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Firma invitada / Libre albedrío

Canciones de amor y vocación

13. 06. 2023

Again”, de Lenny Kravitz: mi primera canción de amor, la encargada de aportar las palabras que yo no era capaz de encontrar y que encajaban a la perfección con mis emociones adolescentes del momento. All of my life, where have you been?, cantaba Kravitz. Y así me sentía yo, como si aquel primer amor marcara el inicio real de mi vida y todo lo anterior hubiese sido el preámbulo del gran acontecimiento que estaba a punto de experimentar.

Mi primer novio era músico. Era el mejor guitarrista del colegio, quizá el único. Se sabía los solos de Hendrix al dedillo y encima era guapo. Tenía ese aire misterioso que tantas veces acompaña a los músicos tristes. Muchas tardes quedábamos en su casa para pasar el rato. Me llevaba al garaje, su local de ensayo, y ahí yo me tumbaba en el sofá a contemplarlo absorta mientras él tocaba, cautivada por su irresistible aura de artista torturado. Aunque ya había empezado a tomar clases de canto, jamás me atreví a cantar nada con él, tal vez no fuera consciente todavía de lo que la música significaba para mí. Por aquel entonces, no tenía ninguna amiga con la que compartir mi vocación, todos los grupos de música estaban formados por chicos. Nosotras íbamos a sus conciertos, pero siempre en calidad de fans, nunca como artistas. Me sentía como una animadora anhelando en secreto chutar la pelota.

Pocos años después tuve un segundo novio: Remi. Remi era parisino. Le conocí en un viaje de Interrail por Italia y Grecia. Coincidimos casualmente en varios puntos de nuestro viaje, hasta el punto de acabar los dos aterrizando en la misma isla griega, Icaria, y pernoctando en la misma playa. No soy muy supersticiosa, pero en este caso admito que me sorprendió la coincidencia. Con 19 años, durmiendo bajo cielos estrellados en medio del mar Egeo, el enamoramiento fue rápido, y ello nos llevó a iniciar una correspondencia por email que se alargó nada más y nada menos que un año. Hablábamos de todo y nada. Yo todavía no sabía qué hacer con mi vida. Me había matriculado en Comunicación Audiovisual sin estar muy convencida. Hubiese preferido estudiar música o cine, pero aún tenía esa sensación: la de que el oficio artístico no era para mí, sino para unos pocos elegidos que sabían más y de los que yo no formaba parte.

Remi, algunos años mayor que yo, me animó a que aparcara la carrera y fuera a París a pasar un año sabático. Pensó que sería bueno para mí salir del nido, de modo que volé al suyo y me fui a vivir con él y con sus padres, una encantadora pareja de sociólogos de las afueras de la capital francesa. Él también era sociólogo, poeta, pianista, compositor y no sé cuántas cosas más. Yo estaba fascinada con Remi y nuevamente adopté mi papel de animadora musical. Él tocaba; yo miraba. Pero la cosa cambió cuando apareció su vecina: Fanny. Era buenísima: tocaba muy bien la guitarra y su estilo me recordaba al de Ani DiFranco. Al contrario que con mis novios, con ella enseguida me sentí cómoda para cantar. Por fin había encontrado una amiga que podía convertirse en referente para mí y en la que podía ver reflejado mi mismo entusiasmo por la música. Una compañera que, en lugar de dejarme en las gradas, me invitaba a jugar. Tardamos poco en hacer buenas migas y sin darme cuenta se convirtió en mi mentora, la responsable de que yo también me animara a crear mis primeras canciones.

Escribiendo sobre esto, veo que en muchas ocasiones he mezclado el amor por la música con el amor romántico. Supongo que es algo que nos pasa a muchos. Cuando conocemos a alguien, por poco melómanos que seamos, compartimos canciones. Antes grabábamos un casete o un CD para regalárselo a esa persona que nos gustaba; ahora hacemos playlists de Spotify. Usamos la música como catalizador emocional, ya que a veces compartir una pasión, o simplemente una canción, puede ser motivo suficiente para decidir quedarse al lado de alguien.

El amor tiene muchas formas y precisamente sobre esta idea giró la charla que tuve el pasado 14 de mayo con la escritora Eva Baltasar, autora de libros como “Permafrost” (2018), “Boulder” (2020) o “Mamut” (2022). Nos invitaron a participar en un vermut poético celebrado en el marco del festival En Altres Paraules. El evento consistía en establecer un encuentro en el que se supone debíamos analizar las cosas del querer a partir de textos literarios y canciones, mientras el público disfrutaba de un delicioso vermut en la azotea del CaixaForum barcelonés. En aquella charla hablamos sobre el amor por la literatura y por la música, sobre el amor propio, etc. Sin embargo, para mi sorpresa, cuando me puse a buscar entre mis referentes musicales canciones que trataran la temática del amor desde distintos ángulos, solo encontré canciones de desamor. Sin duda, las canciones de cuando el amor termina han tenido mucha más fuerza en mi vida que las que celebran su inicio.

En mi trayectoria como hacedora de canciones no me he permitido mucho cantarle al amor. Me parecía un tema demasiado recurrente, un cliché en el mundo del cantautor que debía evitar a toda costa. Es difícil ponerse romántica sin sentirse cursi o ingenua. Este fue uno de los primeros debates que tuve con David Rodríguez (La Estrella de David), al que conocí en el asiento de atrás de la furgoneta de La Bien Querida, volviendo a Madrid desde Illa de Arousa, donde se celebra el Atlantic Fest. Él me preguntó que por qué cantaba a las brujas y a los astros, que por qué no hablaba de amor. Le contesté que no era cierto, que el amor casi siempre estaba en la esencia de mis canciones aunque no apelara a él directamente. La cuestión es que su pregunta me hizo pensar y acabó convirtiéndose en un reto tratar la temática amorosa de forma menos metafórica, o como dice David: tocando hueso. Bajo esa premisa, me quedé a gusto con mi último disco, en el que todas las canciones, sin excepción, hablan del asunto. Ahora pienso que una vez quitado ese tapón, un prejuicio que seguramente escondiera cierto temor a tratar temas dolorosos, ya no seré capaz de cantar sobre otra cosa.

“Nunca dejes de hacer nada por miedo”, me dijo una vez la madre de mi primer novio, el de los solos de Hendrix. Curiosamente, con ella sí había compartido mi deseo de cantar. Así que un día se animó a acompañarme a una jam session que se celebraba en la sala Jamboree de Barcelona todos los viernes. Era una jam para cantantes. Ibas allí con tus partituras, se las repartías a los músicos, siempre hombres, y ellos empezaban a tocar tu canción con cierta desidia, generando un efecto karaoke de lo más incómodo. Segundos antes de entrar por la puerta del Jamboree, quise dar media vuelta. La verdad es que era tan grande el deseo de cantar como el terror que me provocaba. Y en ese momento fue cuando mi suegra soltó esa sabia frase que a mí se me quedó grabada como un mantra. Tenía razón: el deseo y el miedo muchas veces van de la mano. Lo entendí, me armé de valor y salí al escenario dispuesta a combatir el pánico, agarré el micro y con voz temblorosa canté una de mis canciones favoritas del momento: “Nature Boy”, de Eden Ahbez​. En su estribillo, un extraño joven de mirada triste vuelve de un largo viaje con una conclusión que a día de hoy suscribo: “The greatest thing you’ll ever learn, is just to love and be loved in return”. ∎

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