Quizá ser Lou Reed es un poco cansado. Casi tanto como cansino es otro texto sobre Lou Reed. Es posible que, durante un tiempo, Lou Reed no quisiera ser Lou Reed. Y que yo no encuentre otra canción sobre febrero.
Este texto arranca con Lou Reed en febrero y acaba el día que me cruzo en persona con Lou Reed y él casi acaba (es un decir) conmigo.
En febrero de 1989, época de gloria de mi carrera literaria: ganaba implacablemente los Juegos Florales de EGB, Lou Reed tiene aún más pinta de empollón que yo; lleva unas gafas con montura ovalada de alambre, más parecidas a las de un esbirro de IBM que a las de un estudiante vienés. Más que a brillantina y a cuero, huele como a Moussel y a polvos de talco. ¿Quién dijo que el chándal es la prenda que uno se pone cuando pierde el control sobre la propia vida? Bien, pues él lleva algo aún más cómodo: pantalones comando con cuatro bolsillos (sus pocos amigos temen porque se sume a la moda de las riñoneras). Se ha casado con Sylvia Morales y ya no sale de safari urbano, navaja y rímel, por las noches. Ha dejado las drogas. Incluso canta sobre las nuevas tecnologías y ha intentado alcanzar el éxito masivo con una canción sobre un joystick rojo (con una doble lectura sexual que le parecería barata hasta a Amistades Peligrosas). Bueno, a otros les da por correr. Un momento, que no he acabado: lleva mullet. A mí no me desagradan ni los chándales ni el mullet, pero me hacen gracia en Lou Reed.
Y, sin embargo, hace tan solo unas semanas ha lanzado “New York” (1989), el que se convertirá en uno de sus mejores discos. Un álbum que, por incluir, hasta incluye una canción sobre el mes de febrero: “Xmas In February”. Navidades en febrero. Un disco donde aparecen tanto personajes marginales como los nuevos dueños horteras de la ciudad, con sus nombres de dibujo animado, de Rudolph Giuliani a un tal Donald Trump. Un disco temático sobre su ciudad justo cuando menos intensamente la vive. Él no lo sabe, pero quizá le suceda aquello que escribió Fitzgerald en “Hermosos y malditos”: “Uno se da cuenta de que tiene las uñas sucias cuando se lava las manos”.
Da igual que no la trate tanto últimamente, porque la conoce. Quizá él esté más tranquilo, pero su ciudad no lo está: años de epidemia de crack, aumento de la pobreza en un 25%, arden fincas enteras en Harlem para cobrar el seguro. Mientras, los yuppies se enharinan los hocicos, se tienden tarjetas con cartulina de alto gramaje y estrenan chándales caros para salir a hacer footing.
Un 19 de abril de ese mismo 1989 una mujer blanca trota por la parte menos recomendable de Central Park, cerca de Harlem, y la atacan de forma brutal. La violan múltiples veces y la golpean atrozmente. Tiene un nombre: Trisha Meili. Se dice que ha perdido un 75% de sangre del cuerpo. Las prendas de ropa están teñidas de rojo. Esa misma noche la policía cree que ha arrestado a los culpables. Entre ellos, Yusef Salaam, un chaval negro que tiene quince años cuando alguien pide que lo ejecuten. A él y a sus cuatro compañeros: Los cinco de Central Park.
Desde sus oficinas de la Quinta Avenida, un millonario de cadera ancha y pelo débil suele asomarse a la ventana para ver el extremo opuesto de Central Park. Cuando se entera de la noticia, la ve como una buena forma de azuzar el fuego de la tensión racial que le permita limpiar la ciudad. Se gasta 85.000 dólares en poner el siguiente anuncio en diarios como ‘The New York Times’: “Devolvednos la pena de muerte. Devolvednos a la policía”. Faltan tres años para que este tipo aparezca en un breve cameo en la película “Solo en casa 2”. Lo curioso es que, gracias a ese mismo discurso, tres décadas después tendrá un botón de Coca-cola para pedir su bebida favorita en el Despacho Oval de la Casa Blanca.
Los acusados, por cierto, eran inocentes, aunque pasaron unos buenos años entre rejas.
Decíamos que en esa época Lou Reed ya canta sobre Donald Trump, y sobre otros villanos de los áticos neoyorquinos, en su nuevo disco, aunque también lo hace sobre Joey Díaz o Romeo Rodríguez, personajes del subsuelo de la misma ciudad. Pobre Pedro, 2000 dólares por una habitación. Rubén Blades y Lou Reed, los mejores escribiendo crónica con nombres concretos. Canta en ese disco, desde la poltrona de su nueva comodidad, sobre fanáticos y predicadores racistas e inmigrantes y romances violentos. Es curioso cómo las canciones y los discos son atajos.
“Joyce tiene Dublín, Faulkner tiene el sur y yo tengo Nueva York”, dice Lou Reed. Se olvida de Dos Passos, entre muchos otros, sí, pero razón no le falta. Al menos ese Nueva York neurótico, de la paranoia del sida y los cohetes financieros a la que en cualquier momento le empezará a sangrar la nariz.
“Tráeme a tus pobres, a tus cansados y a tus hambrientos”, se lee en el pedestal de la Estatua de la Libertad. “Tráelos, sí, y me mearé en ellos”, añade Lou Reed.
Entre todos los temas del disco no puede faltar la canción del excombatiente en Vietnam que regresa en febrero a la ciudad.
Una canción Río Hudson, recitada, porque mira si a febrero le canta poca gente que en una sección llamada Almanaque su autor ha tenido que recurrir a Lou Reed. Porque es muy difícil escribir sobre Lou Reed sin escribir con el típico tono del que escribe sobre Lou Reed. Así que lo intentaremos: Lou Reed es a febrero lo que Sonia y Selena es al verano.
El protagonista de la canción, Sam, aparece estirado viendo estelas de herbicida agente naranja como trazas de mermelada, Hendrix sonando en una jukebox antigua, todos pagando el precio de invadir un país. Y luego Sam de nuevo en Nueva York, sin un brazo, que perdió en el mismo sitio donde se enganchó al opio que ahora no encuentra. Era un buen chico de pueblo y ahora, después de Vietnam, no tiene ni trabajo ni brazo. Es decir, su futuro es tan probable como unas Navidades en febrero. Una amiga le dijo a Kurt Vonnegut que no se podía escribir sobre la guerra con heroísmo, porque luego se hacían películas protagonizadas por Sinatra o John Wayne y los niños las veían y querían ir a las guerras y las guerras seguían existiendo. Eso no sucede con “Xmas In February”.
En fin, dejemos que otro describa esta canción y a muchas de las otras. Jonathan Cott: “Este disco de Lou Reed consigue que, a su lado, ‘Desolation Row’ de Bob Dylan parezca una excursión de fin de semana a los Hampton”.
Las guerras no se acaban. Solo es que la gente se cansa de contarlas. Para eso, también, tenemos a Lou Reed.
Pero ¿por qué escribo entonces esto en febrero de 2021? ¿Es porque Trump acaba de perder la presidencia a EEUU? ¿Es porque hay una pandemia que, sin poder compararse ni remotamente, ha hecho que se vuelva a hablar de la de los ochenta y noventa? ¿Es porque los abusos policiales a negros siguen ocupando los mismos titulares, a las mismas columnas, con tratamiento similar? ¿Es porque apenas hay canciones sobre febrero?
Un poco. Y porque me he acordado de una cosa que he prometido al principio y que me servirá para acabar. En 2008, Lou Reed ha venido a Barcelona a leer algunos de sus poemas. Se ha enzarzado más de una vez con los del hotel porque la temperatura de la piscina no es la idónea (quizá tiene unos tobillos termómetro, pese a haberlos castigado con la aguja). Ayer tuvo en vilo durante horas a los técnicos de sonido para probar un (cito: “puto”) micro. Hoy firma ejemplares de su libro y me han pedido que ponga música en el Pati de les Dones del CCCB mientras él firma. DJ Miqui, otro nombre de dibujo animado.