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uando era pequeña me aterraba la idea de que Dios existiera. Me inquietaba aquello de que fuera omnipresente, capacidad que le permitía verme y escuchar mis pensamientos a todas horas y en cualquier parte. Algunas noches, cuando me iba a dormir, me sentía extrañamente tentada a proferir palabras de odio contra él. Cerraba los ojos e insultaba al Señor para mis adentros. No lo hacía con mala intención, se trataba de un reto personal, pues en aquel momento insultar a Dios era para mí un acto de lo más temerario y, por ello, tentador. Durante aquellos segundos de blasfemia, protegida bajo las sábanas, me sentía valiente, libre, capaz de enfrentarme a cualquiera. Pero pasados pocos minutos aparecía la duda y el remordimiento: “¿Y si es verdad que Dios puede leerme la mente? ¿Y si se enfada o me castiga por lo que he pensado sobre él?”. Entonces, inmediatamente me redimía de mis pensamientos y le pedía perdón, esta vez en voz alta, para asegurarme de que me escuchara.
Pero mi relación con Dios no estuvo siempre ligada al desafío. A los diez años me propuse durante un año ir a misa todos los domingos. No sé de dónde surgió aquel compromiso devoto, ya que mis padres, a pesar de ser cristianos, no solían pisar la iglesia. De modo que me iba yo sola a la misa de las doce y allí me dejaba mecer por el sonido abstracto de las palabras del cura, cuyo significado era imposible de descifrar a causa de la mala acústica del espacio y del pésimo sistema de microfonía. Por aquel entonces, yo imaginaba que aquella reverb inmensa, ese sonido difuso que se alejaba de las palabras del mosén Ramon propagándose por la cúpula del edificio, era el verdadero Dios manifestándose.
Ravi Shankar decía que el sonido es Dios (“Nada brahma”), afirmación que más adelante suscribió George Harrison. Esto quiere decir, en palabras del mismo Shankar, que “el sonido y la música son solo intermediarios que nos acercan a la realización del Ser, elevando nuestra esencia interior hacia la paz divina y el éxtasis”. Así, según la tradición india, el propósito más elevado de la música es reflejar la esencia del universo, cuyo conocimiento es una de las metas fundamentales a la que puede aspirar un hindú en su vida. En resumen: a través de la música uno puede llegar a Dios. Esta concepción de la música poco o nada tiene que ver con la occidental, cuyo propósito parece ser más bien el de reflejar nuestra propia esencia (con suerte), nuestro desasosiego interior o simplemente devenir en vehículo, sujeto a una determinada estética, de canalización emocional o lucimiento personal.
En 2015, abrumada por una de mis habituales crisis existenciales, decidí interesarme por estilos de música desvinculados de la industria musical. Ese mismo verano asistí por casualidad a un taller de música dhrupad impartido por los hermanos Gundecha, principales divulgadores de este género a nivel internacional. Aprendí que el dhrupad es la forma más antigua de la música clásica indostánica (del norte de la India). La palabra deriva de dhruva, que significa “inamovible” o “permanente”, como la Estrella Polar (dhruv tara), y pada, que hace referencia a un tipo de verso poético. Estamos hablando probablemente de uno de los géneros clásicos indios más exportados a Occidente, pues la “Raga Bhimpalashi” con que Ravi Shankar inició su concierto en el Monterey Pop Festival en 1967 se desarrollaba en este estilo.
La columna vertebral del dhrupad, y de la música hindú en general, es el raga. Me cuesta explicar lo que es, ya que no hay un equivalente en la música occidental. Sería algo parecido a lo que entendemos por modo o escala musical solo que con unos cuantos requisitos más, como por ejemplo el hecho de que cada uno de ellos esté asociado a un estado de ánimo o a un lugar o momento del día concretos. Hay cientos de ragas para el amanecer, y para antes y después de este; para las diferentes horas de la mañana, el mediodía, la tarde… Hay ragas para días lluviosos, para las distintas estaciones del año; ragas masculinos y femeninos...
Algunas de las indicaciones que me dieron los hermanos Gundecha se daban de bruces con lo que había aprendido hasta el momento en mi camino de cantautora (otra decisión temeraria…). Por ejemplo, no dejaban que me emocionara al cantar, pues los intérpretes debemos vaciarnos de nuestros propios sentimientos para transmitir aquella emoción propia del raga sin dejar que nuestra subjetividad intervenga. También me prohibieron los vibratos, la voz debía ser firme y clara, y me insistieron en cantar con la garganta, pecado capital para la técnica vocal occidental.
Aun así, mi tímido acercamiento a este estilo de música dejó huella y al año siguiente decidí viajar a Katmandú para realizar un curso de quince días con los maestros Sou Inoue y Vishal Bhattarai, ambos discípulos de los hermanos Gundecha. Supongo que la Maria devota de los diez años resucitó de nuevo ante esos cantos tan lentos, tan afinados y concentrados, con sus infinitas sutilezas de modalidad y microtonalidad, fusionándose con la vibración de la tanpura, un instrumento indio de cuerda pulsada que se usa para mantener sonidos zumbantes constantes. Y una vez más, el sonido de aquellas notas largas consiguió meterse dentro de mí, generando un efecto meditativo y permitiéndome escapar por unos instantes del ajetreo de la ciudad, siempre tan rápida, tan loca. Pues como decía también Shankar: “Es muy difícil ser un santo, pero la música permite ver y disfrutar de la belleza, llegar a la espiritualidad”. Sea lo que sea.
Nunca he sabido responder a la pregunta de si soy o no una persona espiritual. Lo que sí puedo decir es que si alguna vez he tenido alguna experiencia de tinte más o menos trascendental, ha sido en presencia de la música, ya fuera como intérprete o como oyente. Supongo que se trata de mi vehículo “natural” de conexión con el “más allá”, o con el “menos aquí”. No se me olvidará nunca la vez en que mi madre, tras un concierto en la sala Apolo de Barcelona, se acercó después del show y me dijo: “Maria, hija, solo te veo verdaderamente en paz mientras cantas”. ∎