Robbie Robertson: americana de autor con The Band. Foto: Gijsbert Hanekroot / Redferns (Getty Images)
Robbie Robertson: americana de autor con The Band. Foto: Gijsbert Hanekroot / Redferns (Getty Images)

Fuera de Juego

Robbie Robertson, el último gran mohicano

“Se fue sin decir que era un gigante, que su huella en el arte fue profunda y duradera” (“It goes without saying that he was a giant, that his effect on the art form was profound and lasting”). Se hizo esperar, pero llegó. El panegírico de Martin Scorsese se publicó en Instagram el 15 de agosto, pasados seis días del óbito de Robbie Robertson (1943-2023), fallecido en Los Ángeles el pasado 9 de agosto a los 80 años; su amigo, su confidente, su fiel colaborador.

Se intuía en estas palabras de Scorsese la emoción de quien ha perdido una pieza valiosa de su engranaje creativo, pero especialmente de alguien que despide a ese amigo al que acudía con toda clase de excusas para compartir un tiempo reconfortante. No era para menos. También la música perdía a uno de sus gigantes. The Band, uno de los grupos estandarte del americana y de los más significativos del espectro norteamericano, quedaba prácticamente desgajado, esperando en los confines del cielo a su último superviviente: el organista Garth Hudson, que tiene 86 años.

Aunque tampoco el cielo espera un comeback. Robbie Robertson se opuso siempre a una reunión de The Band. ¿No hubiera resultado contradictorio, al fin y al cabo, siendo él quien la desarticuló? Probablemente también era consciente de que su grandeza quedaba limitada y hasta reforzada por su breve período de actividad (1968-1976), incapacitados para volver a la gloria de esos días. La que capturó con tanta viveza el propio Scorsese en ese monumento musical conocido como “El último vals” (1978). O, lo que es lo mismo, una banda en todas sus facultades, celebrando su imperecedero repertorio con colegas que definieron un tiempo irrepetible. Una cita que pasó a los anales de la historia gracias a la captación en celuloide del genio neoyorquino.

El inicio de la leyenda

Ahí podría empezar el biopic de Robbie Robertson. O unos años antes en su rol de escudero, con The Band todavía sin emancipar, librando la cruzada eléctrica –“Judas!”– de un Bob Dylan cambiando el signo de los tiempos. Aunque luego, vía flashback, la acción se trasladaría a Toronto. Allí nace el 5 de julio de 1943 Jaime Royal Robertson, hijo único de Rose Marie Chrysler, mujer de ascendencia mohawk que se crió en la reserva india del lago Erie antes de mudarse con su hermana a la ciudad de Ontario. El padre biológico del músico fue un jugador profesional que fue asesinado mientras cambiaba un neumático. Si todos los componentes de The Band arrastraban un dolor crónico que expiaban con su música, el de Robertson podría arrancar en esa violenta pérdida. Es durante esa infancia desposeída de progenitor cuando viaja junto a su madre a la Six Nation Reserve y se empapa de la cultura de los nativos norteamericanos. También es ahí donde sus familiares le enseñan a tocar la guitarra. A los 10 años recibe clases particulares del instrumento que dominaría. A los 14 se alista en el circuito de ferias itinerantes. Y con 16 emprende un viraje crucial en su educación y carrera como músico: decide vender su Fender Stratocaster para costearse el viaje en tren desde Toronto hasta Arkansas. En la estación de destino le esperan The Hawks, la banda de acompañamiento de Ronnie Hawkins. Entran títulos de crédito.

Una formación en la que materializa su vínculo con los miembros de la futura The Band. Primero con Levon Helm –“el único batería con permiso para cantar”, según contaba Elton John–, con quien mantendría una relación intensa y de reiteradas fricciones. En sus memorias –“This Wheel’s On Fire. Levon Helm And The Story Of The Band” (1993 )–, el fallecido batería –murió en 2012– apuntaba a Robertson como principal culpable de la disolución de la banda y le recriminaba sus argucias para despojar a los demás miembros de la autoría de las canciones. Fricciones propias del cruce de dos personalidades fuertes, de dos egos buscando imponer su destello en un mismo espacio creativo. Luego llegaron el bajista Rick Danko, el teclista Richard Manuel y el multinstrumentista Garth Hudson. Quinteto compuesto y ya dispuesto a la primera escisión. Su interés creciente por el soul, el blues, el country y la música de raíces en detrimento del rockabilly los aleja de Ronnie Hawkins hasta su desenganche definitivo en 1964.

Levon And The Hawks (Robbie Robertson, primero por la izquierda).
Levon And The Hawks (Robbie Robertson, primero por la izquierda).

La carretera y la casa de color rosa

Su emancipación empieza como The Levon Helm Sextet. El batería toma cargo de responsabilidad y lo secundan los futuros miembros de la gran banda americana. Se suman por un breve lapso de tiempo el saxofonista Jerry Penfound y el vocalista Bob Bruno. Tras la marcha de estos, se rebautizan como Levon And The Hawks. Período sin fertilidad compositiva en que se foguean en el circuito de salas, clubes de aforo discreto donde no resulta complicado imaginar el inicio de la leyenda etílica de varios de sus miembros.

En agosto de 1965, mientras cumplían con su contrato de banda local en un club de Nueva Jersey, se produce otro giro de guion inesperado. Albert Grossman, mánager de Bob Dylan, llama a Robertson para comunicarle que el cantautor quiere reunirse con él. La primera intención del bardo de Minnesota es contratarlo como guitarrista de su nueva banda, pero Robbie declina la oferta inicial; solo acepta tocar si incorpora también a Helm. Dylan cede y en septiembre del mismo año ya ha extendido la oferta a todos los Hawks. Empieza la gira de la blasfemia. En la primera parte de los sets, el Dylan acústico y folk recibe a los reunidos bajo una calma tensa. En la segunda parte, acompañado por los Hawks, se desata la tormenta eléctrica bajo mantras de abucheos y silbidos. Levon Helm no soporta el escarnio del público y cede las baquetas a Bobby Gregg y luego a Sandy Konikoff. Robertson, fiel a Dylan, no solo resiste el chaparrón, sino que se convierte en su sombra, ganándose la reputación de guitarrista matemático: preciso y conciso, nada de gestos decorativos o sobreactuados, ningún movimiento sin desperdicio. Luego confesaría que esa etapa le sirvió para aprender a tocar la guitarra sin mirar las manos, ocupado como estaba en esquivar los objetos que llovían sobre el escenario. Dylan recompensa su esfuerzo y su compromiso con la causa revolucionaria emprendida invitándolo a una de las sesiones de su siguiente álbum, “Blonde On Blonde” (1966). Pero recurre a la formación entera de The Hawks después de un grave accidente de moto tras el que decide alejarse (quemado) del mundanal ruido, alquilando una casa en el Woodstock de antes del Festival de Woodstock. Cerca, en una casa de color rosa, recalarán los Hawks –a excepción de Helm– por sugerencia de Dylan, que los requiere para practicar nuevas canciones. Dylan y los Hawks trabajan a diario en los sótanos de la casa alquilada por Robertson y los suyos. Una actividad frenética en los bajos de este domicilio remoto que deciden grabar con un magnetófono entre junio y octubre de 1967, ya con Levon Helm reincorporado a filas. Parte de esas grabaciones llenas de impurezas, con los músicos enzarzados en un bullicio de creatividad incontrolable, saldrán a la luz como “Great White Wonder” (1969), el primer disco pirata reseñable en la historia del rock. Años después, se recopiló y se pulió el material de las grabaciones del sótano de la casa Big Pink en el indispensable “The Basement Tapes” (Columbia, 1975).

Robbie Robertson, guitarra para Bob Dylan, en 1966. Foto: Alice Ochs / Michael Ochs Archives (Getty Images)
Robbie Robertson, guitarra para Bob Dylan, en 1966. Foto: Alice Ochs / Michael Ochs Archives (Getty Images)

Banda de bandas

La banda estaba lista para su despegue en solitario, engrasada tanto sobre los escenarios como en los estudios y sótanos. Robbie Robertson tomando las riendas compositivas, Levon Helm aportando la conexión anímica, Garth Hudson lo que hiciera falta y Richard Manuel más Rick Danko completando una sintonía especial, una escuadra de talento equitativo rara vez comparable en el curso histórico del rock, con tres activos vocales imponentes (Danko, Helm y Manuel) y el sobrado talento compositivo de su principal guitarra y discreto líder. Capitol Records los ficha como The Band en el epígrafe de “los aquí representados” del contrato. En 1968 empieza su leyenda anómala, alejada de modas y formalidades, con la publicación de “Music From Big Pink” (Capitol, 1968), un primer disco salido de esas jornadas de inspiración sublime en las catacumbas de una casa del Upstate New York. Temas como “The Weight” –compuesto por Robertson e inspirado en la filmografía de Luis Buñuel–, “Tears Of Rage”, “To Kingdom Come”, “Wheel’s On Fire”, “I Shall Be Released” validan la decisión de emanciparse del genio de Duluth, aunque el embrión –y la autoría en varios cortes– permanece ahí.

Nace así una de las mitologías más formidables del espectro musical de los Estados Unidos de ese tiempo. Una música de aura misteriosa –alimentada por los propios músicos con sus pintas entre forajidos, hobos y matones de las “Malas calles” (1973) de Scorsese– y atemporal. Una música arcaica que dio la espalda a la explosión psicodélica del momento y que, sin embargo, sería venerada por artistas de todo pelaje –Van Morrison, el propio Dylan, George Harrison, Eric Clapton– y asumida después por infinidad de formaciones y solistas: My Morning Jacket, Band Of Horses, Big Thief, Vic Chesnutt, Drive By Truckers, Fleet Foxes, Okkervil River...

Una música que extrae su alma de las raíces sonoras de América –blues, country, ragtime, cajún, polka, jazz, soul, folk, góspel, hillbilly– para ofrecer un mixtura de rock de carretera. El equivalente sonoro a “En el camino” (1957), de Jack Kerouac; a “Easy Rider. Buscando mi destino” (1969), de Dennis Hopper, con “The Weight” en su banda sonora; a la fotografía de Mike Brodie. Porque escuchar a estos cuatro canadienses y un estadounidense es seguir la topografía del imponente paisaje norteamericano, embarcarte en la gesta épica de la carretera secundaria, recorrer pueblos perdidos y cruzarte con su variopinta fauna de almas extraviadas. Si Buffalo Springfield, The Byrds, The Mamas & The Papas, Jefferson Airplane o The Beach Boys representaban el sonido resplandeciente de la Coste Oeste, The Band eran los representantes de las zonas ignotas, de las casas con porche en valles sin código postal, de los tugurios con pestazo a bourbon y navajazos silenciando el ruido etílico, de los meandros de la América no representada; más cerca de los Apalaches que de Laurel Canyon, más cerca de Nueva Orleans que de San Francisco, más cerca del Misisipi que de la desembocadura del Hudson. En The Band, la tierra configuraba la música.

The Band, en 1971: Garth Hudson, Robbie Robertson, Levon Helm, Richard Manuel y Rick Danko. Foto: Gijsbert Hanekroot / Redferns (Getty Images)
The Band, en 1971: Garth Hudson, Robbie Robertson, Levon Helm, Richard Manuel y Rick Danko. Foto: Gijsbert Hanekroot / Redferns (Getty Images)

Consolidan su pleno acceso a la mitología rock del continente nortamericano con su segundo álbum. Grabado en Los Ángeles, “The Band” (Capitol, 1969) certifica el olfato compositivo de Robbie Robertson y la aptitud de sus secuaces. Un nuevo tratado de sonido extraído de las raíces y refinado con elementos contemporáneos. Forjan el sonido americana con letras inspiradas en la guerra civil estadounidense y sonidos tradicionales que marcaron a Robertson cuando tan solo era un adolescente recorriendo boquiabierto el Delta del Misisipi. A finales de 1969, con su participación en los festivales de Woodstock e Isla de Wight y sus primeras apariciones en la televisión en ‘The Ed Sullivan Show’, además de la portada que les dedica la revista ‘Time’, alcanzan un estatus privilegiado.

La banda siguió publicando nuevo material con Robertson en plena potestad como líder, ante los primeros problemas de adicción de sus miembros y el desaire de Levon Helm para discutirle ese puesto. Aunque ya no alcanzarían la gloria de sus dos primeros álbumes, sí lograron el éxito comercial con “Stage Fright” (Capitol, 1970), su tercer álbum. Le seguirían “Cahoots” (Capitol, 1971) y el disco de versiones de rock’n’roll, blues y rhythm’n’blues “Moondog Matinee” (Capitol, 1973).

Tras mudarse a la Costa Oeste, a la apacible Malibú, Robertson se hace construir un estudio en el sótano de su casa al que llama Shangri-la. Allí graban “Northern Lights – Southern Cross” (Capitol, 1975). “El final estaba en el horizonte. Las cosas estaban a la deriva. Estaba volviéndose un poco más difícil coordinar lo que necesitábamos hacer, la gente llegaba tarde o no aparecía y parecía que el nivel de interés en lo que estábamos haciendo se estaba desvaneciendo. Y esto continuó sucediendo después, que fue cuando decidí que quería hacer ‘El último vals’”, detallaba el propio Robertson sobre este registro en estudio de la banda. En 1977 vio la luz “Islands”, álbum de estudio que recoge grabaciones fechadas en el lustro previo a su publicación y que les permite cumplir contrato con Capitol.

“The Last Waltz”, dirigida por Martin Scorsese: el fin de The Band en escena y con amigos.

El último vals

Volvemos por corte a la secuencia inicial. El relato termina ahí donde empezó. Con una elegía celebratoria. Un funeral a lo Nueva Orleans. Una banda en su cresta artística diciendo adiós a los escenarios y certificando el fin de una era. Además, con un sepelio de lujo, rodeado por sus músicos más allegados, casi todos ellos de aura legendaria. Se podría verter en este punto una cascada de superlativos sobre lo que supone “The Last Waltz” (Warner Bros, 1978) en su versión discográfica, pero nada equiparable a la experiencia de revivirlo a través de las imágenes de un Scorsese que reconocía que fue la primera vez que penetraba en esa malla críptica y de misterio que envolvía a los componentes de The Band. Fue entonces cuando entendió los dolores y pesares que acarreaban y que convertían su música en algo excepcional.

Probablemente quedaría fuera del montaje final la carrera en solitario de Robertson, con estimables trabajos pero lejos del impacto imperecedero con The Band. A los 44 se reinventa y lanza su primer disco en solitario, “Robbie Robertson” (Geffen, 1987). También reseñable resulta ese “Music For The Native Americans” (Capitol, 1994) en que buceaba, junto a la banda Red Road Resemble , en sus raíces nativas norteamericanas. Fueron hasta seis trabajos en solitario: “Storyville” (Geffen, 1991), “Contact From The Underworld Of Red Boy” (Capitol, 1998), “How To Become Clairvoyant” (Macrobiotic, 2011) y “Sinematic” (UMe, 2019). También en este montaje acelerado se podría incluir sus flirteos con el mundo del cine. Su participación como actor, productor y compositor en “Carny” (Robert Kaylor, 1980). Pero especialmente su vínculo profesional, y la amistad duradera, que lo unió a Martin Scorsese: en calidad de compositor, asesor musical, productor musical o cualquier rol que conviniese con tal de compartir y pasar un rato juntos. Un Scorsese que ha sido su maestro de ceremonias fúnebres y que le brinda la escena postítulos de crédito, esa banda sonora de su próximo largo, “Los asesinos de la luna” (2023), con el que promete recordar a los vivos el tremendo vacío que deja su querido amigo y lo mucho que este gigante de la música americana tenía aún por ofrecer. ∎

Robbie Robertson, en 1987; época de su primer álbum en solitario, “Robbie Roberston”. Foto: George Rose (Getty Images)
Robbie Robertson, en 1987; época de su primer álbum en solitario, “Robbie Roberston”. Foto: George Rose (Getty Images)

El alma de la americana

THE BAND
“Music From Big Pink”
(Capitol, 1968)

Los estatutos artísticos de The Band quedan fijados con la publicación de su primer LP. Pocos discos evocan con tanta voluminosidad el espacio en que fueron resueltos. El Woodstock sin conquistar; el de unos músicos explorando los confines rurales y agrestes al norte del estado de Nueva York. Tres miembros de The Band compartiendo una casa de color rosa en las cercanías de esa localidad que adquiría mimbres históricos poco después. Experiencias comunales, felicidad, borracheras, ligoteos, inspiración no interrumpida y espeleología por las profundidades y amplitudes sónicas de los Estados Unidos. Varias experiencias telúricas almacenadas en sus once cortes. Aquí la autoría queda compartida entre Robbie Robertson, Richard Manuel, Rick Danko y el vecino Dylan, que los visita con frecuencia y cede algunos de sus nuevos caramelos. No es el caso de “The Weight”, un primer ochomil compuesto por Robertson que los catapulta a ese lugar reservado a la mitología del rock.

THE BAND
“The Band”
(Capitol, 1969)

Otro trabajo bañado en pepitas descubiertas por los pioneros de la americana. Rock feriante compuesto y dispuesto desde el carromato. Un big gumbo con los despojos del periplo epifánico de Robbie Robertson por el sur de los Estados Unidos a una edad en que la gran mayoría calienta pupitre. Robertson y los suyos se aíslan esta vez en una casa de Hollywood Hills, cuyo sótano se convierte en un nuevo estudio. Ahí el músico canadiense, en pleno estado de gracia, vuelca todo ese imaginario de la América antipostal en un cargamento compositivo irrefutable. Lugares, sonidos e imágenes arrastran el temario desplegado por el guitarrista de The Band, quien firma –solo o acompañado– los doce temas. Destaca con vocación de clásico instantáneo “The Night They Drove Old Dixie Down”. Un nuevo muestrario de música de inconcreción temporal y mística de un paisaje de resonancias épicas, atrapado entre el Misisipi y los estratos montañosos de Canadá, que es desenterrado delante del magnetófono mediante la comunión instrumental de unos músicos saboreando su magnificencia.

BOB DYLAN & THE BAND
“The Basement Tapes”
(Columbia, 1975)

La leyenda a pie de foto es sabida: entre junio y octubre de 1967, Bob Dylan y The Band llevan a cabo varias sesiones en el sótano de Big Pink, una casa alquilada por algunos de los miembros de The Band en West Saugerties, Nueva York. Sin embargo lo que brotaría de esas sesiones que inicialmente circularon como la primera grabación pirata de la historia se escapa a cualquier indexación. Sus veinticuatro cortes, rescatados oficialmente en 1975, suponen un vis a vis con el placer de una música improvisada sin ningún fin específico, más allá de dar rienda suelta al compromiso y la camaradería de músicos plenamente entrelazados tras más de dos años por la carretera hostil. “The Basement Tapes” es un fuego cruzado de genialidad sin par entre varios músicos en su cenit creativo. Adentrarse en sus surcos es respirar el espíritu de un tiempo remoto, la fisicidad de una tierra arcana y la tradición oral de las zonas despobladas. Fragancias clásicas, baladas de montaña, música de carnaval como evidencia la icónica fotografía de Reid Miles en su portada. Junto a “John Wesley Harding” (Columbia, 1967), de Bob Dylan, y “Music From Big Pink” (1968), “The Basement Tapes” forma la Santa Trinidad del rock de raíces. De esa música que reverencia la tradición sin quedar atrapada y que logra transportarte al máximo punto de ebullición de una inspiración dispuesta sin presiones ni concesiones, sin atadura alguna. Un clima libertario que desembocó en una riada de canciones imperecederas.

THE BAND
“The Last Waltz”
(Warner Bros, 1978)

Marca fijada para lo que representaría el estándar del concierto filmado. “The Last Waltz” congregó en un vals pluscuamperfecto a la flor y nata de su tiempo. Una bajada del telón con los cinco miembros de la banda arropados por invitados ilustres, captados en un espíritu contagioso, que vino propiciado por la peculiaridad de la cita. Por si fuera poco, Martin Scorsese es el encargado de filmar la lustrosa despedida y compactarla en “El último vals” (1978), un montaje que se encuentra entre los más emotivos de su filmografía. Cubre el cometido con varias cámaras de 35mm, manejadas por primeras espadas en su especialidad: Michael Chapman, Lászlo Kovacs y Vilmos Zsigmond. En la memoria a prueba de Alzheimer la actuación de Dr. John (“Such A Night”), el paso de Dylan o las muestras de genialidad de Van Morrisson (“Caravan”), Joni Mitchell (“Coyote”) o Neil Young (“Helpless”). La banda sonora la publica Warner Bros en 1978. Años después, coincidiendo con el cuadragésimo aniversario, se edita una versión remasterizada de cuatro discos a la que Robertson incorpora veinticuatro tomas inéditas. Una retahíla de temas propios y ajenos de la mejor música norteamericana en ¡jo, qué noche la de aquel día de Acción de Gracias de 1976 en el Winterland Ballroom de San Francisco! Origen y fin. La vida.

ROBBIE ROBERTSON
“Robbie Robertson”
(Geffen, 1987)

Once años después del icónico concierto capturado por la lente del íntimo Scorsese, Robertson se lanza a la aventura en solitario sin repetir ya nunca las cotas de aprecio y distinción cosechadas en sus trabajos en compañía. Sin embargo, a los 44 años demuestra versatilidad y vigencia con este LP homónimo en el que colaboran Peter Gabriel, los U2 y sus excompañeros Richard Manuel y Rick Danko. Una carga onírica y atmosférica lo alejan del polvo de la carretera secundaria estadounidense transitada junto a su anterior combo. Si en lo sonoro absorbe las interferencias sintéticas de su nueva ubicuidad temporal, se desenvuelve con soltura en los estribillos –“Showdown At Big Sky” mantiene su adhesión– y sorprende con un registro vocal más melódico. Algunas líricas, como la de “Somewhere Down The Crazy River”, siguen rememorando los tiempos pretéritos en Dixieland. ∎

Como complemento de este Fuera de Juego, Marc Muñoz selecciona esta playlist con 10 canciones emblemáticas en la carrera de Robbie Robertson.

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