Esa es la última frase que recuerdo del ejecutivo de una de las discográficas en la que se publicaron mis discos, al que llamaré
Dundo. Justo antes o después de esa reflexión me contó que dudó entre fichar a Vetusta Morla, a El Guincho o a mí. Particularmente me aseguró que la banda insistió mucho en fichar con su compañía discográfica, pero
“no lo veo, no lo veo”, dijo dos veces seguidas, o quizá más.
Me eligió a mí.
A
Dundo le gustaba hablar con supuestas frases simbólicas, un collage de titulares de revistas de música británicas y manuales de emprendedores del VIPS. He de reconocer que ahora no podría soportarlo, tal y como antes, pero entonces, aunque desde el primer momento me pareció eso, no me importó intentar trabajar con él por si acaso era bueno (en términos cuantitativos) para mi música. Fui durante un tiempo (¿un año?) frío y quirúrgico como el protagonista de algún
noir. Alguno de Hal Hartley. Hoy en día ni siquiera me lo plantearía.
Estas memorias de mis discos y su fauna,
≠ Las elipsis de mis discos durante 20 años ≠, no son nada terribles (ni necesarias) como lo que le pasó a Zahara. (Por cierto, que ella me parece un prodigio muy considerable. Cuando vi en las marquesinas lo de “Puta”, ahí pensé:
“Esta mujer ha hecho algo incuestionablemente prodigioso”). Ni tampoco son unas memorias desafiantes, como las de Viv Albertine –“Ropa música chicos”–, de la que soy fan. Las mías son anécdotas sobre la nada, o la nadería, del supuesto engranaje de las compañías discográficas y de su órbita. Cosas que yo he contado en algunas fiestas cuando quedan unos pocos invitados en la cocina.
El título, en vez de “El sombrero de hélice” (que lo decidí porque se refiere más a mí, a mi actitud ante todas esta cosas que evité; es así como me sentía y es evocador), también podría haber sido “Todo lo que ignoré completamente mientras publicaba discos y que realmente me dio exactamente igual aunque creo que es tan oligofrénico que está bien contarlo”. Aparte de que es un poco largo, aunque podría haber sido divertido por eso, parece un poco de post-rock o un
thriller cutre de oficina. Y realmente es más un esperpento.
Incluso algunas cuestiones ya las hablé con Santi Carrillo y Juan Cervera a finales de 2011, solos los tres en la antigua oficina de la revista, más mi amigo Rubens (de Todos Nosotros), cuando nos reunimos para preparar la publicación en exclusiva con Rockdelux de mi disco “Una araña a punto de comerse una mosca”
[1]. Ahí les conté, por ejemplo, que en 2006-2007, cuando mi disco doble “No Land Recordings” salió en ‘NME’, ‘The Sunday Times’, ‘Uncut’, ‘Clash Magazine’… fue porque una agencia británica se puso en contacto conmigo por e-mail. Nunca supe por qué ni cómo les llegó mi disco. Incluso hoy no tengo ni idea. Pero estaban eufóricos con mi música y pensaban que tenía sentido promocionarla en Inglaterra. De ese modo negociamos un precio muy bajo para sus tarifas habituales. Porque ellos veían futuro en mí y comprendían que mi ámbito y posibilidades eran las de un músico indie-underground. Al sello discográfico mío de entonces, dirigido por alguien a quien llamaré
Durula, le pareció genial y acordó pagar el dinero que habíamos convenido. Era muy poco, como digo, para tratarse de lo que se trataba.
Mi disco apareció en todos esos medios y en más, y me propusieron telonear la gira europea de My Brightest Diamond. Ocurrió todo muy rápido y tenía una pinta sensacional. ¿Qué pasó? Que
Durula nunca pagó. La agencia no se fió de nosotros, a pesar de que yo me ofrecí a abonarlo cuando descubrí que no les había pagado. Me habría costado bastante afrontar ese gasto porque el dinero que ganaba era el de los conciertos y poco más, pero sin duda habría hecho lo que fuera. Pero la pareja que dirigía la agencia, que se había convertido en fan de mi música de la forma más pura, escuchándola y respondiendo a su instinto, dijo que no y desapareció de mi vida. Les escribí varias veces y nunca recibí respuesta. Lo entendí entonces, y lo entiendo mejor ahora.
Santi me animó a que escribiera sobre estas intrahistorias chocantes en la revista en el número en que se adjuntaba mi disco en CD. Yo dije que OK, pero luego no escribí exactamente sobre eso. No me apeteció, pero escribí otras cosas que le gustaron.
Por entonces había un periodista en ‘El País’, al que llamaré
Alcázar, que difundió una cierta leyenda sobre mí: elucubraba que mis apellidos (los que nunca he utilizado en mi vida artística) eran la razón por la que me hacían mucho caso en el periódico donde él trabajaba, y en general. Me lo contó una amiga que también trabajaba allí. Coincidió con las críticas en el ‘Times’, ‘NME’ y etc. No hay mucho más que decir. Bueno, quizá añadiría que además dudo muchísimo de que los periodistas que escribían sobre mí supieran enlazar mis apellidos del DNI con su ascendencia en determinados periódicos, y/o en otros ámbitos.
Alcázar es el mismo que me llamó años después para proponerme escribir una “semblanza” sobre la reina Letizia para ‘El País’. Estrenamos la película perdida de Orson Welles, “Too Much Johnson”, en la Cineteca de Matadero. La banda sonora original la compuse yo y la interpretamos en directo sincronizada con la proyección. A ese concierto vinieron Letizia y Felipe. Me lo dijo en el camerino justo antes de salir al escenario mi amigo y batería Pierrot. Incluso para mí fue una broma muy extraña segundos antes de salir a tocar. Pero resultó que era verdad, y fue la última salida que hicieron como príncipe y princesa porque al poco tiempo el entonces rey abdicó y patatín patatán. A la mañana siguiente me llamaron de no sé cuántas radios. Pero realmente yo no tenía nada que contar. Sé que o ella o los dos quisieron saludarme después del concierto, pero yo lo evité sin significarme mucho. Pero lo evité adrede. Cuando los que me querían entrevistar se daban cuenta de que yo no iba a hablar nada de ellos, su interés por mi intervención en sus programas dicharacheros caía en picado. Unas semanas después me llamó
Alcázar. Yo le dije que qué me estaba contando. Que yo podía escribir una “semblanza” de ciencia ficción. Pero que no me parecía el caso, la verdad.
Este primer capítulo de “El sombrero de hélice” parece más un episodio piloto de una serie que las primeras páginas de unas memorias, quizá. Demasiados flancos abiertos. ¿Por dónde seguiré? ¿Cuál es el tono? No lo tengo claro. Pero reflexioné sobre todos esos años y sus elipsis, ante todo acerca de esas elipsis, que es lo que estoy contando, a propósito de una conversación que tuve con Mark Kitcatt el otoño pasado, 2021. Ahí decidí volver a componer un disco de canciones. Una de las cosas más divertidas del pop, si no la que más, es la de VOLVER. Y yo VUELVO. PRONTO.
Este año regresaré con un disco de canciones. El primero desde 2016. Saldrá con Everlasting, y eso es lo que hablé con Mark Kitcatt. Solo con él me apetecería VOLVER, la verdad. Sin con esto querer decir nada malo de nadie (salvo los que ya se lo dicen ellos solos), sino reconocer que con Mark tengo otra relación. Y eso me hizo reflexionar a propósito de por qué no volvería de otra forma. Tampoco autogestionándome la publicación del disco. Y no porque consideremos que vaya a ser perfecto ahora, ni lo fue entonces. Nada es perfecto. Pero Mark tiene ética, prístina, y también criterio, cultura. Ambas dimensiones son escasas en
la-industria-musical. Ya dije ese término que me deja la mente en blanco. Bueno. No pasa nada. Solo pretendo salvar el mundo. No es para tanto. ∎
Próxima entrega:
Episodio dos.
[1] Sobre uno de los músicos que tocó en mi extensísima banda en los conciertos que dimos entonces, me dijeron tiempo después que, tras los shows de Madrid y Barcelona, contaba por ahí que yo me había arruinado. Cuando me enteré me dio la risa, porque para arruinarse hay previamente que atesorar riqueza, y nada más lejos de mi realidad. Y porque, además, esos conciertos –repito que con una formación gigante: quizá fuéramos ocho o más– fueron conciertos que al menos no dejaron deudas. Todo el mundo cobró, incluido él, y no recuerdo que ganáramos dinero pero sé seguro que no perdimos. Nunca volví a llamarlo para tocar, pero no por eso, sino porque era un paquete.