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a música está por todas partes. A golpe de clic. Accesible, infinita. No solo en festivales, bares o salas, también en tiendas, supermercados, hoteles, centros comerciales. En cada vídeo de publicidad, película, evento y programa. Hasta en los ascensores, como previera Brian Eno. Nunca antes en la historia como ahora, la música había estado tan presente en nuestras vidas. Tan presente que a menudo está ausente, ni nos damos cuenta de que está. Es nuestra banda sonora para cada momento del día, pero también el ruido de fondo que nuestros oídos discriminan, relegan, silencian.
Se consuma la peor pesadilla de la música: ser consumida hasta consumirse. Ha perdido su “aura”, como escribía Walter Benjamin en “La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica” (1935). Todo lo que se repite en demasía, toda creación de la que se hace copia va desgastando esa aura sagrada que la hace única. Por eso, los conciertos conservan el aura, porque son irrepetibles. Por eso, los echamos tanto de menos ahora que escasean. Son uno de esos ritos que nos conectan con una experiencia trascendente.
No hace mucho, Javier Corcobado grabó junto a 42 músicos, entre los que me encontraba, una “Canción de amor de un día” de 24 horas de duración que retaba al oyente acelerado y disperso a pararse a escuchar. Con tiempo. Como escuchábamos antes un vinilo de principio a fin, delante del plato, esperando para darle la vuelta, o si era en CD, al menos esperando hasta el final. Hoy solo escuchamos canciones sueltas, a veces sin la paciencia de dejarlas terminar. Pero el romántico, utópico y pantagruélico proyecto corcobadiano caía en su propia trampa. Cualquiera que intentase escucharlo todo acabaría por no escuchar nada.
La tragedia de la música actual es esta paradoja de la omnipresencia. Es accesible para todos, por eso resulta accesoria. Se la oye y consume, más que se la escucha. Es apreciada pero se ha depreciado. Hay estrellas millonarias, pero millones de trabajadores de la música que viven en la precariedad. Las plataformas digitales, las telefónicas, las televisiones, las grandes empresas se forran con el trabajo de esa clase trabajadora que recoge las migajas. Es omnipresente, y sin embargo, está ausente. Ausente de las políticas culturales, los marcos legales, las ayudas por la pandemia; ausente en las salas, festivales y conciertos que el coronavirus ha dejado desiertos sin que las autoridades busquen las soluciones creativas que se han buscado en otros sectores.
La pandemia, que ha puesto de manifiesto todas nuestras carencias como sociedad, ha desnudado también las brechas y grietas de la industria musical. En la cuarentena, los músicos y las músicas han regalado conciertos que han disfrutado millones, pero solo han dado dinero a los intermediarios; las redes sociales que viven del contenido que les damos gratuitamente. Al mismo tiempo que se ponía en valor la importancia que tiene la música en nuestras vidas, se devaluaba inconsciente e indirectamente lo que vale hacer música. Nos resulta valiosa pero no valoramos lo que cuesta, lo que les cuesta a los músicos, técnicos, productores, mánagers, promotores o distribuidores. A todos los que hacen posible que nos llegue. En todo este año de confinamientos en los que la música nos salvaba, la música no ha recibido ninguna respuesta política que la salve.
En nuestro país es flagrante el abandono. Hay industria musical pero parece que no hay obreros trabajando en esa industria. No hay un estatuto específico, no hay convenios y las contrataciones están plagadas de irregularidades. Solo ahora empieza a haber sindicatos propios movilizados por unos pocos, pero para el sindicalismo mayoritario, los músicos no existen como trabajadores. Tampoco hay ayudas como las que reciben otras industrias culturales. No hay salvavidas cuando el barco se hunde. La música está en todas partes, pero los curritos de la música en ninguna.
La gran paradoja es que se deje morir algo que resulta tan vital. Tampoco como sociedad somos conscientes. Amamos la música, pero la damos por hecho y la descuidamos, como a una pareja que va a estar ahí para siempre. La música seguirá, pero corre peligro la clase obrera que la hace posible, ese tejido que forma la red que la sostiene, las salas y bandas pequeñas de la que se nutren los grandes, muchos festivales que no aguantarán el tirón y el subsuelo del que brotan las propuestas más audaces que luego el mercado absorbe. No solo se pierden trabajos, se pierde esa base que hace que la música no sea solo un producto, previsible y prescindible, que lo llena todo pero no sacia y nos obliga a seguir devorando canción tras canción.
La misma desaparición de esta revista en papel no es solo debida a la crisis del formato, sino también a esa manera de consumir música como si fueran guisantes. Por eso hay que celebrar que vuelva una revista que le dedica tiempo y atención a la música, que la distingue del ruido de fondo y que aprecia la música en lo que vale. ∎