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ace mucho leí una entrevista a Pet Shop Boys en la que venían a decir que los artistas homosexuales tenían carreras artísticas más largas porque sin hijos ni matrimonios no se retiraban de la noche nunca y así podían estar al tanto de las modas. No sé por qué suelo acordarme de este mensaje cada vez que salgo de copas, es evidente que toda la sociedad se mueve por modas: el matrimonio ya es para todos, la gestación subrogada es ahora mismo un gran tema, y vemos cómo ha acabado Miguel Bosé, por ejemplo: afónico de reñir.
Cada vez que paso por la calle Carretería de Málaga me acuerdo de cuando íbamos a urgencias con mi hijo, cuando era un bebé con 38,5 grados de fiebre y se estimaba oportuno rodearlo de toses de otros bebés quizá realmente moribundos. La gente de más o menos mi edad de entonces bebía cerveza fría en La Tranca, charlaba, reía, y solo la perspectiva de un nuevo concierto me libraba en parte de la depresión. Menos mal que “El mundo según” (2006) entonces fue bien.
No quisiera entrar en polémicas con antiguos periodistas de esta casa y no diré que el reguetón no me gusta. Baste con protestar porque sea el “estilo” predominante en los bares nocturnos con música. Cuando algo o alguien domina hay que rebelarse. Pasaba lo mismo con la música de sintetizadores en los años ochenta, cuando me estrenaba en las barras con las primeras cervezas, esas que ya contenían la amargura de la edad adulta. La primera vez que pedí una se me cayó al suelo. ¿Cómo podría haber sospechado que esa bebida de sabor en el fondo desagradable me acabaría patrocinando conciertos? Porque es el alcohol el que mueve la noche, no es la música, no nos engañemos.
En los ochenta echaba de menos las guitarras en la música de los bares nocturnos como ahora echo de menos las baterías cuando no puedo escapar de la música de moda, el reguetón. ¿Por qué siempre el mismo sonido de caja de ritmos, además? Todo igual, a la misma velocidad, con el mismo sonido. Reprogramar una 808 (una caja de ritmos de los ochenta) era jodido, pero hoy, con la facilidad de los ordenadores, ¿por qué esa lata machacada y machacona, esa síncopa coja, esa matraca? Entiendo que la marihuana da una pereza enorme, hemos pasado por ahí. Por eso los bateristas fuman menos, solo comen plátanos, y si fuman se pasan al jazz y listos. Hay que trabajar en equipo, el sueño de los ordenadores produce monstruos, lo estamos viendo con el ChatGPT ese del demonio. Con un tío a tu lado poniendo ritmos a tus desvaríos sobre sexo y drogas hay más rock y más roll, por muy latino o hispano que seas: hay vida, la vida de varios, de una banda, de una panda, de un conjunto, de una tribu, de lo que sea. Todo es mejor que la soledad ante el ordenador. Luego resulta que miras la lista de créditos de la pieza de reguetón de turno y aparece la tira de productores. Es posible que me haya hecho viejo del todo y el mundo se me haya escapado, como la Tierra del “Un globo, dos globos, tres globos”, pero sigo sin ser tonto y me da en la nariz que estos chavales que hablan como si fueran adictos al dentista tienen más rollo que Neymar rodando por el césped o Jesé arruinando su carrera futbolística. Que con su pan se lo coman.
En Málaga vamos al Velvet, el bar de Juandi, que hace un pequeño festival con grupos locales en el Jardín Botánico, el “Suena el Botánico”, aunque, como suele pasar en estos casos, el público y los artistas son prácticamente las mismas personas. Pero Juandi no se rinde, es un tipo estupendo, y con él a veces está Manolo de DJ, que sigue pinchando música indie. Manolo tenía el Village Green cuando mi hijo era bebé y hasta no sé qué año. El indie estaba en su pequeño apogeo y hasta llegó a tocar Nacho Vegas allí, aunque esa noche no estaba yo de fiesta, acaso por las razones ya expuestas. Con los años el Village acabó siendo un lesbian bar, pero nunca tuve el valor de Jonathan Richman para entrar, como no lo tengo para afirmar, como hace Jonathan en su último single, que me gusta el reguetón por las razones más abstrusas; escuchadlo, es muy bueno. Sé que otras noches ponen reguetón en el Velvet, pero nunca he entrado, debe de haber alguien bien informado en mi grupo de amistades, no en balde hay en él varios periodistas que aún lo son, o lo fueron. Puede que me aburra un poco escuchando la de Blur o la de “Oh, Mandy” otra vez, pero al menos son grabaciones de personas tocando instrumentos. Y cuando se da el caso de que son grabaciones de personas programando cacharros electrónicos se trata de personas que no están al borde de la muerte por una bajada de tensión, sino de hombres y mujeres con imaginación y con gusto por las melodías, como los mismísimos Pet Shop Boys.
La última noche que salí pedí a Manolo una del nuevo de Gorillaz, que me parece un disco buenísimo. Y eso que recientemente hemos sabido que el mayor éxito de Gorillaz está basado totalmente en el preset de un Omnichord (es decir, que no programaron nada, solo usaron como base un ritmo con acompañamiento que ese aparato antiguo traía grabado de fábrica: eso sí, el fraseo de Damon es imbatible). Por cierto, Suzuki ha anunciado que va a volver a fabricar el Omnichord: aún hay esperanzas para la juventud. A veces me dan ganas de volver a comprarme el Casio VL-Tone.
Una noche fuimos a ver una charla entre Ramón New Raemon y Ricardo Lezón. Luego tomamos algo. Ellos se fueron a dormir pronto, pero era un día entre semana y a los demás la cerveza nos había calentado demasiado el pico, como solíamos decir en Sevilla. No recuerdo bien, pero imagino que el Velvet estaba cerrado o vacío, y en una esquina vimos gente haciendo cola para entrar en un bar de copas en el que no habíamos estado antes: el Safari.
Entramos sin grandes esperanzas y la sorpresa fue mayúscula. La mayoría de la clientela era de raza negra, la mayoría hombres, que estaban encantados con mis amigas: verdadera nota de color en la oscuridad de las luces de baile, de las pieles brillantes, y sobre las plantas artificiales de la pared del fondo. Muchas veces me acuerdo, como de la entrevista aquella a Pet Shop Boys, de la canción de Battiato en la que cantaba no sé qué de la monserga africana; él, que se había tirado al palo programando desde muy atrás. Es verdad que la turra de Shakira cuando el mundial de Sudáfrica tampoco ayudó a que me aficionara por fin a los ritmos africanos, y que Paul Simon o David Byrne son más blancos que yo, pero lo que sonaba en el Safari era otra cosa: para empezar era y es actual. A veces eran ritmos muy cercanos al del reguetón, pero algo más complejos, más adornados, más barrocos, como me parece que son los africanos en la medida en que pueden serlo. O más que por barroquismo será porque participan muchos en lo mismo, porque de la misma manera en que yo no me olvido de mis compañeros de grupo, incluso de los que ya no lo son, lo de los africanos parece ir más allá de una lista de “colabos”, y hacen de los ritmos algo real, algo colectivo, algo que aquella noche por fin acabó arrastrándome, y no sabía si bailar, si volver a sacar el Shazam o si pedirme otra copa. Estoy pensando ahora en la época del house, cuando cualquier toque de timbales reales daba una dimensión extraordinaria a los sonidos sintéticos. Y en Daphni, al que ya no podré ver en el Primavera.
Con mis descubrimientos de esa noche en el Safari hice una estupenda lista para salir a correr. A pesar de mi ya vieja libertad, Málaga me empuja a correr hacia Oriente como si aún estuvieran bombardeando los fachas asquerosos sobre los túneles de La Cala del Moral, o como si aquí se fabricara la valla de Melilla. Y ahora vais y les votáis.
Lo más gracioso para mí es que mi hijo Guille me contó luego que él ya había estado en el Safari.
En fin, todo esto para decir que os recomiendo el Velvet y el Safari si salís por Málaga. ¡Y el CTB, los mejores cócteles!
Cenad algo antes, y si es en casa, mejor. ∎