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ería fácil acusarme de hacer con el titular de esta columna algo parecido al comportamiento periodístico que, en los años dorados de ‘VICE’ y ‘Playground’, las redes parodiaban en vídeos jocosos: no saber muy bien qué tema tocar para seguir siendo el non plus ultra de la modernidad; escoger, en consecuencia, las cuestiones de interés (hago un ejercicio de parodia: “Una muchacha trémula con la mandíbula un poco desencajada culpó a cierto colectivo de todos los males del mundo: ¡no te creerás lo que sucedió después!”) a través del lanzamiento a ruleta giratoria de tres dardos biodegradables de bambú, cada quesito representando algo que preocupe a las juventudes de hoy en día. Por establecer una lista no exhaustiva, estos quesitos podrían contener la precariedad laboral, el poliamor, la astrología, los porros, las raves, la keta, la última serie de Netflix, las zapatillas del Lidl, las manifestaciones a favor de la libertad de expresión y en contra del encarcelamiento de Pablo Hasél, quizá no los contenedores –porque a nadie le importan los contenedores–, quizá sí la relación de costes y beneficios entre pedir comida a domicilio y la miseria de unos cuantos falsos autónomos, los nazis, los que en los parlamentos se parecen un poco a los nazis pero tampoco llegan a ser fascistas, los que entrevistan a los fascistas de verdad, las drogas, el sexo, el medio ambiente, la identidad, el catolicismo, el Papa, qué sé yo. El caso es que mi intención no es en absoluto esta, sino que me he decidido a tratar –aunque sea tangencialmente–, por una vez, una cuestión de relevancia musical en una revista que se supone trata temas musicales. Si el lector de Rockdelux es, pues, lector de Rockdelux, puedo suponer de él que ya sabe y entiende que este artículo tiene, entre otros, función de obituario (más que de esquela o necrológica, porque nos encantan los matices). No escojo su título como quien, en el Cluedo, resalta un lugar del crimen, un arma y un asesino; quiero hablar del vínculo particularísimo –hipérbole, como la de las guillotinas– entre Extremadura, los trenes y SOPHIE, aunque yo nunca haya escuchado a SOPHIE en un tren desde o en dirección a Extremadura.
Dicen que SOPHIE murió al resbalarse desde su balcón mientras intentaba contemplar la luna. Yo recuerdo contemplar ya no la luna –oculta detrás de las fachadas–, sino su luz algunas noches veraneando en Port Saplaya; una luz pequeñita iluminando a personas igual de pequeñas. Antes de poder veranear había vivido muchos años en Plasencia, una ciudad provinciana que es lo más parecido que tendré nunca a un pueblo. Años después, asentada en Madrid, me daban envidia las historias de algunos amigos sobre sus veranos rurales en las dos Castillas: las fiestas locales llenas de botellines y anís tienen su encanto fabuloso, así como los cuentos de niñatos persiguiéndose con motosierras para abrirse la cabeza en la trifulca a muerte por el dominio y derecho de explotación de un triciclo; sin drogas involucradas –a duras penas algún estimulante–, solo alcohol y alcohol y alcohol distribuido para los jóvenes de menos de dieciséis años que se agrupaban en las plazas para vivir juntos el amanecer, e in vino veritas.
También sabía, escuchándolas, que mi “sensibilidad”, o lo que sea que eso fuera, no estaba amoldada a vivir tales experiencias. Nunca he sido particularmente violenta y tampoco demasiado fuerte (en lo físico, en lo físico). Creo que perdería todos y cada uno de los duelos a los que cualquiera pudiera desafiarme, aunque haya ganado a algunos amigos cuando nos retábamos a pulsos. He vuelto a Plasencia algunas veces: ahora, como urbanita prejuiciosa, hace un tiempo madrileña –que ya era suficiente agravio– y ahora parisina –que es peor todavía–, supongo que miro a los pueblerinos –he escuchado alguna que otra vez la palabra pueblato– por encima del hombro. Ahora soy casi lingüista, pero confieso que el diminutivo en -ino se me sigue resistiendo, por más que no sea sino una pequeña marca dialectal y en absoluto un signo de catetismo. Mi visión alejada es profundamente injusta, porque cuando pienso en Plasencia no pienso en Plasencia, sino en los pueblos agrarios, pobres y conservadores de sus alrededores; pienso en la historia de un tío –no tío mío, sino simplemente miembro de la familia– homosexual que se suicidó, abogado de buena reputación, por haber sido incapaz de confesar ante sus padres lo que era: se pegó un tiro y adiós. Pienso en los rumores que deben poblar cada uno de esos pueblos, en las vidas que nunca han florecido y que lleva consigo el río; ninguna ley podrá corregir lo que el tiempo de ellas ha hecho. En toda ficción con protagonistas de una minoría sexual en la cual estos nacen en un pueblo, estos protagonistas, tarde o temprano, se ven abocados a huir. La ciudad es una escapatoria, es una oportunidad: confundirse entre un montón de gente gris, y amargada, y en plena adaptación al turbocapitalismo, y consumista e igual y diferenciada es un milagro. Son ilusiones.
SOPHIE nació en Glasgow e iba a raves, así que supongo que todo esto le era ajeno. Pero pienso en mí, ahora, con todo el tiempo que ha pasado, con el recuerdo de “Immaterial” en la cabeza y las noches de fiesta y las fantásticas, fantásticas, fantásticas vigilias escuchando algo por ella producido o inspirado en cualquier discoteca. Supongo que la PC Music tiene algo que me hace contemplarla como la música de mi juventud –no de la infancia, no de la adolescencia: la música de mi juventud como primera adultez, la música a la que accedo cuando cumplo los dieciocho–: me encanta que el corazón y la cabeza exploten escuchándolo, me encanta el vértigo como me encantaban las montañas rusas. Supongo que si ahora yo llegara en tren a Plasencia –en un tren lento y que se para, como alguna vez lo habré cogido, y que parece eterno y tan mal conectado entre el resto del mundo y esa comunidad autónoma abandonada a su suerte, dejada de la mano del Dios que no son sino las administraciones públicas– nadie entendería mi idioma o las cosas de las que hablo. No creo que ellos se estén equivocando o que sea malo que no me entiendan. Me pregunto mucho si no serán las cosas acaso más simples y ellos más felices.
Últimamente se escuchan voces reivindicando un regreso al mundo rural o a las capitales de provincia alejadas de Madrid o Barcelona. Cada vez que leo algo así pienso en lo sola que estaría yo en un pueblo o en una capital de provincia. Me acuerdo de aquella vez, en medio de la boda de mi tío, en el valle del Jerte, que abrí Tinder y descubrí un match con una chica; hablamos de Bad Bunny y, aunque ella estuviera a veinte kilómetros, intercambiamos algunos mensajes subidos de tono y dejé de responder cuando me contó que lo que estaban buscando –en plural– era –ella y su novio– un trío. Hay estructuras sociales preciosas que es necesario defender y a las cuales quizá no pueda llegar nunca a sentirme perteneciente, supongo.
Me gustaría edificar con toda la gente que quiero un pequeño pueblito en el valle del Jerte para asarnos en medio de veranos insoportables –y que serán todavía peores cuando el cambio climático avance un poquito– y tener cada uno una casita con su jardín, sus flores, su delicadeza, sus tardes a la sombra y sus sillas en la puerta. En la plaza del pueblo colocaría un festival de luces de colores y pincharía la integralidad de “Oil Of Every Pearl’s Un-Insides”. Todos saldríamos a bailar sabiendo que lo que nos retiene en los sitios son ciertas personas valiosas a las cuales no podemos renunciar sin estar renunciando a la vida. Tendríamos un pueblo que no nos fuera hostil. Quizá, reconociéndonos plenamente como agentes gentrificadores, las autoridades correspondientes se dignarán a conectar mejor la comunidad autónoma y atajar muchos de los problemas de esa España vaciada. Déjennos gentrificar tranquilas lo que dure el funeral. La muerte de SOPHIE me hace pensar que estos instantes de juventud que pude entrever antes de la pandemia son efímeros, que todas las luces tarde o temprano acabarán desapareciendo. Ya lo decía La Casa Azul: “Ellas pierden la razón mientras se apagan / se consumirán mañana, por la mañana”.
No puedo separarme de París o del bullicio de las ciudades: estoy enferma de urbes y adoro las noches, me encantan las fiestas que se encadenan varios días, me gustan los pisos pequeños y los simposios abundantes. Pero a veces pienso que podríamos renunciar a todo esto si lo hiciéramos juntas: la condición necesaria para renunciar a todo el absurdo sería que no renunciáramos las unas a las otras; contemplemos la luna de la mano sin caernos, sin tropezar, sin la pérdida.
Descansa en paz, SOPHIE: cuántas veces algo tuyo habrá explotado en mi cabeza, con cuántas canciones tuyas habré abrazado a mis amigos. ∎