Aunque encuadrado en las filas de los directores que cambiaron la faz del nuevo Hollywood a principios de los 70, más amigo de Martin Scorsese y Brian De Palma que de George Lucas, Steven Spielberg, Francis Ford Coppola, Peter Bogdanovich y John Milius, Paul Schrader (Michigan, 1946) ha sido siempre un disidente. Nunca ha tenido la dimensión comercial de Scorsese y Coppola, ni ha creado imperios como Lucas y Spielberg. Ninguna de sus películas ha supuesto un cambio de paradigma para los estudios de Hollywood como en su momento supusieron “El padrino” (1972), “Tiburón” (1975) y “La guerra de las galaxias” (1977), los filmes de Coppola, Spielberg y Lucas que hicieron triunfar aquel nuevo modelo de cineastas que quería cambiar las reglas operando desde dentro del propio sistema hollywoodiense, es decir, fuera de toda noción de independencia. Sus enfoques desapegados, que no fríos, no son sin duda para grandes plateas. La cinefilia de Schrader es distinta a la de Bogdanovich –este realiza referencias permanentes el cine clásico estadounidense– y De Palma –relecturas y pastiches del temario de Alfred Hitchcock–, ya que su principal fuente de inspiración no procede del cine de Hollywood, pese a realizar con “El beso de la pantera” (1982) un remake de “La mujer pantera” (1942) de Jacques Tourneur, sino del cine europeo (Robert Bresson) y japonés (Yasujiro Ozu) que, en su celebrada tesis doctoral, escrita en 1972, definió como “el estilo trascendental”.
“Taxi Driver” la dirigió Scorsese, pero era un proyecto de Schrader. De haberla realizado él, sería muy distinta, ni mejor ni peor, simplemente diferente. Schrader aportó el carácter de parábola –de hecho, la figura de la parábola, una ficción que por analogía o semejanza se convierte en una enseñanza relacionada con un tema que no es explícitamente el del relato, está presente en todas las colaboraciones Schrader-Scorsese–, pero de la tensión entre matices religiosos distintos surge la configuración del personaje: el taxista Travis Bickle experimenta un proceso que es calvinista y católico al mismo tiempo, ya que cambia su propia naturaleza (un nuevo nacimiento) para, a través de una acción extraordinaria, hallar la salvación. Según el catolicismo, las buenas obras y la fe hacen posible la salvación, mientras que los calvinistas creen que la salvación se consigue a través de la predestinación.
Schrader, nacido en 1946 en Grand Rapids (Michigan), localidad en la que se encuentra el Calvin College, había crecido en el estricto dogma calvinista. No vio ninguna película hasta los diecisiete años. Tampoco podía beber alcohol, fumar ni bailar. Su padre lo maltrató porque, decía, era el modo ideal para explicarle cómo sería el infierno. Cuando poco a poco se puso al día en cuestiones cinematográficas, explicó que esta carencia le había protegido de “la nostalgia autocomplaciente del cine que se ve durante una infancia normal”. Apadrinado por Pauline Kael, la gran defensora de los cineastas insurrectos de los años 60 (Robert Altman, Sam Peckinpah, Paul Mazursky), Schrader empezó a escribir críticas de cine en la revista ‘The Los Angeles Free Press’ y no fue precisamente benigno con el cine independiente de la época: su texto sobre “Easy Rider (Buscando mi destino)” (Dennis Hopper, 1969) es demoledor. En 1972, coincidiendo con uno de sus períodos más autodestructivos, publicó su tesis doctoral –“Trascendental Style In Film (Ozu, Bresson, Dreyer)”, traducida al castellano como “El estilo trascendental en el cine. Ozu, Bresson, Dreyer” (JC, 1999)– y completó el guion de “Taxi Driver”. Para su tesis, fascinante en su metodología, aunque escrita de forma algo espesa, Schrader partió de dos obras previas, “De lo espiritual en el arte” (1911), de Vasili Kandinsky, en la que el pintor abstracto ruso reflexiona sobre la manera de llegar a la pura expresión espiritual a través de la forma y el color –la abstracción no figurativa vista como manifestación de los deseos del alma–; y “Ontología de la imagen fotográfica” (1945), de André Bazin. Los objetos de estudio fueron el cine de Bresson y Ozu, los dos únicos cineastas del estilo trascendental según Schrader, y, en menor medida, Carl Theodor Dreyer, de quien el autor solo considera enteramente trascendental “La palabra” (1955). Schrader se pregunta en el libro: “¿Cómo un arte que esencialmente imita a la naturaleza, a la realidad, puede afrontar el proceso de depuración que le permita superar esta realidad y llegar a la expresión de lo sagrado?”. Le sirven también el Pier Paolo Pasolini de “El evangelio según San Mateo” (1964), filme que abraza el estilo trascendental a la vez que abre una puerta hacia el realismo marxista, y el notorio ciclo de wésterns del director Budd Boetticher y el actor Randolph Scott realizados en la segunda mitad de la década de los 50: “El héroe se siente guiado y conducido por una fuerza exterior que le impide dar explicaciones racionales a los peligros de su existencia cotidiana”.
“El estilo trascendental en el cine” es muy interesante por sí mismo y por cómo impregna prácticamente toda la obra de Schrader en calidad de guionista para otros y de director de sus propios guiones. De su meticulosa lectura del cine de Bresson surgirá casi al mismo tiempo en el guion de “Taxi Driver” –alumbrado también por otros aspectos: sus experiencias violentas en Nueva York y la lectura de “La náusea” (1938) de Jean-Paul Sartre y los diarios de Arthur Bremer, el hombre que en 1972 disparó contra George Wallace, candidato a la presidencia por el Partido Demócrata, dejándolo inválido– la idea de la salvación de Travis a partir del rescate de la joven prostituta interpretada por Jodie Foster. Esto conecta con la película que mejor representa el arte bressoniano, “Pickpocket” (1959), a la que Schrader volvería de una forma más categórica en otras dos ocasiones. De hecho, “Taxi Driver”, “American Gigolo” (1980) y “Posibilidad de escape” (1992) conforman una clara trilogía. Schrader decía en 1995: “Lo que mejor caracteriza mi obra cinematográfica son los tres filmes que he hecho sobre ‘solitarios’: ‘Taxi Driver’, ‘American Gigolo’ y ‘Posibilidad de escape’. A los veinte años, el protagonista es taxista y está lleno de rabia; a los treinta, es un gigoló y un narcisista; a los cuarenta, es traficante de drogas y sufre de ansiedad: hombres que vagabundean por una sociedad de la que no forman parte, que observan la vida de los demás sin tener una vida propia, que van en busca de una moral que dé sentido a sus vidas”.
En el debate entre la trascendencia de Bresson y la de Dreyer, Schrader se alía con el primero. El autor parte del presupuesto inviolable de su tesis, el de que “el estilo trascendental intenta maximizar el misterio de la existencia y se abstiene de toda interpretación convencional de la realidad: realismo, naturalismo, psicologismo, romanticismo, expresionismo, impresionismo y, finalmente, el racionalismo, que para el artista trascendental es solo una de las muchas aproximaciones posibles a la vida, no un imperativo. Estas interpretaciones convencionales de la realidad son construcciones emocionales y racionales diseñadas por el hombre para diluir o escapar a lo trascendental”. Entonces compara “La pasión de Juana de Arco” (1928) de Dreyer y “El proceso de Juana de Arco” (1962) de Bresson, y advierte que, a pesar de que para ambos Jeanne es la mártir que intercede entre los hombres y Dios, Dreyer la ve como un cordero degollado y sacrificado, y Bresson como el icono resucitado y glorificado. Con alguna excepción, Schrader está más próximo a la resurrección moral de sus personajes en los finales de sus películas. Bresson era jansenista, para quienes la gracia es un don divino. Schrader es calvinista, y para estos el concepto de “gracia” es fundamental, algo que la divinidad proporciona al ser humano y que este elige o no, mientras que, según el catolicismo, como hemos dicho antes, la gracia se consigue realizando buenas obras. Lo importante del estudio sobre el estilo trascendental (la teoría) y la vinculación con la obra del cineasta (la práctica) no se rige solo por cuestiones temáticas y religiosas, sino que afecta a la tonalidad, a la manera de representar ideas y filmar personajes; a la puesta en escena.
Muchos personajes del cine de Schrader son hombres solos en sus habitaciones, como los del cine de Ozu eran familias solas en sus pequeñas viviendas filmadas a ras del suelo. Para Schrader es fundamental huir del concepto de cine religioso, y en su libro ya escribía que el estilo trascendental no debe tratar solo personajes como San Francisco de Asís o Juana de Arco. Es lo que haría después en sus películas, el estilo trascendental aplicado a “hombres con una máscara que se sienten solos, y la máscara es su ocupación. Puede ser taxista, traficante, gigoló o reverendo. Enfrento a ese personaje con un problema mayor, ya sea personal o social”. Añadamos a esta lista al jugador y contador de cartas que viaja y duerme solo en apartamentos y moteles, como en su último filme, la más clara aproximación a esa idea del hombre solo en su habitación. Poco a poco, la graduación tormentosa del cine de Schrader ha pasado de lo personal a lo social, lo que no mitiga la tortura interior de sus protagonistas, pero al enfrentarse con un conflicto de escala mayor que no solo les pertenece a ellos, hace que su forma de encarar el problema, y con ello el misterio inherente a la propia vida, sea distinto. Hemos pasado de un padre que ha perdido a su hija en los dominios del cine porno –“Hardcore: un mundo oculto” (1979)–, un gigoló con clienta desaparecida –“American Gigolo”– o un policía en conflicto consigo mismo y con su padre –“Aflicción” (1997)– al pastor evangélico que se radicaliza frente al problema medioambiental –“El reverendo” (2017)– y el exmarine estadounidense que ejerció de torturador. Es el protagonista de “El contador de cartas”, filme en el que el problema personal y el social se mezclan hasta extremos mucho más dolorosos de lo habitual, ya que en toda redención hay algo de aceptación, mientras que el personaje de Oscar Isaac quizá sea incapaz de aceptarse a sí mismo por lo que hizo. Por eso, y más que en cualquiera de las otras películas del director, lo que busca el contador de cartas es sentirse perdonado por otro para perdonarse a sí mismo.

George C. Scott encarna a un hombre maduro, religioso, conservador. Es calvinista y vive en Grand Rapids, así que podría ser, por ejemplo, el padre de Schrader. Su hija adolescente viaja a California y desaparece. Scott la busca y se da de bruces con una realidad inimaginable: el cine hardcore. Schrader describe el negocio de la pornografía y las snuff movies desde la mentalidad de este hombre de fuertes convicciones religiosas. Produce John Milius y la fotografía oscura de Michael Chapman da relieve a las tinieblas morales de la propuesta.

Podría sorprender la presencia de Richard Gere en el papel de este ambicioso gigoló, pero, atractivos físicos al margen, más que adecuados para el personaje, el actor encaró bien este desafío y es, posiblemente, su mejor composición. El filme es la segunda entrega de la trilogía bressoniana de Schrader: la redención del prostituto de mujeres ricas a través de la estima y la comprensión. Giorgio Moroder compuso la banda sonora y escribió con Deborah Harry todo un bombazo, “Call Me”, interpretado por Blondie.

Pese a su búsqueda de la ascesis y la contención, Schrader también puede ser un cineasta desmesurado. Y su filme sobre el autor de “El pabellón de oro” (1956) y creador de la secta La Sociedad del Escudo es un buen ejemplo, ya que se empeña en contarnos, a través de cuatro bloques, desde cuál fue la primera masturbación de Yukio Mishima hasta el momento en que decidió hacer culturismo. Schrader lleva a su moral la del belicista poeta. La música de Philip Glass aumenta el toque arty que no desdeña la propuesta.

Sobre el papel podía ser un filme poco identificativo del cineasta, una coproducción anglo-italiana basada en una novela de Ian McEwan, con guion de Harold Pinter, música de Angelo Badalamenti y ambientación veneciana. Pero, respetando la esencia del espléndido texto original (“El placer del viajero” en la edición de Anagrama), Schrader la somete a su propio rigor para escarbar aún más en las tensiones y mutuas fascinaciones entre las dos parejas protagonistas en una Venecia, como siempre, inquietante.

El carterista parisino del “Pickpocket” de Bresson muta al camello neoyorquino de apellido también francés, John Le Tour, al que da vida Willem Dafoe en la primera de sus seis colaboraciones con Schrader. Suministra drogas a la clase financiera de la ciudad, le persigue un pasado inclemente que vuelve a ráfagas –la relación con su ex, totalmente dependiente de las drogas– y padece el mismo insomnio que consumía al taxista Travis Bickle. Otro relato nocturno, con fotografía metálica de Ed Lachman.

El mismo año en el que Atom Egoyam adaptaba en “El dulce porvenir” la novela de Russell Banks “Como en otro mundo” (1991), Schrader llevó a la pantalla otro libro de este escritor en “Aflicción”. Volvía a trabajar, como en “El placer de los extraños”, con un texto ajeno de prestigio, pero en esta ocasión la materia prima estaba más conectada con su universo. El escenario es un pequeño pueblo nevado donde un sheriff ansía el respeto de los demás, empezando por el de su alcoholizado padre. No es cuestión de redención, sino de autoestima.

Para encarnar al pastor evangélico que se radicaliza ante los problemas del medio ambiente al conocer a un activista y su esposa embarazada, Schrader escogió a Ethan Hawke, que le ofrece una interpretación matizada del cura roído por los demonios (tanto los suyos como los del mundo) y la muerte de su hijo en Irak. Parecía que Schrader ya tenía un sacerdote como lo tuvo su amado Bresson –“Diario de un cura rural” (1951)–, pero, en realidad, “El reverendo” le debe mucho a “Los comulgantes” (1963) de Ingmar Bergman.

Hacia 1973, Scorsese y Schrader trabajaron en una adaptación de “El jugador” (1866), la novela de Fiodor Dostoievski. Algo de aquel proyecto debió quedar prendido en su mente. El personaje encarnado por Oscar Isaac no tiene deudas ni sufre angustias amorosas, pero su itinerario es igual de quebrado. Juega al póquer. Y al blackjack, donde el pasado de las cartas influye en las probabilidades del futuro de cada nueva mano. Esto es lo que le ocurre a él, torturado por un pasado del que es imposible redimirse. ∎