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Por Yeray S. Iborra→
12. 07. 2021
scenarios enormes, barras, un recinto inabarcable. Conciertos, uno tras otro. Colas para la compra de tickets. Colas para el Polyklin. Esperas ante la verja metálica del siguiente bolo. Primeras filas, vuestra obsesión. La descripción de un festival normal. No lo es.
Esos escenarios, barras, recinto y bandas son un milagro. Han estado a punto de no existir. La COVID ha permitido sobre la bocina que algunos festivales se vistan de festivales y, por qué no reseñarlo, para lo bueno y para lo malo, arriesguen al celebrarse. Económica y sanitariamente. Vasos comunicantes.
Realmente, montar cualquier cosa cultural en el último año y medio ha sido jugársela. Una cosa para 5, 10 o 25 mil personas multiplica exponencialmente ese jugársela.
Es raro.
Los escenarios, barras, recinto y bandas producen, de primeras, sensación de familiaridad. Es entrar en casa de la yaya. De la cercanía al júbilo va una chispa. Y esa euforia no es amiga de los protocolos: siempre achuchamos de más a la abuela. En idioma festivalero: a medida que avanza la noche, las mascarillas parecen hechas de papel de fumar. Caen. No hace falta ni ir beodo. Es tanta la emoción por la vieja normalidad...
Pero todo es un oasis. Un espejismo. Nada aquí debería ser normal, ni –todavía– como antes. Pero es una impronta de desinhibición reforzada las últimas semanas por la clase política (adiós mascarillas), los eslóganes mediáticos (vuelta de los festivales como antes) y hasta por los tests de antígenos, que son buenas medidas de prevención, pero no infalibles.
La dificultad de previsión en estos tiempos es un mal inevitable. Todo ocurre a golpe de stories, rapidísimo. La improvisación viene de las instituciones públicas y privadas, también de las personas. De las primeras y segundas es imperdonable. De las terceras, masoquismo, pero no por ello hay que seguir con ese “ciudadanocentrismo” y su responsabilidad en la lucha contra la COVID instaurado desde el inicio de la pandemia. Cómodo para las instituciones, claro. Mejor guardarse las ganas de fumar para casa, sí. No bajarse la mascarilla ni aunque pique la nariz, sí. Pero no todo vale. También se hacen coches que van a 220 km/h. “Si te pones a 200... es cosa tuya”. No, ¡reduzcan la cilindrada!
Hay que –como mínimo– corresponsabilizarse si permitir fumar o beber incita a desprenderse de la mascarilla; algo habrá que hacer si los tests de antígenos no previenen suficiente, y menos con la virulencia de la variante Delta; habrá que actuar si, en cuanto llegan los bolos masivos, todo el mundo se apelotona en la zona delantera (¿dónde están las divisiones por sectores?). Porque se las volverá a cargar la hipermaltrecha cultura. Y, como ya se está viendo, arremeterán contra los jóvenes, ya culpables de esta quinta ola. El “edadismo” ha imperado desde Sant Joan.
Es cierto que aprendemos rápido, y que la semana transcurrida entre Vida y Cruïlla parece que no ha sido en balde. Se podía ver en vídeos de Instagram ya este mismo fin de semana: el personal de seguridad se situaba entre la gente en vez de en los fosos, como medida disuasoria. Pero la noche hacía invisible –“posteaban” otros– la finta de la mascarilla.
Más allá de concretarse en políticas específicas, hace falta una nueva cultura festivalera con la vuelta de los eventos sin distancia física. Una construida entre todos los agentes.
Donde el festivalero sea plenamente consciente de que no puede relajarse, mascarilla con chinchetas, pero en la que, a su vez, haya otros que velen inflexiblemente por su seguridad; seguir innovando en las medidas, no relajándose ante la presión popular… Las colas se forman también en Ikea y no pasa nada. Si toca esperar, a esperar. Ah, y que las instituciones estén ahí echando un cable.
Y sobre todo, ya no solo por la COVID, sino por cultura democrática, se debe poder señalar aquello que puede mejorar en un “festi” sin ser designado hereje de la #CulturaSegura. Sin ser atacado como no aliado. Cultura segura, sí. Pero segura de veras.
De los antiguos festivales podemos conservar muchas cosas: las gafas de sol, las camisas horteras, los fingers, los “pedazo temazo”, los bailes en una baldosa e incluso las peores cosas, como los Polyklin. Pero hay que añadir nuevos imprescindibles, de momento.
Quien escribe estas líneas lo hace en su segunda semana de confinamiento. Con pauta completa y variante Delta en sus vías respiratorias. Anduvo currando, junto a su grupo burbuja, en esos escenarios enormes, barras, recinto inabarcable. Anduvo viviendo el pasado, muchas veces con comportamiento del pasado: sorbo, mascarilla a medio colocar y hablarle al colega a la oreja, liar el cigarro ya con la mascarilla bajada… Compartir patatas.
Quien escribe estas líneas contrajo coronavirus mientras era feliz viendo a un porrón de bandas. Por las llamadas de protocolo COVID que ha recibido sabe que hay muchos en su misma situación. Por tanto, mientras duren los festivales sin distancia física, bailen, fumen y beban, pero teniendo claro que el bicho no ha acabado y que más contagios es menos música y libertades en un futuro.
Un brote en un festival sería el fin de ese festival. Radical.
Y los festivales son poco menos que los nuevos clubes de fútbol: nos identifican, nos divierten, nos hacen socializar.
Nadie quiere perder la música. Esos espacios –maravillosamente–normales del pasado. Suficiente hemos perdido ya. ∎