Contenido exclusivo

Para poder leer el contenido tienes que estar registrado.
Regístrate y podrás acceder a 3 artículos gratis al mes.

Inicia sesión
https://assets.primaverasound.com/psweb/7l1uyif9igwr039adziv_1611999005832.jpg

Firma invitada / Otres

Volví “a mi puto país”

29. 01. 2021

V

olví “a mi puto país”. O al menos lo que entendía por ello: ese lugar que me indicaban desde que era pequeño sin yo habérselo pedido a nadie. “¿A dónde se referirá?”, me preguntaba mientras veía cómo la mayoría de estas personas me daban la dirección de este presunto lugar apuntando al cielo con el dedo medio. En mis recuerdos, este tal “puto país” era mi andén 9 y ¾, la parada de autobús de la película “Ghost Town” (“¡Me ha caído el muerto!”; David Koepp, 2008) o las baldosas amarillas que me llevarían a un lugar donde “alguien como yo” se sentiría pleno. Aunque no supiera exactamente lo que era. O, más bien, desde qué lugar me miraba a mí mismo y cómo me miraban les demás. Sí, sabía desde pequeño que era una persona asiática, pero no entendía por qué por esa razón iban a deslegitimar lo que yo, en aquel entonces, consideraba que era mi hogar, colocándome siempre en esa otredad.

Descubrí que me colocaban en esta otredad con algo tan insignificante como jugar a los Power Rangers con mis amigues y que siempre me tocara la Power Ranger amarilla. Que en clase cantáramos “Chinito de amol” y que parte de la coreografía consistiera en achinarse los ojos con los dedos y que la profesora, con las sobrevaloradas mejores intenciones, me dijera que no hacía falta que me los achinase porque ya los tenía así.

Me acuerdo de una escena de la película biográfica de Bruce Lee del año 1993 interpretada por Jason Scott Lee donde está en el cine viendo una proyección de “Desayuno con diamantes” (Blake Edwards, 1963), concretamente la escena en la que aparece el actor Mickey Rooney interpretando a Mr. Yunioshi haciendo yellowfacing. Durante la escena, toda la sala, llena de personas no racializadas, estalla en carcajadas. Pero Bruce Lee empieza a sentirse incómodo, no solo por el contenido racista de la película, sino por la reacción del público, que despierta en él el conflicto identitario entre verse a sí mismo como una persona asiática frente a cómo se veía a través de la mirada blanca. Salvando las distancias, William Edward Burghardt Du Bois lo llamó la doble conciencia en 1903, en su obra “The Souls Of Black Folk”. La doble conciencia “produce una sensación peculiar; el sentido de verse a sí misme siempre a través de los ojos de otres, de medir su propia alma con el metro de un mundo que lo mira con entretenido desdén y pena”.

La autoconciencia de esta doble conciencia me llevó a pensar que cuando me mandaban a “mi puto país” se referían al país donde había nacido: Taiwán. Ahí nadie me racializaría. “puto chino maricón” sería maricón  a secas. Y con eso ya tenía suficiente en mi plato.

Llevado por la romantización de esa reconexión con las raíces que muestran películas como “Go Back To China” (2019), de Emily Ting, o “The Farewell” (2019), de Lulu Wang, hace más de medio año decidí irme a Taiwán en busca de esta reconexión “con mis propias raíces”. Y, como en una de esas películas de intercambio de cuerpos tipo “¡Este cuerpo no es mío!” (Tom Brady, 2002) o “Ponte en mi lugar” (Mark Waters, 2003), me desperté en un cuerpo que no racializaban, donde me miraban “como a uno más”, me trataban como “esa persona” sin pensárselo dos veces. ¿Ser visto como un lío de una noche sin ningún tipo de fetichización o demonización? ¡Qué episodio más intrigante de “Black Mirror”! Y qué peso te quitas de encima al desarmar un cuerpo que siempre ha estado en resistencia.

Pero a pesar de ello seguí sintiéndome extranjero. Para empezar, Taipéi no era el mismo Taipéi de mis recuerdos ni el Taipéi que aparecía en los vídeos caseros almacenados en cintas VHS. Me sentía extranjero cada vez que miraba los menús en los restaurantes y tenía que sacar la aplicación de Google Translate para escanear los caracteres; cuando me sentía incapaz de expresarme en las conversaciones o veía las caras de confusión cuando decía que venía de España y me preguntaban, como Karen Smith le pregunta a Cady Heron en “Chicas malas” (Mark Waters, 2004), que “si era de España, ¿por qué no era blanco?”. Echaba de menos a mi familia elegida y el hummus del Mercadona. Envidiaba además a las personas racializadas migrantes que sí llegaron a encontrar su lugar al volver. No es que no reivindicara mi racialitud y mis raíces, sino que no habían cumplido mis expectativas ni me habían sacado de la otredad. Empecé a entender a Facundo Cabral cuando cantaba “No soy de aquí, ni soy de allá”, a entender mi identidad como una identidad fluida, una identidad no cuantificable y heterogénea (como dice Quan Zhou y explica en “Breve introducción a las identidades fluidas”); que era un hijo del camino, como diría Lucía Mbomio. Empecé a entender que este “puto país” era un proyecto en construcción y que no necesariamente tenía dirección ni era un punto específico en Google Maps ni significaba que no estaba reivindicando mi racialitud y mis raíces si no me sentía ni de ahí ni de allá. Existía, sin esa necesidad innata de fijarlo en un lugar con cimientos. ∎

Compartir

Contenidos relacionados