Anoche terminé de ver, después de una maratón, las tres temporadas de “Cobra Kai” (2018-) en Netflix. Por momentos perdí la paciencia: olía el relleno o el alargue, el cambio de guionista, quizá por el peso muerto de los capítulos del medio de todas las temporadas. Es, después de todo, una serie, y una de bajo presupuesto, tal como “Karate Kid”, el producto comercial e inofensivo que los estudios Columbia lanzaron sin mucha fanfarria en 1984 al mercado, en plena era Reagan. El fin primario de “Cobra Kai” es alargar, no resumir. Sus capítulos son de media hora, pero las tres temporadas suman quince horas. Un exceso. Pero cuando “Cobra Kai” funciona, vuela, impacta, emociona y, sobre todo, confunde. Debe ser uno de los experimentos de entretención popular más jugados y vanguardistas que he visto en décadas. Esto no es cine de autor o experimental o cine iraní contemplativo, sino que es estirar la cuerda de la cultura popular hasta lograr un portaaviones multimediático (es cine, remix, televisión, cable, streaming, vídeo, una playlist, una cita, un homenaje o robo) que deja a muchos trabajos serios de autores premiados como las obras estériles y asustadas de unos hipsters incapaces de abrirse, jugar, mostrar sus sentimientos o atreverse a equivocarse. Porque “Cobra Kai”, con todo lo fascinante que es, no es gran arte, ni siquiera gran televisión, pero es una gran idea. Una idea insuperable. Es más: hace tiempo que no me enfrentaba a un artefacto (¿es eso?) que me haya volado la cabeza al comprobarme más cosas de las que estaba dispuesto (o preparado) para procesar. Considerar “Cobra Kai” como una serie es errar. Es una saga. Algo mayor.
No deseo usar metáforas de kárate, pero la idea (ideas, decenas de ideas) primordial detrás de esta producción, el soplo vital que la hace palpitar, es atacar primero y no tener piedad con los que insisten en creer que el arte popular (o la cultura pop) no puede intentar ser algo más. Además, Josh Heald, Jon Hurwitz y Hayden Schlossberg, los genios detrás de este muy particular reboot (no es un cover, no es un remake, no es la cuarta-quinta-sexta parte), entienden que cuando uno se enfrenta a artefactos que son hitos de la cultura popular (queridos, atesorados, revisitados, generacionales, incrustados en las memorias de millones de personas) estás ingresando en un territorio no solo sagrado sino que es de todos. “Cobra Kai” se enfrenta a las tres entregas originales de “Karate Kid” con una misión clara: destrozar el remake de 2010 con Jaden Smith y Jackie Chan o engendros como “El nuevo Karate Kid” (de 1994; con Hillary Swank y Pat Morita, pero sin Ralph Macchio) para crear algo superior: una suerte de continuación que es mucho más que eso. ¿Qué es? Aún no lo tengo muy claro, pero juega con ideas (¿sentimientos?) potentes: la del paso del tiempo. Lo que todos tenemos en común, que las historias que importan son momentos que alguna vez tuvieron un antes que no conocimos (o vimos) y tienen un después que no siempre es feliz.
En “Karate Kid” un chico flacuchento viaja por tierra, por los caminos de los wéstern y las novelas de Kerouac, al Oeste. Su madre es viuda y es prima de “Alicia ya no vive aquí” de Scorsese. La madre no es Ellen Burstyn, pero da lo mismo, porque el chico va rumbo a California (“Go West”, cantaron los Village People antes de pasarle el tema a los Pet Shop Boys) siguiendo la ruta de “Las uvas de la ira” de Steinbeck. Pero, para cualquiera que haya leído novelas negras de Hammett o Chandler o visto “Chinatown” (1974) de Polanski, sabe que no porque llueva poco o nunca nieve todo es el paraíso. Daniel llega al valle, a un barrio obrero, de la clase baja blanca, llamada Reseda (yo sé de Reseda: cuando nos criamos en la cercana Encino, mi madre nos llevaba allí a clases de natación en un parque). Arriendan un departamento en un edificio de dos pisos en la desolada avenida Saticoy llamado Seven Seas (la tipografía tiene algo del Pacífico Sur). Hace unos años llegamos al valle con I. Éramos aún novios y la pandemia no nos había puesto en jaque. Los Ángeles era, para él, una gran locación y sus peregrinaciones incluían el muelle de la serie “The O.C.” (2003-2007) y el valle de San Fernando. Quiso ir a conocer el departamento donde vivía Daniel-san y donde el conserje oriental resultó ser el “Sr. Miyage”. Nos tomamos fotos y miramos hacia adentro. Tenía una piscina con agua, y los vecinos centroamericanos, probablemente ilegales, estaban algo aburridos de los turistas. Nos hicimos amigos de una familia australiana. Les tomamos fotos y ellos a nosotros. I., al que a veces echo de menos cuando veo cintas de los 80 (años en los que nació), hizo la pose de la grulla bajo el sol inclemente. Le tomé una polaroid.
Antes de lanzarme con “Cobra Kai”, vi las tres “Karate Kid”. Son, claro, partes. Después del éxito de la primera, como sucede casi siempre, se hicieron dos más. Las tres cintas, además, tienden a ser una suerte de miniserie, pues están más unidas en el tiempo cinematográfico (unos 18 meses, quizá menos, incluyendo un viaje a Okinawa en la segunda) que en lo que se demoraron en realizarlas (1984-1989). Lo curioso es que mantuvieron el mismo elenco (tipo la saga de “El padrino”) y el mismo director, el oscarizado John G. Avildsen, un cinturón amarillo que fue alzado a cinturón negro en 1976 gracias a “Rocky” (aunque de todos es sabido que el verdadero talento detrás de la saga es Stallone). Avildsen era más un artesano y quizá no fue capaz de recuperarse del fugaz y contundente éxito de “Rocky”. Luego de dar aleteos en el agua, y de hacer una incursión en una suerte de soft porn, “A Night In Heaven” (1983), con Christopher Atkins, el chico de “El lago azul” (1980), como un striptisero que es seducido por su profesora separada, Avildsen aceptó hacer una suerte de remake de su gran éxito enfocado al público adolescente con “Karate Kid”. Potenció lo plantado por el guion del novato Robert Mark Kamen e hizo del entrenamiento (chico se supera a sí mismo) el drama. Miyagi (ahora figura de culto) era una versión gentil del Mickey de Burguess Meredith con mucho del Alec Guinness de “La guerra de las galaxias” (1977) y hasta con toques de Yoda. “Karate Kid” era puro cliché, puro género. Y Avildsen, casi diez años después de “Rocky”, le sacó provecho al Valle de San Fernando, el inmenso suburbio al otro lado del letrero de Hollywood en Los Ángeles y las cercanas playas del Pacífico. Daniel Russo era pobre y el chico rubio Johnny, que aparece muchísimo menos en el filme de lo que la memoria nos hizo creer, es el malo. Y Ali, la chica, una rubia de las colinas de Encino, no tiene mucho que aportar. Si “Rocky” era una oda a la clase trabajadora, “Karate Kid” era, sin duda, más clase media, más reaganiana y pos-MTV. Era, en el fondo, una cinta de adolescentes con algo menos. Más casta pero, a la vez, más profunda gracias a las enseñanzas del Sr. Miyagi, que se convirtió no tanto en una figura paternal (y eso era), sino en algo superior: un abuelo caído del cielo, un mentor de los suburbios con la sabiduría oriental justo al estallar la moda del sushi y la dominación asiática. “Karate Kid”, entre otras muchas cosas, legitimó a Bruce Lee y le explicó al mundo que las artes marciales podían ser para todos.
Los que han visto “Cobra Kai” saben los cambios. O las ideas brillantes. Reseda ahora es un barrio latino y Miguel, hijo de una madre ecuatoriana, vive en un departamento muy parecido al South Seas. Johnny Lawrence es un perdedor en todos los sentidos y su cara, su rostro, lo demuestra. Está ajado. Miyagi ha muerto, pero en esta serie abundarán los sensei y faltan los padres, sobran los huérfanos. Daniel-san ahora es un winner, pero ¿realmente lo es? Posee una franquicia de venta de autos y su cara adorna las calles principales en lo alto de inmensos letreros publicitarios. El mundo ha cambiado, pero Lawrence se quedó pegado en los 80 y le parece curioso que ahora las mujeres deseen entrar a un dojo. “Cobra Kai” mira el presente con más precisión y humor y horror que lo que hizo Avildsen. De Reseda y la odisea de Daniel Larusso pasamos al Valle de San Fernando –donde siempre se han realizado cintas pornos, al menos desde los 70, basta ver “Boogie Nights” (1997)– y a una galería de personajes. Los creadores amplían la mirada, la hacen coral e insertan la duda: ¿qué es triunfar?, ¿qué implica perder? Hay segundas, al parecer, y hasta terceras oportunidades, pero tener una nueva chance no implica salir victorioso, sino dejar atrás la otra. Todos aquí son cobra: destrozan a inocentes, atacan al estar amenazados, desechan y cambian de piel las veces que sean necesarios. Esto no es territorio de Rambo, aunque Johnny no para de ver “Águilas de acero”, una suerte de “Top Gun” (1986) de segunda, donde los maestros que mueren terminan resucitados porque “al final no murieron en el mar”.
En 1959, François Truffaut, un crítico de cine intenso e incorrecto, que disparaba contra sus padres, llevó a Cannes su primera cinta como director: “Los 400 golpes”. Aunque lo hubiera negado, estaba claro que era un material autobiográfico. Antoine Doinel era su héroe y su alter ego. Contaba con doce años y el rol lo obtuvo en un casting un chico llamado Jean-Pierre Léaud. Truffaut optó, cada tanto, a medida que avanzaba su carrera y su vida, en volver a Doinel, que tenía unos quince años menos que su creador. Hubo cinco cintas de Truffaut centradas en Antoine Doinel y, la última, “El amor en fuga” (1979), es, creo, la base de “Cobra Kai”. En la película, todo el pasado regresa a Antoine, que ya tiene más de 30 años y que siente que ha perdido a todas las mujeres que quiso o lo quisieron. El flashback, en Truffaut, es más que eso: los que vuelven son Antoine y algunas mujeres que amó. Las caras, los cuerpos. A veces los recuerdos son en blanco y negro. El cine y la fotografía capta mejor la esencia del tiempo porque ese es su fin: atraparlo. “Cobra Kai” no necesita envejecer a sus personajes con mal maquillaje o, peor, rejuvenecerlos con trucos digitales. “Cobra Kai” es actual, pero es análoga. Los exrivales que deben eventualmente enfrentarse y unirse son los mismo y son, a la vez, otros. Lo mismo sucede con aquellos que dejó en Okinawa. El tiempo pasa, avanza, daña, da distancia. Así, tres cintas populares, entrañables incluso, pero que no son gran cine, de pronto, gracias al montaje y al tiempo, adquieren un espesor impensado y absolutamente conmovedor. “Cobra Kai” está filmada en digital, pero recuerda al celuloide. Incluso sus innumerables combates son sin truco. Como se hacía antes. Con dobles, quizá, o ángulos bien pensados, o un gran montaje. Aprovechar el pasado no solo como tema sino como soporte, como trozos de memoria viva, hace que momentos de los 80 –que quizá fueron considerados desechables o kitsch o torpes– se vuelvan clave, emocionantes, y elevan la serie del presente como ninguna puede hacerlo. Hay, por cierto, series mejores, pero no hay ninguna que lleve filmando a sus personajes, a sus cuerpos, a sus caras, por más de 35 años.