ace unos días tocaron Miguel Rivera y The New Raemon en acústico en una fábrica de cerveza del centro, la de Cruzcampo. Hay otra fábrica de cerveza de otra marca, Victoria, en las afueras, en la que también tocan solistas y grupos. Los beneficios de este concierto de Miguel y Ramón iban, habrán ido, para la Cruz Roja, por lo que me sentí mal al pedirles dos invitaciones, pero aún me sentí peor cuando días antes me di cuenta, hablando con el organizador de este evento en otro pequeño sarao en el que me habían invitado a cantar, de que Miguel me había ofrecido tocar con ellos o con él meses atrás, y perdí la oportunidad por creer que tenía yo otra fecha reservada en Málaga para hacer un acústico que finalmente no se pudo hacer tampoco: de modo que pasé de dos posibles bolos en Málaga a cero bolos. No tengo suerte aquí, es un hecho. Al final casi no uso las invitaciones, porque resultó que lo de la Cruz Roja era a las siete de la tarde y a esa hora estoy en la playa quitándome de encima la plasta de vivir en verano, con una sombrilla como única protección contra la adversidad del Universo en este planeta recalentado.
La fábrica de cerveza estaba bastante bien de gente, me sorprendió. Nos hemos acostumbrado tanto a que los conciertos sean anuncios de cerveza que cuando son en las fábricas mismas parece que el ciclo se cierra, con la consiguiente satisfacción, cercana al alivio del eructo. Pronto se harán eventos así en fábricas de coches, contra la Agenda 2030, si los ruidos de fondo lo permiten. Una vez, hace muchísimo, toqué en Martorell, junto a la SEAT, pero no colaboraron. No sé si más o menos que el incesante ruido del tráfico me sube el alcohol la tensión, así que tardé en pedirme la primera cerveza en la fábrica de Cruzcampo mientras hablaba con Ramón, que esperaba su turno escuchando a ratos a Miguel y esquivando miradas de reproche que nos dirigían a los dos por estar hablando mientras cantaba el compañero. Lo cierto es que nos tenemos muy vistos como cantantes y poco como amigos, y estuvimos de acuerdo en que el truco para que la gente no hable en los acústicos es tocar y cantar más y más bajito cada vez. Sin embargo a Miguel ya le habían bajado el volumen bastante, porque justo al comenzar estaba la policía municipal grabando.
Juro que en principio pensé que Maga tenía éxito entre la policía municipal y se trataba de un fan que se había escapado con el uniforme de guardia en horas de servicio, pero las caras de preocupación de unos señores que luego les hablaron a los agentes, y un poco de conversación que pude interceptar con mis orejas a modo de parabólica, me convencieron de que estaban intentando abortar las buenas intenciones de la Cruz Roja parando el concierto, a lo que los de la fábrica se negaron, exponiéndose a sabiendas a la multa, e incluso a no sé qué problema penal, según escuché a los de la gorra y la porra. Así que el volumen había sido reducido a la tercera parte, y Ramón y yo pasamos de la charla al cuchicheo.
Miguel lleva una guitarra española pequeña, flamenca quizá. No tengo ni idea de ese tipo de guitarras de España, porque a mí me gustan las americanas y tengo la fantasía de estar viviendo en un país distinto a este que veo. Es lo que hay. Además, lleva Miguel un cacharro a los pies que hace armonías vocales y de todo. Hasta una tortilla, bromeó Ramón. El cantante de Maga lo hizo muy bien, como siempre, y se emocionó cuando un montón de gente le siguió las palmas en una canción, rítmicamente incluso. Tienen muchos fans, Miguel y Ramón, hasta el punto de que casi me alegro por la Cruz Roja de que Ramón estuviese ahí en mi lugar, si es que la historia que me habían contado sobre mi posible inclusión en el cartel junto a Miguel hubiese sido cierta del todo, nunca se sabe nada al 100%.
Le conté a Ramón que era una paradoja que cada día de esa semana me estuviera tragando en mi playa favorita, por cercana, una prueba de sonido de unos conciertos organizados por Larios; hay que soportar la matraca del bombo y el “hey hey probando probando” a la hora de la siesta a todo volumen en un bar, el balneario de 1918 de Los Baños del Carmen, que, según me han dicho periodistas que supongo bien informados, no tiene siquiera licencia de conciertos. Yo ni confirmo ni desmiento esto, insisto en que nada se sabe si no se ven papeles firmados, y ni aún así. Este histórico local, creo que declarado Bien de Interés Cultural, es gestionado por familias de rancio abolengo que aún gozan del favor que les hizo Franco con la concesión de la explotación del privilegiado lugar junto al mar, en el que en breve, si el PP “gaviotiza” las tres administraciones, darán el pelotazo inmobiliario que llevan más de cuarenta años esperando, unos años que se les han hecho mucho más largos que los del franquismo.
La concesión ha ido cambiando de manos entre amigos en un trile que pronto, si la gente no lo evita votando con un poco de sensatez –está difícil–, dará los frutos que siempre da, y para los trileros de siempre. Si llamas a los municipales porque te molestan las pruebas de sonido de Ketama, Nacha Pop, Jaime Urrutia o Tomasito quizá les llamen por teléfono para que hagan un poco de paripé con los volúmenes, evitándose la multa unos y el desplazamiento los otros. Quizá vayan incluso, no lo sé, a mí ni se me pasa por la cabeza ser el chivato: mi sombrilla no es un escudo tan eficaz contra unos vecinos tan beneficiados, y el poder de Larios como terratenientes (y acaso como ginebra), alcanza por la costa oriental hasta Motril, y quién sabe si por la costa occidental. Además, no es plan fastidiar a los compañeros, la misma Bien Querida me dio calamares cuando cantó en ese mismo ciclo del Balneario dos años antes. Pero aún hay clases. Ana toca hoy con David. No nos hemos escrito. Quizá esté Nuria Roca ahí. Imagino a Pablo Motos entre los cangrejos del muro. No pasa nada, la escucharé desde casa, el resto lo imaginaré, porque ya lo he visto antes por aquí.
Ni Miguel ni Ramón ni yo alcanzamos nunca la jet set musical. Si acaso Ramón, que estuvo en una multinacional en su época más boyante, pero pudo escapar porque no es tonto y aquello no es lo suyo, o porque ya ahorró como para escapar de la maquinaria, justo como hice yo, aun sin haber estado de verdad dentro nunca.
Cuando subió Ramón me tocó charlar con Miguel, y de nuevo recibí miradas de reproche por hablar con este. En fin, un bar –fábrica de cerveza– no es un teatro ni es la ópera, y en todo caso tenía que saludar a Miguel antes de que se fuese, pues se iba enseguida; ni un baño en la playa se dio antes de volver al infierno sevillano, al que, ahora lo sé, no volveré ni siquiera por el Betis. Antes me voy al Cantábrico y me hago del Racing. Le dije que su guitarra no sonaba tan clara como la de Ramón, que era española también, aunque más grande. Sin duda, la máquina de hacer armonías vocales de Miguel robaba algo de tono a la guitarra. Lo dejé un poco preocupado, pero seguro que lo arregla. A Miguel le encanta trastear con las máquinas. Ramón cantó alguna en catalán, con dos cojones, mientras yo pensaba en lo mucho que iba antes a cantar a Barcelona y a Cataluña en general y lo poco que voy ahora. Debe ser que “Reality show” (2022) es un disco un poco antipático, quiero creer que no es por Zoido y Los Piolines, esa infausta banda con la que no tengo nada que ver.
A la gente no le gusta que le señalen los fallos, pero yo voy haciendo lo que me sale, y afortunadamente la pandemia va quedando atrás y vuelve a mí el pulso poético que me salva la vida, difuminando una realidad insoportable mediante una reordenación de las palabras. Reorganizar a las personas es imposible, abandonaré toda esperanza, si es que la tuve, tras el 23 de julio.
Se irán los conciertos de verano y quedarán solo los de los fines de semana en el balneario: los dos grupos de versiones lolailas que se alternan los sábados y domingos con el “Sarandonga”, el “Noches de bohemia y de ilusión”, el “A mi manera”, el “Cumpleaños feliz” de alguien que se está cogiendo una buena papa y se sube a cantar... Que nadie me pregunte luego por qué no hay ni una guitarra española en mi pequeña colección. Y por mi desinterés por la música popular.
El concierto de La Bien Querida ha empezado y ha llegado un furgón de la policía nacional. Tres policías entran en El Balneario, puedo verlo desde el balcón. Me espero un rato a ver si el volumen baja. Puede que hayan ido por otra razón, a veces han desembarcado droga en esta playa, aunque en invierno y de noche. No sé si el volumen baja o si es el viento que se lleva el sonido a veces. Quién sabe, quizá no sea tan fácil dejar atrás el indie. ∎