Dice Dawn Richard que este disco, estrictamente el sexto de su carrera en solitario, es una oda a su padre, Frank Richard, que lideraba una banda de funk en Nueva Orleans llamada Chocolate Milk y que estaba licenciado en teoría de la música clásica. También que está conceptualizado como una forma de demostrar amor y devoción a cada uno de los pigmentos que componen la negritud. O, en otras palabras, a la raíz y a la identidad: el “Sienna” es el color usado en las pinturas rupestres de Altamira o Lascaux, igual que el “Sandstone” lleva implícitas energías telúricas o el “Cerulean” celestes; el “Saffron”, o azafrán, está asociado a la región de Kashmir y siempre ha tenido un significado complejo en la India, del mismo modo que el “Indigo” en la diáspora de los pueblos del Mediterráneo.
Por otro lado, es el primer trabajo que diseña mano a mano con Spencer Zahn, un peculiar compositor neoyorquino que ondula entre el ambient y el jazz vibrando siempre en los límites del pop y dispersándose ocasionalmente hacia la clásica. ¿Y el resultado? Un “Pigments” sorprendente que se centra en construir con sumo cuidado en el detalle un universo sensible, habitable, único. Que, fusionando influencias que van de Björk o Imogen Heap a Dirty Projectors o FKA twigs y desde su interés creciente por incorporar el clasicismo musical a un entramado electrónico con estructuras propias de la música popular, dibuja un paisaje naturalista, casi bucólico. Y que maneja el pincel fino tanto como el trazo gordo, con texturas que bordean los márgenes del jazz tan explorados por Steve Harrington –DARKSIDE–, frecuente colaborador de Zahn.
La voz de Richard funciona como un habitante más; de hecho, está listada como un instrumento más en los créditos. Ni el sonido se construye para ella ni ella distrae con conceptos demasiado difusos –dando vueltas siempre alrededor de la plegaria amorosa–; tampoco destaca en la mezcla ni en proporción. Incluso se camufla entre efectos electrónicos o se limita a formar bucles desiderativos. Y se alterna en perfecto equilibrio con los pasajes instrumentales, entre un cuarteto de cuerda, flautas, saxos y clarinetes, marimbas y vibráfonos, guitarras desdibujadas.
Un disco que es el opuesto más radical que podríamos esperarle a “Second Line” (2021) –viaje en el que Richard, convertida en la androide King Creole, recorre la historia afroamericana de la música dance– y la deflexión más significativa y extrema de su carrera, sí. Pero también un paso lógico que retiene toda su identidad. El espíritu experimental que pulsaba en “Goldenheart” (2013) manteniendo ensamblada una aleación de R&B alternativo, clásica, trip hop, dubstep, electro, house y raíces creoles. El vanguardismo electrónico que exploraba “Blackheart” (2015). Los flamígeros arreglos orquestales y la ornamentación rococó de “Redemption Heart. The Red Era” (2016). Todo lo que ha vertebrado, entre líneas y bajo la superficie tectónica de su gusto por el bajo, sus trabajos desde que decidiera dar un giro copernicano en su trayectoria y, tras la disolución de la girl band Danity Kane, publicara con Diddy Dirty Money –insólito supergrupo formado con Kalenna Harper y Puff Daddy– el resonante “Last Train To Paris” (2010). El reflejo espectral de una travesía siempre en el filo. ∎
Para poder leer el contenido tienes que estar registrado.
Regístrate y podrás acceder a 3 artículos gratis al mes.