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Antes del advenimiento de lo digital, las cintas de casete eran correa de transmisión de música no tan al alcance: grabaciones de radio, o sacadas de casetes originales, rulaban de unos a otros, en un formato particularmente frágil. Si la casete estaba destinada a alguien, se convertía en una declaración de intenciones que, a la larga, era capaz de explicar ese fragmento de vida concreto. Es lo que ha hecho Summer Pierre con “Todas las canciones tristes” (“All The Sad Songs”, 2018; Libros Walden, 2021), cómic que le valió una nominación a los Premios Eisner. Conocida por sus cómics autobiográficos –la serie “Paper Pencil Life”, que inició en 2014–, Pierre reconoce que el proyecto del que hablamos, a priori, era mucho más modesto. Ella misma nos lo cuenta vía correo electrónico: “No planeaba hacer un libro entero, sino una historia de unas 25 páginas sobre las cintas de varios artistas. Me pareció que podría ser un repaso divertido y nostálgico de mis novios y la música, pero acabó creciendo y tratando muchas más cosas: memoria, salud mental y el poder de las canciones para narrar nuestras vidas. No era lo que pretendía hacer, pero fue lo que acabó saliendo”.
A diferencia de las portadas de discos o CDs, las casetes no originales, precedente artesanal de la piratería más descarada, expresan bastante si se les echa un vistazo, observando la caligrafía de quien las grabó. No hay más que conocer las colecciones de cintas de cualquiera que haya sido joven en los 80 o 90, caso de Pierre. Nos preguntamos, en este punto, cómo abordó el trabajo gráfico pensando únicamente en canciones. Porque parte del desafío era hacer de la música algo visual. “Cuando empecé a pensar en la música como una presencia real, que estaba viva en mi interior, me gustó la idea de que fuese un lazo que flotaba y viajaba por toda la página, cruzando paneles y tiempo y llenando el espacio”, explica.
“Mi vida en las cintas”, “Chicas y guitarras”, “Just Like Heaven”, “La cinta perdida”, “No quiero olvidarte” y “La última cinta” revelan episodios de la juventud de Pierre, al tiempo que muestran el poder de aquellas canciones grabadas que, a modo de epílogo musical, cierran cada capítulo de la novela gráfica con una banda sonora seleccionada. A propósito del primer capítulo, donde las casetes circulan en estancias universitarias y viajan hasta seres queridos y alejados, cuando no son un cebo directo para el chico deseado, le planteo si estos intercambios sonoros eran una manera de diálogo en una época donde conocer a gente afín era más costoso (sí, ¿no?). “No sé si era más difícil o solo diferente, pero sí, creo que era una forma de empezar una conversación o, al menos, llevarla al siguiente nivel. Recuerdo intentar cautivar a amigos o potenciales parejas mediante cartas y cintas, que eran el paso lógico después de la carta. Era como enviar una parte de tu corazón a alguien para que viviese con él (si todo iba bien y les gustaba). Conjurar un hechizo que ocupase parte de su vida cuando no podías estar allí en persona. Flirtear y fascinar a través de la música”.
Lo que Pierre denomina “el lenguaje de las cintas” espoleó una historia corta que, tras un repaso de su archivo musical en casete, fue evocándole historietas hasta, una detrás de otra, componer un cómic donde además de abordar su biografía sentimental realiza una estupenda memoria de la escena folk en Cambridge y Somerville entre 1998 y 2001. Es en estas ciudades del este estadounidense donde la autora vive con intensidad su faceta como compositora, guitarrista y cantante; así, el cómic se convierte ahí en una crónica de cómo era esa pequeña escena, donde artistas y público se confundían (“cuando no estaba dando un concierto, estaba en un micrófono abierto o viendo tocar a mis amigos”), extrapolable a cualquiera de las escenas que brotan en tantas ciudades. El encanto del underground –encerrado en sí mismo en una especie de autarquía complacida– se respira en estas viñetas, en las que las canciones de desamor conviven con un sentido del humor que compensa tanto vaivén emocional. Se trata, eso sí, de un tebeo que continuamente recuerda que existe a través de las canciones. Canciones para corazones rotos –como “Pitseleh”, de Elliott Smith, o “A Case Of You”, de Joni Mitchell– que cuentan con casete propio en el relato.
En un cómic donde las canciones mandan tanto no podía faltar la consabida lista en Spotify –que cierra, por cierto, “Early Train”, extraída de “Far From Here”, el disco que Pierre publicó en 2004 en el sello That Promising Seadog Media–, el casete del siglo en curso, de acceso inmediato y menor impronta personal que la antigua cinta, expuesta a mudanzas, pérdidas y al deterioro analógico. La creación del propio gusto musical tiene aquí su espacio, ese período de formación donde las influencias externas se van mezclando con los nacientes apetitos propios. Y la autora elige como punto de inflexión a Liz Phair. Me intereso por saber en qué medida ha influido en su propia creación musical, y hace hincapié en la voz de la de New Haven: “Una amiga tenía el disco ‘Exile In Guyville’ (1993) sonando en el coche e inmediatamente me conquistó. Su voz fue lo que más me impresionó, de primeras. No era como nada que hubiese escuchado antes. Yo aún no cantaba, pero Liz Phair lo hacía parecer posible, esa forma de cantar medio hablando. No tenía demasiados registros. A veces tan solo necesitas algo que parezca fácil para animarte a hacerlo tú, así que me lancé”. La Summer Pierre del pasado recuerda cómo ser mujer joven y escuchar a otras mujeres jóvenes y desafiantes impulsaba a coger la guitarra y hacer algo.
Pero vivir en una canción, según el deseo de Tom Waits, ¿no sería una suerte de escapismo? “No, no lo considero escapismo, sino una forma de intentar entender y procesar sentimientos y experiencias abrumadoras que no tenías otra forma de comprender. Eso no es escapismo, sino más bien una forma equivocada de terapia”, responde. Entramos aquí en un terreno que progresivamente ha ido perdiendo la pátina de tabú: la salud mental. Pierre toca el tema, a través de su vivencia, y con una mezcla deliciosa de comicidad y sensibilidad. Gráficamente, además, representa el estado de ansiedad como lo que es: un ladrillo muy pesadísimo. Sorprende que no se planteara abordar este capítulo de su vida en un cómic dechado de emociones… “Pensé en lo sola y aislada que me sentía durante aquella época y cómo encontrar algo como mi novela gráfica habría sido un balón de oxígeno para mí, así que decidí ser todo lo sincera posible en caso de que alguien estuviese luchando con ello y necesitase saber que no estaba solo. ¡La ansiedad es tan común y tan humana!”, exclama.
No es la única apelación a sus lectores. Pierre confiesa que uno de sus miedos, con respecto a este cómic, era el hecho de que al estar tan marcado por su música favorita resultase ajeno al lector, o que sus propias selecciones evocasen cosas distintas. En un momento dado, en el relato, pregunta qué canción ha sido particularmente aleccionadora para cada uno de nosotros en diferentes momentos. El efecto que surte esa cuestión es personal e intransferible. “Me alegro TANTO de oír que el libro desencadena las bandas sonoras de las vidas de los lectores... Ese era el objetivo. Sí, es un libro profundamente personal, pero no es solo sobre mis recuerdos. En ese sentido, espero que funcione como una cinta de varios o incluso un disco”, comenta con un entusiasmo que traspasa la frialdad telemática.