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Dicen que está muerto, pero a veces parece que tan solo haya estado de parranda. El rock, decimos. El primerizo y también ese hijo respondón que alguien osó bautizar como indie rock hace casi cuatro décadas. El que fue matriz de Primavera Sound desde su primera edición y se hizo fuerte anoche en el Fòrum. Sí, cierto es que ni los Rolling Stones llenan ya estadios con la facilidad de antaño –miren lo del Wanda madrileño el pasado miércoles– y que el efecto multiplicador de un Primavera Sound tan multitudinario como este –en ocasiones, demasiado–, tras dos años de barbecho obligado, podría distorsionar el enfoque. Pero servidor no recuerda haber visto a Pavement, Dinosaur Jr. o Yo La Tengo ante tal muchedumbre. Ni en Reading. Ni en el FIB. Ni en sus mejores tiempos. Porque la cresta de su ola se disipó hace décadas. Son de todo menos hip. The Old Normal –en términos estrictamente musicales– tosiéndole a The New Normal. Treintañeros cantando canciones –“Cut Your Hair”, “Double Dare”, “Start Choppin’”– que fueron publicadas cuando apenas habían nacido. Está pasando. Quizá no sean muchos, pero parecían estar todos los del mundo reunidos anoche en el mismo enclave del planeta. Guitarrazos, feedback, distorsión y crujido eléctrico ante multitudes más propias de otros sonidos.
Ese fervor inusitado, desmedido (sobre todo) en efectivos, fue patente desde primera hora de la tarde. En las 18 ediciones que llevo de este festival –solo falté en 2001 y 2008–, nunca había visto tal gentío para entrar a un concierto en el Auditori Rockdelux a la hora de la siesta, cinco de la tarde. La cola solo se disgregó cuando sus más de tres mil butacas fueron ocupadas. Aforo completo para ver a Kim Gordon, otra sacerdotisa del calambrazo eléctrico y la distorsión. A diferencia de sus correligionarios, la bajista de Sonic Youth no entiende de concesiones a la nostalgia. No entiende de concesiones, directamente. La suya fue una adusta sesión de noise rock con coartada arty, tensa y obsesiva, deudora de su álbum “No Home Record” (2019), surtida de proyecciones que inciden en la idea del viaje en coche por los suburbios menos amables de Los Ángeles –su actual lugar de residencia– y con la que volvió a demostrar que es ella quien más se ha alejado del canon de la banda madre, ya sea porque no puede o porque ni siquiera quiere evocarlo. Árido descorche de jornada el suyo. Confrontacional, incluso. Sin desborde de imaginación, pero presentando batalla a sus 69 años.
Igual de venerable es el libro de estilo de Yo La Tengo. Y siempre es complicado saber por qué páginas lo van a abrir. Si por el soul pizpireto de “Mr. Tough”, por el hipnótico mantra de “Pass The Hatchet, I Think I’m Goodkind”, por la ensoñación de “Ohm” o por la mágica levedad de “Our Way To Fall”. Pudiera dar la sensación de que querían honrar –algo, un poco– uno de sus mejores surtidores de hits alternativos, aquel “I Can Hear The Heart Beating As One” (1997) que cumple ahora 25 años, aunque en realidad canciones como “Autumn Sweater” suelen caer siempre. Siguen siendo esos tres tipos absolutamente normales, empeñados en hacer que lo extraordinario parezca ordinario de tan habitual, intercambiando sus instrumentos al servicio de un repertorio que siempre parece que se cocina en directo. Y aunque su concierto no fue memorable, borró el mal sabor de boca de la única vez que estos dos ojos los vieron flojear: hace unos años al fondo de Mordor, extremo final del recinto. Son humanos, aunque a veces no lo parezca.
También lo son Pavement. ¿Cómo no iban a serlo, si hicieron arte de la asimetría, de las hechuras desmañadas y las melodías desvencijadas, del remoloneo slacker cifrado en canciones con las tripas abiertas y un sentido del humor tan críptico como descreído? Somatizaron a The Fall, The Swell Maps y Lou Reed hasta dar con un lenguaje único, cuyo mayor reto ahora mismo es saber si aguanta el test del tiempo. Y en ese sentido, lo más curioso es comprobar que el material de sus dos últimos y poco valorados discos –canciones como “Embassy Row”, “Spit On A Stranger” o “Major Leagues”– sí nacieron con madera de clásicos indiscutibles, quizá por lucir menos aristas, un pelín más convencionales. Esa es una de las dos certezas que nos dejaron. ¿La otra? Que todo lo que han perdido en aquella forma de domar el caos, ese duende para aparentar que sus bolos podían descarrilar en cualquier momento (como les pasaba a El Niño Gusano, incluso aunque esa fuera su única similitud), toda aquella irreverente frescura de la que solo las encantadoras extravagancias de Bob Nastanovich quedan como recuerdo, ha sido suplida por un oficio a prueba de grandes llanuras. A veces hasta bordean la jam adulta. En cualquier caso, Stephen Malkmus y los suyos bordaron “Grounded” o “Zurich Is Stained” entre una veintena larga de perlas. Poco se les puede afear.