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Tras un año de parón pandémico, Vilanova i la Geltrú acogió entre el 1 y el 3 de julio una nueva edición del Vida Festival, sin distancia social y con el público moviéndose libremente. En los escenarios, se notaba la emoción de unos artistas que podían reencontrarse con sus seguidores sin filtros desnaturalizadores. Una buena noticia que a punto estuvo de irse al traste a causa de los desajustes logísticos que marcaron la jornada inaugural.
La edición 2021 del Vida llegaba con la misma esperanza implícita en tantos otros eventos y acciones recientes: la de un reseteo que nos retornase a un estado de las cosas prepandémico, más despreocupado y feliz (dejo a vuestro criterio decidir si al mundo de hace un par de años le sentaban bien esos dos adjetivos). Todo era un espejismo, claro: las cosas no pueden ser como antes, no todavía, y a cada sonrisa y brindis al sol entre el público había una mascarilla FFP2 ligada al codo, a modo de apéndice mutante de la nueva normalidad (un término que entra ya en fase de obsolescencia programada).
Que el Vida no podía prometer lo mismo que hace apenas unos meses quedaba de manifiesto en las significativas alteraciones que se produjeron entre el cartel de 2020 y su configuración definitiva de 2021, en la que desaparecían todos los artistas internacionales –encabezados por Belle & Sebastian, Alt-J y Parcels–, sustituidos por un elenco íntegramente estatal (o, en cualquier caso, residente en España), más realista en lo que respecta al estado actual de las giras. Esto motivó la queja de una parte de los asistentes, que sentían que ese no era el festival por el cual habían pagado (en ese caso, la organización daba la opción a devolver la entrada). El desencanto no debe medirse en términos de descompensación cualitativa (Nathy Peluso, Maria Arnal i Marcel Bagés o Clara Peya probablemente se encuentren en un punto de sus respectivas trayectorias considerablemente más interesante que el de varios de los nombres que debían acudir originalmente a la cita), sino en relación a las expectativas y a la imagen que de sí mismo ha construido el certamen: un evento que da la posibilidad de ver pesos medio-grandes del circuito internacional en una población, Vilanova i la Geltrú, relativamente pequeña, y en el entorno bucólico y confortable de la Masia d’en Cabanyes. En cualquier caso, el remedio de urgencia deparó un resultado artístico destacable y, como se suele decir de las crisis, podría abrir una puerta a reflexionar sobre qué puede o debe ser el Vida.
La otra polémica que rodeó al Vida fue, como ya dejaron claro las redes, la desesperante logística que amargó la primera jornada, la del jueves 1 de julio. Siguiendo el mecanismo ensayado en la prueba piloto del concierto que ofrecieron el pasado marzo en el Palau Sant Jordi Love Of Lesbian (los de Santi Balmes repetían aquí como nombre destacado del sábado 3), el peaje para disfrutar de un festival sin distancia de seguridad cuando la COVID-19 aún es una realidad (particularmente al alza en Cataluña) pasaba por realizar una prueba de antígenos a todos los asistentes. Se preveía que el trámite ocupase unos treinta minutos, o una hora a lo sumo, pero los fallos constantes en la app a la que se vinculaba el resultado de la prueba, la escurridiza cobertura que poseía la nave industrial donde se realizaba la misma (al principio, extrañaba ver a tanta gente deambulando con el móvil en alto y cara de desesperación; al cabo de unos minutos, eras tú quién repetía esos mismos gestos) y la falta de respuestas de un personal que, en el mejor de los casos, se excusaba y, en el peor, te dejaba tirado sin explicaciones, convirtieron el Vida Test en un purgatorio donde muchos quedamos atrapados una media de tres horas. Para otros se convirtió, directamente, en un muro: por la noche, cuando el personal sanitario encargado de hacer los tests completó su jornada laboral, quienes aún esperaban fueron informados de que ya no podrían acceder al recinto.
La situación daba pie a chascarrillos y aforismos resignados. Por ejemplo: “el Vida es lo que pasa mientras esperas a hacerte un test de antígenos”. En mi caso concreto, la espera significó no poder ver a artistas que tenía subrayados en el programa, como Pol Batlle & Rita Payés, Renaldo & Clara y Biznaga, entrando al recinto justo cuando Paula Bonet ya llevaba un rato ilustrando con estallidos de negro y rojo el repertorio de The New Raemon. A diferencia del pase acústico que Ramón Rodríguez ofreció en Vilanova unos meses antes (como parte de los conciertos de presentación del festival), aquí el cantante no se prodigó en explicaciones, dejando que fuera el sonido de la banda y el arte de Bonet el que visualizara la luz (“Reina del Amazonas”), la intensidad (“Lo bello y lo bestia”) y las verdades (“Tú, Garfunkel”) de sus letras. Cuando terminó el concierto, una mirada alrededor bastaba para confirmar un hecho, cuanto menos, curioso: una vez traspasada la entrada, el agobio y enfado causados por las colas y las demoras se desvanecían, como si pertenecieran a otra realidad, y el público se instalaba en una burbuja de felicidad incondicional.
El resto de la velada resultó propicio para acercarse a proyectos que, hasta ahora, este crítico había seguido con cierta distancia. Por un lado, fue posible comprobar que Hinds poseen un directo transparente en lo que se refiere a su potencia lúdica y sus carencias (las expresiones de Carlotta Cosials al finalizar cada tema traducen el grado de satisfacción, o la falta de ella), pero también orgulloso –ahí quedó la revancha verbal contra un hater que las increpó en el mismo Vida unas ediciones atrás– y, sobre todo, ultraempático. El gesto de invitar a una fan a tocar con ellas “Garden” no podría salir bien sin esa conexión, y posee una energía heredera del “girls to the front!” que las riot grrrls convirtieron en lema. Por su parte, Vetusta Morla dieron su primer concierto tras un parón pandémico de casi año y medio, aunque parecía que llevasen tres meses de gira. Esa solidez, acorazada en un repertorio enfocado claramente al hit, tiene, sin embargo, un debe: los madrileños enfocan cada canción como un himno en potencia; un carácter expansivo que podrían contrapuntear con algo de mesura en la interpretación, pero que el grupo prefiere empujar hasta un subrayado que amenaza con empañar incluso sus momentos más nobles (por cierto, Pucho fue uno de los pocos artistas que se refirió con cierta sorna al informal uso de las mascarillas de que hizo gala el público). Por el contrario, Rigoberta Bandini realiza el trayecto opuesto: las composiciones virales del alter ego de Paula Ribó pueden generar desconcierto o incluso rechazo, pero la desfachatez de ella y su banda sobre el escenario, digna de un conjunto electroclash, no toma prisioneros. Seguramente, ni la misma Ribó tenga claro cuál puede ser el futuro del proyecto. Pero hoy, ahora, y parafraseando una de sus letras, está claro que algo pasa. Y si en algún momento hubo alguien que pudo pensar que el libro de estilo de Joe Crepúsculo tendría pocos cartuchos, su directo actual apunta a clásico contemporáneo. Hemos visto a Joël Iriarte con distintos formatos, presentando discos brillantes y otros que no lo eran tanto; ahora, él y su banda tienen la mirada puesta en el funk, y alcanzan el cielo cuando dejan que la zapatilla electrónica corra libre: para la eternidad queda esa recta final que formaron “Música para adultos”, “Baraja de cuchillos”, una apoteósica “La verdad” y, claro, “Fábrica de baile”, rematada de manera un tanto abrupta y anticlimática, a juego con el carisma alienante que siempre acompañará sus propuestas.
El viernes 2 llegamos con cierto miedo a hacernos el Vida Test. Afortunadamente, la organización había tomado nota y afinado desajustes: adiós a las aplicaciones inoperantes y bienvenidos sean papel y boli para tomar datos. A los pocos minutos, ya estábamos frente al escenario principal, acompañando a Pau Vallvé mientras descubría, pletórico, lo hondo que parecen haber calado entre el público los temas del “confinado” “La vida és ara” (2020). Incluso se reconcilió con “Protagonistes”, tras el uso y abuso que TV3 ha hecho de la canción en los últimos años. A continuación, Ferran Palau volvió a superar la prueba de resistencia que supone enfrentar sus composiciones detallistas, que se niegan a exigir a gritos la atención que merecen, a un contexto festivo en el que, más allá de las primeras filas de fieles, abundan los corrillos (ahí sí, la sensación fue la misma que en los festivales prepandémicos). En esta ocasión, además, el personal parecía particularmente distraído por la presencia del recientemente liberado Jordi Cuixart. En cambio, Maria Arnal i Marcel Bagés lograron adaptar los matices de “CLAMOR” (2021) al aire libre, tras el estreno oficial en teatros de esta primavera. Es evidente que, en estos momentos, cuentan con el favor de un público dispuesto a seguirles allá donde vayan (incluso los neófitos, convertidos instantáneamente en conversos), y el dúo (acompañado nuevamente por Tarta Relena, que actuaron al día siguiente, y David Soler) ha abreviado y recompuesto el repertorio para que los viajes cósmicos de la voz de Arnal recalen puntualmente en esas erupciones de ritmo que, por fin, pudieron ser bailadas. Y con Nathy Peluso llegó el mayor calambre estilístico en la historia del Vida, donde el hip hop y lo latino son, aún, una rareza. Pero el pase triunfal de la argentina, aclamada por un público notablemente joven, debería echar raíces en el bosque indie de Vilanova. Por ahora, queda como la exhibición de una estrella que atraviesa géneros con su personalísima dicción y que, con una banda formidable detrás, por fin ha alcanzado ese jazz latino que anunciaba en “La sandunguera”.