La actividad musical no da tregua en Barcelona y se podría discutir si este overbooking puede ser asumido por los bolsillos y la agenda de los melómanos de la Ciudad Condal, aunque no corresponde hacerlo en este espacio. Si el Primavera Sound acapara el foco desde el pasado miércoles –su inicio coincidió con el paso de la gira de Dua Lipa por el Palau Sant Jordi–, ayer se certificó la plena normalidad pospandémica bajo el pebetero con más memorabilia rock de la urbe catalana. Lleno casi completo en un Estadi Olímpic –49.000 almas sobre un aforo total de 50.000– preparado para las grandes galas. No era para menos. El cuarteto angelino regresaba después de casi tres años de parón vírico en la reanudación de la gira mundial “Global Stadium Tour”, que había arrancado tres días antes en el estadio sevillano de La Cartuja. Y además lo hacía rodeado por un breve plantel de invitados que ya quisieran muchos festivales musicales de entidad.
El primero en entrar en escena fue Thundercat, con esos prodigiosos dedos deslizándose arriba y abajo de su intimidante bajo. Funk futurista y acid jazz a colocar debajo de George Clinton y Prince en el árbol genealógico. Cantó amor profeso a Louis Cole en “I Love Louis Cole” y se enzarzó en clave progresiva en un tributo eléctrico al desaparecido Chick Corea. Su voz de pitufo contrasta con el espirituoso brebaje sonoro que nos sirve, algo denso para la parroquia convocada, pero verdadera delicatessen con que abrir boca.
Quien no generó reticencia alguna fue Nas, pese a que la mayoría del público no venía convocado por él, aunque alguno había: ¿no resulta arriesgado poner a alguien de su talla para abrir fuego? El rapero neoyorquino se adueñó del foco con su endiablado flow. Con la única compañía de un batería sumando carga punitiva y un DJ soltando deliciosas bases, avasalló con su torrente de classy rap, contundencia vocal y exquisita sampledelia. Cuando cayeron hitos como “The World Is Yours” o “Nas Is Like”, el que esto escribe ya no sabía muy bien quién era el verdadero protagonista de la velada.
Aunque el resto sí lo tenía meridianamente claro, y así lo expresó cuando Flea irrumpió dando una voltereta al aire sobre un escenario que incluía tres aparatosas pantallas y un mastodóntico sistema de sonido. Lo acompañaba el guitarrista John Frusciante –de nuevo en las filas de la banda- y el incombustible y velocísimo batería Chad Smith. Empezaron agitando la expectación de los presentes con una breve jam, que desembocó en euforia con la llegada del cantante Anthony Kiedis a escena y el despliegue de “Can’t Stop”. Le siguió “Dani California”, segundo chupito de éxtasis que produjo una lluvia de vasos de plástico volando por el cielo ya ennegrecido de la montaña mágica. Inicio de embriaguez explosiva con estos casi sexagenarios de pectorales tatuados y looks de rockero luciendo palmito por Venice Beach. La pétrea sección instrumental de Red Hot Chili Peppers cerraba filas, pero Kiedis tuvo problemas para acoplarse a su altura, algo descoordinado y distanciado, con su aporte vocal por debajo del nivel de cilindrada con que habían decidido enchufarse al espectáculo sus compañeros de cuadrilátero.
Como no podía ser de otra forma, rebajaron la intensidad en las siguientes canciones. Flea seguía a su bola, imprimiendo garra con ese palmeo característico que convierte su bajo en arma atómica. Observar y escuchar su ejecución es un espectáculo único que justifica el desembolso de la noche. Frusciante no se quedaba atrás, con riffs arremolinados de furioso estruendo. Y Smith tampoco desfallecía tras los parches. A los 38 minutos de su puntual arranque, volvieron a apoderarse del público presente –y del diferido en los stories– con “Snow (Hey Ho)”. El bajista de origen australiano, erigido en portavoz de la banda, protagonizó los pocos ceses de carga de artillería pesada balbuceando frases incomprensibles al micro, con ese aspecto de villano pirado de Batman y un esqueleto que, a sus 59 tacos, se articula con pasmosa agilidad.