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ra una suerte de fantasía revolucionaria. El éxito de Rosalía con “El mal querer” (2018) hizo que en miles de fiestas por todo el mundo se bailara este “Que no salga la luna”, que son muchas cosas, pero sobre todo son unas bulerías de la Niña de los Peines. Es decir, unas bulerías, ¡todo el mundo bailando por bulerías! Y ha sido el bailable que la de Sant Esteve Sesrovires ha hecho con Tokischa, ese “Linda” parloteado, otra bulería, la que me ha despertado del sueño.
Para Walter Benjamin la clave del sueño se produce en el despertar. Esa es la potencia revolucionaria que quiso ver en los surrealistas, capaces de evocar de una sola vez el sueño y la realidad, precisamente. Para acceder a la utopía, una especie de sueño político, lo importante es ese momento del despertar, cuando permanecen a la vez lo onírico y lo real, cuando los dos mundos están todavía en contacto. Eso es lo que hay que politizar. Y, sí, en mis disparatadas ensoñaciones algunas veces pienso que la revolución podrá comenzar el día que en el mundo las multitudes se pongan a bailar por bulerías o por cualquier otro ritmo no binario. El fin de la cultura del like/unlike estaría cerca. Y uno parece confirmar esas ensoñaciones cuando ve el vídeo de “Linda”, por ejemplo, con todo tipo de encarnaciones de género no binario, un mundo trans como el que ahí se retrata, tan próximo a los sueños de, por ejemplo, una Rita Indiana.
Es una paradoja considerable que del depósito enorme de ritmos afrodescendientes que los esclavos repartieron por las Américas sean las bases de 4x4, procedentes del trabajo en galeras, minas y plantaciones, las hegemónicas y no otras. No sé, me acuerdo de las guajiras cubanas o de fandanguitos y peteneras repartidos por todo el Caribe continental, desde México a la Gran Colombia. Pero no. Han sido esos beats básicos, 2x2, 4x4, 8x8, los que se han acabado por imponer. Recuerdo una conversación en Algeciras, al hilo de este asunto, con Bryn Jones, el tapado de Muslimgauze, el grupo de música electrónica de baile, por ser genéricos, que más me ha interesado. La base de su música era el golpe tango-omeyano, que muchas veces inunda de ritmos binarios la cultura de los pueblos de fe musulmana a los que dedicaba discos monográficos de fuerte contenido político, desde la causa palestina hasta la revolución iraní. Pero, obviamente, esos ritmos encontraron en el Mediterráneo y el Medio Oriente bizantinos la complejidad rítmica, terciaria, polirritmos y escalas menores con los que ser incorporados a la música árabe. No es un fenómeno remoto, algo muy similar hemos podido ver con el éxito de los tangos flamencos y la rumba en la música turca a finales del siglo XX, cuando allí la globalización la llevaban las Azucar Moreno. Bryn Jones era entonces muy consciente de que la derrota del Occidente capitalista empezaba también por ahí, por hacer más complejos los ritmos de la pista de baile.
Una de las grandes derrotas de la izquierda de tradición marxista ha sido la de regalarle todo el espacio de lo lúdico, todo el espacio de la fiesta, al capitalismo. En su segunda etapa, la etapa “católica” si convenimos con Max Weber que en sus orígenes estaba la ética protestante, el capital se ha dedicado a colonizar nuestros deseos. Todos lo sabemos y, de hecho, nos entregamos a ello con una cierta conciencia de pecado. Podríamos decir que el ritmo de esa colonización la marcan ahora los tambores 2x2, 4x4, 8x8, del mercado. Las famosas raves de los años 80 y 90 pecaban de inocentes en ese mismo punto, cuando pensaban que estaban haciendo la revolución. La contracultura, no sé por qué, se ha pintado siempre de izquierdas cuando, es evidente, Gonzalo García Pelayo dixit, que no era más que la vanguardia del capitalismo. Eso que es transparente en la cultura estadounidense sigue sin verse claro del todo en la vieja Europa. La contracultura abrió espacios al capitalismo –en nuestras ciudades y también en nuestras mentes–, espacios a los que todavía no había podido acceder para convertir palabras, cosas y tiempo en mera mercancía. Por eso, más que celebrarse unívocamente, la contracultura merece una guerra cultural en condiciones. Eso es obvio escuchando a Antonio Escohotado, por ejemplo: ahí se están librando importantes debates que van más allá de la ilusión psicodélica de que alguna vez hubo un mercado que no fuera condicionado por el poder, por las leyes de las monarquías y repúblicas que nos siguen gobernando.
Entonces, sí, sí, el sueño era este: una pequeña variación rítmica, la incorporación al beat global de bulerías, seguiriyas y fandangos, tal y como está haciendo Rosalía, podría hacernos cambiar el paso. De pronto, esa muta en la pisada, ese pulso alterado de nuestros pies nos podía llevar más allá del blanco y el negro, del sí y el no, del lo quiero o no lo quiero, lo compro o no lo compro, del me vendo o no me vendo. ¡Figúrense! ¡Qué cosa tan loca!
Pero no. No pudo ser. Es verdad que suenan ritmos ternarios, pero no se ven, no se ven. Estas músicas, siempre empaquetadas en videoclips, marcan con las imágenes ritmos binarios por más que suenen polirritmos en los altoparlantes, aunque sean transexuales sus protagonistas, es igual, el parpadeo de las imágenes siempre es binario. El gran José de Val del Omar llegó a hacer experimentos dando a las imágenes intensidades rítmicas luminiscentes con ese carácter ternario, precisamente para superar una dialéctica simplista que él consideraba demasiado mecánica, heredera por igual del montaje sovietico y del cine-espectáculo estadounidense. Es algo que se puede comprobar en el reino de YouTube, es la ley que marca nuestros días como consumidores y, lo que es más hiriente, la administración del deseo de las nuevas generaciones –sí, de mi hija y de mi hijo– que encontrarán en esa cultura acrítica toda la vaselina necesaria para superar una adolescencia que siempre es turbulenta y hoy, me temo, se alarga demasiado. Digo esto sin ninguna melancolía. Como prescriben los Tiqqun, a veces, es necesario abandonarse a conducir mecánicamente por nuestras autopistas, a veces es necesario suspender el sentido crítico, a veces. ¡Claro que me gusta bailar por tangos!
Por eso, cuando con Gonzalo García Pelayo, precisamente, grabamos a Rosalía haciendo“Que no salga la luna” para nuestra película “Nueve Sevillas” (2020), usamos tan solo dos planos. Uno general, desde atrás, con todo el grupo jaleando el tema y otro primerísimo de su rostro cantando la copla. Lo que queríamos era dejar fluir la bulería sin tropiezos y sin que el montaje convirtiera en binario el cantable del estribillo. Sergi Dies, el maestro montador de la película, lo entendió bien y hasta cuando mete la ristra de risas finales lo hace a contrapelo, doblando, como marca el cambio de compás al final de la bulería. Toda el tema que interpreta Rosalía va montado al hilo del discurso ecofeminista y gitano de Pastori Filigrana, quien había protagonizado poco tiempo atrás polémicas gitanistas en torno a la apropiación cultural. Isaki Lacuesta ha hablado, con mucho acierto y benevolencia, de la invención del montaje antagonista en “Nueve Sevillas”, montaje por el que las imágenes se unen entre sí por ser, al menos aparentemente, imágenes contrarias. Exactamente lo que usamos es eso, el cambio de compás que la bulería nos permite, a la contra de cualquier simplificación política. Entender las estructuras políticas de nuestras pulsaciones –físicas, emocionales, libidinales, visuales, fonadoras– debería ser, también, materia de trabajo para el cine, para el vídeo, para el audiovisual político. De nada nos sirven las nobles causas si siguen sirviéndose en 4x4. ∎