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scribo esto el día del cumpleaños de Diego Armando Maradona. Desde que murió no solo recuerdo las fechas importantes de su vida sino que es un talismán para diferentes problemas. Estoy en Barcelona. La aerolínea perdió mi maleta (en realidad, dejó la totalidad de las maletas en Cracovia, de donde partió el vuelo, como un episodio de “Lost” o “La dimensión desconocida”: no puedo dejar de pensar en esa bodega vacía). Llamé a mi chico (marido, pareja, cómo llamarlo después de los 40) para que le pusiera una vela a Diego: él iba a ayudar con la maleta. Le puso una vela a mi taza de café, que tiene una ilustración suya con la camiseta argentina de la selección argentina. Ya recibí la noticia de que está en camino. Quizá llegue, quizá no. Cómo confiar en una aerolínea. Pero confío en Diego.
Por supuesto que ya discutí con amigas feministas sobre Maradona (yo soy feminista, pero creo que Diego excede la cuestión y no me interesa argumentarlo) y con amigos desdeñosos, especialmente europeos, claro, que dicen que “era un chiste”.
Vayan a decir eso a Nápoles. Eso del “chiste”.
En fin.
Esta columna no va de Diego, sin embargo, sino de los rituales y de la gente que amamos incondicionalmente y jamás conocimos. Hace unas semanas, también, estuve en el festival de Sitges, donde le hicieron un homenaje a “Tron” (1982), la película, y donde compré varios pósteres de “El gran Lebowski” (1998). Por un momento pensé: “Quizá traigan a Jeff Bridges de invitado secreto, por la cuestión ‘Tron’, y al fin pueda decirle que es uno de los amores de mi vida”. No me da pudor con él. Pocos lo saben, pero Bridges pasó estos últimos años con cáncer y, cuando estaba haciendo la quimioterapia, casi sin sistema inmune, tuvo COVID. Casi se muere. Yo, como ritual, lo escuchaba todas las mañanas cantando “Brand New Angel”, una canción preciosa de “Corazón rebelde” (2009), la película con la que ganó el Óscar en 2010. Era Bad Blake, un cantante de country en problemas, con su preciosa novia joven –Maggie Gyllenhaal–, su cuerpazo de hombre excesivo, ese pelo fabuloso, las canas como trofeo, los ojos azules escondidos, como agotados de tanto mirar el sol. Amo la música country y Jeff era, en esa película, una especie de Kris Kristofferson menos rígido y por supuesto más joven. Por mi edad, el Jeff que me enamoró fue el de “El rey pescador” (1991), de Terry Gilliam, y “Corazón roto” (1992). Un hombre hermoso, distante, de pelo largo, difícil, inalcanzable, consciente de su atractivo demencial y al mismo tiempo muy bueno, muy talentoso, un actor extraordinario. Siempre se pareció a un león: la melena, la boca amplia de labios finos, una obvia pereza y el despliegue de fuerza física cuando hace falta. En 2010 escribí en un diario: “Hippie rico, fumón, pinta de ‘surfer’ californiano, hombre de Los Ángeles e hijo del ‘show business’, todas cosas que resultarían un poco odiosas si fuera otro, pero a él le quedan perfectas porque no hay nadie más ‘cool’, porque Jeff Bridges es el hombre capaz de apoyar una de sus enormes manos en el hombro y se siente la calma y se mira la puesta de sol en Malibú y de repente parece que vivir está muy bueno y que la espalda de Jeff Bridges es un milagro de la naturaleza, puro poderío y ternura”.
Siempre lo quise mucho. Me costó entender “El gran Lebowski”, pero, cuando lo hice, lloré de risa como una niña y ahora la veo seguido siempre que puedo y cito “It’s just your opinion man” más en mi mente que en la vida real para no resultar una chiflada. Ahí está Jeff siempre abierto de piernas, cómodo, los anteojos oscuros, Walter, Donny, los bigotes manchados de leche, la alfombra, viajando en sus drogas livianas, su trago horrible, su bowling, los nihilistas. Qué película maravillosa. Pero Bridges también puede ser el inestable y suicida de “El rey pescador” o Ted Cole de “Una mujer difícil” (2004), adaptación de la novela de John Irving donde es un padre que perdió a sus hijos y no puede consolar a su esposa, ni consolarse. Entonces se desvanece, pero a la vista de todos porque se la pasa medio desnudo y con una presencia tan contundente que cuesta entender que no hay nadie o casi nadie allí, en todo ese espacio que ocupa.
Canta, hace unas fotos extraordinarias, su website es una dicha –recuerdo un post llamado “Las peores tapas de vinilos” y eran imposibles de creer–, colecciona discos. Hace 45 años que está casado. Estuvo en “Anónimos” (2003) con Bob Dylan y en “Tideland” (2005), también de Terry Gilliam, una de las películas más macabras y menos comentadas de la que tenga noticia, en la que durante la mayor parte del tiempo interpreta a un cadáver. Eso, a un cuerpo que se pudre delante de su hija pequeña en un lugar perdido de Texas. En 2016 hizo una de mis películas favoritas: “Comanchería”, de las más inteligentes reflexiones sobre la pobreza y el límite al que arrastra la injusticia. Hace poco vi “La última película” (1971) en pantalla grande y pensé: “Desde que él hizo a Duane Jackson, ese adolescente infantil y atrevido, nadie puede evitar imitarlo cuando intentan hacer a un chico lleno de orgullo e inseguridad”.
Ahora acaba de estrenar “The Old Man”, una serie de acción que está bastante bien pero sobre todo porque él es, como siempre, hipnótico, impredecible, hermoso. Y ahora confieso mi ritual. En estos dos años de enfermedad (de Jeff), además de escuchar esa canción todos los días googleaba su nombre antes de dormir para comprobar que seguía vivo. Todas las noches. Vi su foto con el perrito que adoptó, pelado por la quimioterapia –había muchos fans impresionados, pero seguro que no lo habían visto como el malo malísimo, y también calvo, en “Iron Man” (2008)–. Lo vi ya recuperado, llevando a su hija al altar, con rulitos de pelo postratamiento. Ahora volvió a la melena de gran felino. ¿Por qué necesitaba con tanto fervor que se recuperara? No lo sé. Me hace feliz Jeff Bridges. Me divierte. Me erotiza. Me deslumbra. Me parece que es un hombre alegre y complicado. Quiero estar con él y ser como él.
En YouTube, durante alguna noche de insomnio, lo vi hablar de su recuperación con no sé quién, no importa. Y contaba que en sus seis semanas internado con COVID los médicos le decían: “Jeff, tenés que pelear, no estás peleando lo suficiente”. Y él les contestó una de las cosas más sensatas, inteligentes y compasivas que escuché decir a una persona pública en mi vida: “Yo les contestaba: ‘¿Contra qué debo pelear, man? Yo estoy entregado a esta cosa. Yo no me puedo mover ni respirar. Estoy atravesando la experiencia y rendido. ¿Qué quiere decir ‘pelear’ contra una enfermedad, además? Es encontrarse con la mortalidad y eso es trascendente, pero no es una lucha’”.
Y tiene razón. Por cada imbécil que a un depresivo le dice que se levante de la cama y salga al sol, que a un enfermo de cáncer le explica que tome determinados aceites o le dice que su tumor se debe a algún error en vidas pasadas, por cada vez que ante una enfermedad alguien exclama “fuerza”, me gustaría mostrarles a este hombre, un actor apenas, un hombre decente, afirmando que nada tiene que ver la voluntad con estar enfermo. Que las ganas de vivir no bastan. Que no hay boxeo ni golpes. Que solo hay esa sonrisa que a él le quedó una vez recuperado, con más arrugas, con la seguridad de que quienes te quieren te van a extrañar, con una alegría inocultable en la risa.
A veces pienso que mis pequeños rituales lo ayudaron. Son tonterías, ya lo sé. The Dude abides, siempre.
Posdata: A los fans del country les recomiendo su show en Austin City Limits en 2011, está en YouTube. Como decimos en Argentina: la rompe toda. ∎