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La elección de los lugares y los escenarios es precisamente una de las grandes virtudes del WOS Festival: no siempre se puede disfrutar de un show de ambient vaporoso en una iglesia del siglo XIV o de un concierto de un artista emergente de la escena británica en una terraza en pleno centro histórico de la ciudad. El tamaño del evento y su cuidada curaduría de recintos y propuestas –además, por supuesto, de la deliciosa gastronomía local– hacen del WOS un festival altamente estimulante en lo creativo y muy cómodo para el espectador, más allá de algún problema puntual de aforos.
Estilísticamente, los contrastes son norma en el festival: entre la quietud total de Ulla Straus o Artur M. Puga y la rabia salvaje de Prison Religion o Blackhaine, hay todo un mundo de posibilidades, y el WOS las abraza y las explora sin por ello perder coherencia o empaque en la programación. Otras constantes del fin de semana fueron el humo, los retablos barrocos, las guitarras (filtradas en su mayoría), la rabia existencial, el pulpo, la oscuridad y la buena gente allá donde fueras.
Por motivos de agenda no pudimos asistir al concierto de inauguración la noche del jueves 8 de septiembre, que unió al británico Holy Other (música) con el portugués Pedro Maia (imágenes) en el Teatro Principal. Así que nuestra ruta empezó al día siguiente, con la segunda jornada, ya repleta de nombres y actuaciones de alto voltaje.
Fundador de Labradford y figura clave del post-rock aislacionista en los 90, Mark Nelson presentó las nuevas composiciones de Pan•American en la emblemática Iglesia de Santo Domingo, apenas con una guitarra (la primera del día), una controladora y un micro. Paisajistas, agradables y por momentos sorprendentemente cercanas a las baladas country, sus composiciones pueden cautivar en el momento de escucharlas pero no dejan huella. En el Teatro Principal, casi a continuación, ocurrió todo lo contrario: Rafael Antón Irisarri también se sirvió de la guitarra (ya van dos), pero en su caso fue para añadir otra capa más a un universo sónico cinemático, oscurísimo y de volumen casi al límite, perfectamente ilustrado por las visuales minimalistas y exactas de Florence To; viéndolas, servidor pensó en las líneas simples de los títulos de crédito de Saul Bass, aunque la influencia sea más que improbable.
El sábado presentó un par de coincidencias horarias dolorosas. La primera, sobre las seis de la tarde, enfrentaba el ambient inquietante de Ulla Straus con los breaks bailables de los jovencísimos gemelos gallegos Yugen Kala. Escogimos a Straus y, visto lo visto, fue un error: la estadounidense apareció en el altar de la fabulosa Igrexa da Universidade con gafas de sol y cara de pocos amigos, con un set-up a base de Mac, guitarra –ya van tres en esta crónica– y dos latas de Estrella Galicia. Lo que sonó fue interesante, pero el concierto –si es que se le puede llamar así– no tanto. Tampoco fluyó del todo la norteamericana Carmen Villain en la bonita terraza de la Fundación Eugenio Granell: un poco nerviosa, sin encontrar de todo el tono entre los sintes y los instrumentos de viento –clarinete ella, flautas varias su cómplice sobre el escenario–, entre la new age y el downtempo un poco hippy.
Todo cambió poco después con Caterina Barbieri. Se sabía que el nivel iba a ser alto, pero su show estratosférico, deslumbrante, superó todas las expectativas. Apareció ataviada con un vestido de largas mangas plateadas, como un cíborg distinguido, y enseguida empezó a manipular esos arpegios de espirales infinitas tan particulares que definen su sonido. Pero si sus composiciones –especialmente las del último álbum, “Spirit Exit” (2022)– son de por sí expansivas, el extraordinario diseño lumínico de Marcel Weber, creando universos y galaxias a partir de algo tan básico como la mezcla de humo y láseres, multiplica el efecto hacía dimensiones pocas veces alcanzadas en un show de electrónica. Sin duda, el concierto del festival.
Segunda coincidencia horaria del día: KMRU + Aho Ssan en el Teatro Principal versus Coby Sey en la Fundación Eugenio Granell. La novedad llama y el hecho de poder ver en vivo, con banda, el estreno del recién publicado “Conduit” (2022) nos llevó hacia el terreno del músico inglés. Todo pintaba perfecto para un cierre de día a la altura, pero no fue así. Sey, cómplice habitual de Mica Levi y Tirzah, todavía no tiene rodado el directo junto a sus tres músicos –uno de ellos es Ben Vince, saxofonista que ha colaborado con Joy Orbison– y se quedaron muy por debajo de lo que pudo ser: por talento, por composiciones y por formato. Quizá dentro de unos meses sí, esta vez aún no.
Los dos últimos directos del sábado en horario club –esta vez en la sala Capitol– tuvieron un mismo denominador común: la rabia. Prison Religion soltaron bilis y agresividad juvenil tanto desde el micro como desde las máquinas, moviéndose entre entre el techno punk de Giant Swan y el rap industrial de Death Grips. Bonito zarandeo para todos los que esperaban un poco de hedonismo y baile. Tampoco lo encontraron con Blackhaine, nuevo apóstol del grime y el drill británico, no menos radical y agresivo que los norteamericanos, con una presencia escénica imponente –casi dos metros, calvo, cuerpo y rostro desencajado– difuminando las bases propias del género en otro ejercicio de confusión sónica y proclamas incendiarias y confesionales. Alguien mencionó la etiqueta “UK anger”, y sí, le cuadra perfecto. El baile llegó ya al final de la noche, con Aquarian y Upsammy, pero algunos cuerpos –como el de quien esto escribe– ya no daban para más.
Dos últimos cartuchos para la jornada final, ya con mucho público volviendo a sus lugares de origen y a su vida –más o menos– rutinaria. Sofie Birch apareció en la Igrexa da Universidade con una túnica azul y una pamela rosa que eran pura fantasía björkiana. A su lado, como escudera, la saxofonista Nana Pi, habitual de la escena de jazz experimental de Copenhague. Birch repasó las bondades de su reciente “Holotropica” (2022) con un concierto que se acercó demasiado a una sesión de musicoterapia, con campanillas, ohms, cantos new age y sonidos acuáticos. Muy distinto fue el show de la italiana Grand River junto a su compatriota Marco Ciceri en el Teatro Principal: drones, pasajes de piano, sonido envolvente e imágenes de arquitectura brutalista punteados por pantallas LED a ras de suelo. Muy buen final para un fin de semana de incontables estímulos, que habrá que ir poniendo en su sitio en los próximos días. ∎