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Miedo y asco en… ¿Milpitas? Urbanizaciones a pie de autopista, seis carriles rumbo a la nada y, en fin, la parte de California de la que todo el mundo querría salir corriendo. ¿“California Dreamin’”? Para nada. Más bien una pesadilla con aires de snuff movie y banda sonora de Slint. True crime, satanismo de pega y marginados de podio olímpico. Una vieja tienda de pornografía convertida en Forteleza de la Soledad, una cabina de proyecciones de pelis guarras como improvisado refugio y una operación inmobiliario que deja un par de fiambres espeluznantes. Vibradores, grafitis supuestamente diabólicos y una tonelada de interrogantes. “Cadáveres sobre una pira de pornografía, criptogramas pintados en las paredes y un plácido pueblecito al que el espectro de los rituales satánicos adolescentes despertaba de golpe de su letargo”, escribe John Darnielle (Bloomington, Indiana, 1967). De fondo, que no falte de nada, podría sonar el “and I hope you die / I hope we both die” de “No Children”. O, mejor aún, “The Slow Parts On Death Metal Albums” enterita.
Solo que esto no es una canción de The Mountain Goats, sino una novela, un novelón, de su ideólogo y cabecilla. Otra historia de gente abollada, de inadaptados a jornada completa. Lo mismo que “Lobo en la camioneta blanca” (“Wolf In White Van”, 2014; Contra, 2015) solo que mejor. Mucho mejor. Crónica negra, metaficción y Pánico Satánico ochentero en “La Casa del Diablo” (“Devil House”, 2022; Aristas Martínez, 2023; traducción de Javier Calvo), absorbente artefacto literario y, desde ya, uno de los libros del año. Una ambiciosa y desbordante narración (quizá demasiado; una poda algo más concienzuda no lo habría sentado del todo mal a las casi 500 páginas) con la que el músico y escritor, gótico americano hecho de pedazos de Cormac McCarthy y The Cramps, se infiltra en el true crime, el terror cotidiano, y el suspense que crece en los márgenes para reflexionar sobre la naturaleza de las historias, el poder transformador (o no) de la creación y las múltiples y variadas encarnaciones del mal.
“A base de escribir sobre el caso e insuflarle vida, yo había tocado una fibra sensible: no en todas partes, pero sí en algunas (...). A la gente le gustaba leer libros de crónica negra que los llevaran al interior de la casa o el hospital o el garaje o el sótano donde sucedía todo, sentir que respiraba un poco de aquel aire amenazador que circulaba o se estancaba en la escena de un crimen”, leemos. El que escribe es Gage Chandler, un afamado escritor de libros de true crime al que su editor envía a Milpitas al encuentro de su próximo libro siguiendo el rastro de un macabro crimen: “Esa gente son tu especialidad, ¿no? Una secta inventada a sí misma, la cripta de los demonios del porno, adoradores adolescentes del diablo en el valle de Santa Clara. Te mudas allí. A la Casa del Diablo”, le dice su editor. Y Gage, que tampoco es que tenga nada mejor que hacer, obedece. Se compra la casa en la que un grupo de adolescentes asesinó (o eso parece) a dos personas a golpe de espadón medieval y empieza a tirar del hilo de lo que en su día la prensa local liquidó con un breve.
A partir de ahí, lo que hace Darnielle es pura magia: entra y sale de plano; le cede el timón a Chandler y, de pronto, se lo arrebata para dárselo a un antiguo compañero de escuela; observa de cerca, casi como un entomólogo maníaco, a los chavales que deambulan por lo que fue Monster Adult X, antepasado directo de la Casa del Diablo; hurga en la herida de los dilemas éticos y morales que afloran entre tanta espeleología en miserias ajenas… El resultado, espeluznante y escabroso a ratos, es una auténtica virguería literaria: una matrioska que encierra una novela de terror, un ensayo sobre los límites de la ficción, un manual sobre la espectacularización de la crónica negra, y un retrato generacional de los chavales que siempre salían mal, mustios y borrosos, en los anuarios del instituto. “La gente no puede refrenar su curiosidad por los detalles que han quedado fuera de las crónicas de la prensa, y que, al negarles dichos detalles los miserables de los detectives y los cobardes de los reporteros, rellenan ellos mismos los espacios en blanco lo mejor que pueden”, escribe Darnielle. Después de todo, de eso se trata, ¿no? De rellenar con tinta negra los espacios en blanco de la vida. ∎