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uando fui a ver “Titane” (Julia Ducournau, 2021), a principios de noviembre y en un cine español, viviendo yo encima en París –pero faltando a la cita francesa con una película francesa–, armada de un poco de desgana y postergación, creía que no me iba a gustar; no había visto “Crudo” (2016), que busqué después, y si hubiera ido con “Crudo” en la cabeza tampoco mis ánimos habrían sido distintos. Salí del cine encantada, con esta extraña fascinación por los objetos que engrasan algún mecanismo en la cabeza y provocan el surgimiento espontáneo de nuevos pensamientos, ideas, uniones raras. Pensé, encima, que la lectura que yo hacía de la película era más o menos novedosa, y que si escribía algo sobre ella no estaría transitando por terrenos demasiado trillados. Algunos críticos de cine, como son críticos de cine, tienden a una especialización excesiva; pasa lo mismo con los críticos literarios y los críticos musicales: cada uno compara los artefactos de un campo dado con otros objetos de ese mismo campo, y así las películas se parecen siempre a otras películas, o están en relación particular con la obra de un mismo autor, ad infinitum. Esta clase de reflexión recursiva es interesante, sí, pero no la única, y la crítica a través de la filmografía de una autora llega a tal punto que empieza a aburrir, sobre todo si solo se dedica a desvelar referentes con tal de hacernos ver lo muy leído o esforzado que es el crítico. No más críticas de “Titane” sobre “Crash” de Cronenberg o comparándola con otras películas del nuevo extremismo francés. No más. ¡Basta!
Luego sacaré algunas referencias, pero considero de primeras que no es necesario caer en la referencia constante con tal de desarrollar algún tipo de pensamiento: a mí me pareció que “Titane” podía leerse como una película sobre la mirada generizada, o sea, la mirada masculina y la mirada femenina, y cómo esta mirada se encarna muy concretamente en la cámara y en la labor de la dirección. El comienzo de la película, con los bailes eróticos automovilísticos de varios personajes, culminando luego en las escenas de sexo con los coches, bastante curiosas y resultonas, tiene un lado porno que nos acerca de lleno a la noción del male gaze, y lo hace sin titubeos: a quien hay que imaginarse es a Ducournau subvirtiendo al colocarse en la posición de quien observa como lo haría un hombre deseante. Y, dentro de esa posición, Ducournau juega el mismo juego que su protagonista, que se ve obligada a esconder sus pechos con gasa y cinta adhesiva, haciéndose daño y heridas constantes, integrándose dentro del grupo de los hombres, yendo más allá de la mirada que ellos proyectan hacia las mujeres y convirtiéndose para ellos en otro tipo de objeto, incluso de camaradería. Entre las cosas más bonitas de la película está la relación que ella adopta con su nuevo padre. Ni ella es su hijo ni él es su padre, pero ambos necesitan que el otro lo sea, y lo aceptan y lo asumen sin más miramientos, con una desesperación en la que en medio de gasolina y brutalidad surge de golpe lo humano. Es verdad que hay escenas que hacen apartar la mirada, pero quizá ninguna lo haga tanto como lo logra la ternura.
Este juego de género (que es también, como digo, un juego de cámara) es de lo más interesante, porque convierte el género en una tecnología, en algo interpretado, teatralizado, reificado; más aún cuando observamos cómo el padre, modelo de la masculinidad, se inyecta esteroides todas las noches, demostrando que su masculinidad es igual de mecánica y forzada que la masculinidad de la protagonista. Como diría Butler, no hay género sin engaño, y el engaño persiste y se desvela como técnica. Por las grietas, mientras tanto, se cuela su artificialidad.
Al final nunca escribí esa crítica y perdí hasta la hoja en la que había apuntado todas mis ideas: las que permanecen aquí son aquellas de las cuales me acuerdo. Pero la memoria de “Titane” volvió a aparecer cuando escuché “Saoko” y vi su videoclip. No comparten estrictamente temáticas sobre paternidad o género, no, pero sí tienen algunos rasgos comunes en su culto a la velocidad, a lo mecánico, que no disgustaría a Marinetti ni al resto de los futuristas: un automóvil que parece correr sobre metralla es más hermoso que la Victoria de Samotracia. “Saoko” me pareció una fantasía entre lo dadá y la temeridad, un canto ya no al hombre, sino a la mujer que es dueña del volante; y si vemos en “Saoko” esa fantasía futurista, habremos de reconocer que opera una subversión similar de la masculinidad de las vanguardias que la que ejerce Ducournau con la mirada de cámara masculina en “Titane”.
“Saoko” es también un canto a la transformación, a una suerte de purga o despojamiento mental, al lenguaje que abandona su sentido estricto y se convierte en una asociación radicalmente libre. Es una canción tremendamente entretenida que ofrece dos cosas: ganas de bailar y ganas de montarse en una moto,vroom, vroom, como si fuéramos Charli XCX pitando el claxon. Yo saludo este nuevo camino de Rosalía, despojado de la coherencia y sentido que solíamos exigir, y la descarga alocada y caótica que degenera en jazz me exalta. “Soy todas las cosas / yo me transformo”, canta en un momento dado: se apodera de todo, lo reinterpreta, lo desguaza. Quizá no sea casualidad que grandes creadoras reflexionen, de forma consciente o no, sobre los principios mismos de su creación artística. El mundo hoy permite ese tipo de odas a la transformación, al paso del no-ser al ser, a la ruptura. Y ya. Nada de esto está contenido en las obras a las que me refiero, por supuesto. Pero es que “omnis mundi creatura / quasi liber et pictura / nobis est, et speculum”. Todo es un espejo que nos refleja. Y a los espejos reflejándose al infinito, como a la pámpara que coge la tela y la corta, nada los puede parar. ∎