su música se viera recluida en el circuito LGTBI, con el festín pantagruélico de las bodas y bautizos como únicas salidas domiciliarias, pareció embalsamar definitivamente una discografía sobre la que planeaban excesivos prejuicios. Pero quién dice que la crítica pueda marcar el olvido: lentamente, el tiempo fue fijando en la memoria colectiva unas canciones que nadie se tomó nunca en serio y la Carrà trascendió para alcanzar otra dimensión, esa en la que ya son innecesarias las revisiones y los objetos de estudio. Esa situada en el olimpo de la celebración popular y el terreno del patrimonio común. No es casual que la última aparición pública de Raffaella haya sido el cameo que ha realizado en “Explota explota” (Nacho Álvarez, 2020), una película musical dedicada a celebrar su música que ha terminado acercando los grandes hits de la Carrà a una nueva generación.
Nadie ayer en el Bel Paese, desde Mogol hasta Jovanotti, desde el presidente de la República al del Consejo de Ministros, dejó de lamentar la muerte de Raffaella. Ninguno alcanzaría el eco, eso sí, del que obtuvo con su mensaje de despedida el auténtico rey de Italia, Adriano Celentano:“Raffaella, contigo ha volado al cielo un pedazo de nuestra vida. El más alegre”. Porque aunque se nos suele olvidar, la música nació para eso, para dar alegría, para celebrar, para disfrutarla sin prejuicios y, sobre todo, para menear el bullarengue. Y ahí la Carrà siempre fue la reina más absoluta. Un auténtico icono que hemos tenido siempre al alcance de la mano aunque nadie pareciera darse cuenta de ello. ∎