un lado, el segundo advenimiento de la piratería de series y películas, y al otro, la desastrosa calidad de proyección en salas de cine. Aquel que quiera pagar por ver productos audiovisuales en buenas condiciones técnicas y estéticas se sitúa entre quienes exigen ver gratis el último capítulo de “The Last Of Us” como un derecho fundamental que debería estar recogido en la Carta de la ONU y las avariciosas cadenas de exhibición que se lamentan de que el público no vuelva al cine y al tiempo te quitan las ganas de pagar por ver una película en pantalla grande.

De los descargadores ilegales se ha escrito mucho y no me apetece repetir cantinelas de hace veinte años. Lo que sí creo interesante es señalar los motivos por los que alguien deja de pagar una suscripción a una plataforma y reinstala el eMule en su ordenador. Hace unas semanas estuve en una quedada de niños del cole y, tras unos minutos de debate acerca de multas de tráfico, la conversación se centró en las series y pelis que veía ese chat de padres que tomaba forma humana a unos metros del correteo de niños de seis años.

Lo que me quedó muy claro fue que ver “Avatar 2” sí valía el precio de la entrada, pero cualquier otra película no merecía el gasto: “No me aportan nada”, decía un padre. Lo mismo pasa con las series vistas en casa, que no valen lo que cuesta la suscripción. La subida de precios de algunas plataformas ha hecho sacar a mucha gente la balanza: ¿Merece la pena gastarse dinero en algo que tengo gratis en una página de descargas? Bueno, gratis, internet lo pagan, claro.  La gente está dispuesta a gastar dinero por la compra del súper, por una caña en un bar o por unas zapatillas de deporte. Pero una película “no les llena tanto como para pagar por ello”. En realidad creo que esto pasa porque la compra, la cerveza o el calzado (aún) no se pueden descargar.

Entonces, quienes consideramos la piratería un espanto (sobre todo por el desprecio a nuestro trabajo, que sí creemos que vale lo que cuesta) deberíamos defender el cine en pantalla grande, pagando, cumpliendo el ritual social de ir a una sala oscura a compartir una experiencia cinematográfica con un grupo de desconocidos. Pero las salas de exhibición (hay que ser justo: especialmente las grandes cadenas) nos lo ponen muy difícil. ¿Vas a salir de casa y pagar entre seis y diez euros para ver veinticinco minutos de anuncios antes de la película? ¿Dónde está la espectacularidad de imagen y sonido si la calidad de la proyección es desastrosa? ¿Dónde está el esfuerzo de las salas para que el público vuelva al cine si prescinden de personal y los cines están sucios o las luces de la sala no se apagan cuando empieza la película?

Uno no va al cine y abandona la sala pensando “qué bien haber superado la pereza y haber venido a ver esta peli en una gran pantalla”. Sale pensando que, como decían los padres y madres de “La casa del Torrent”, no merece la pena gastar tu dinero y tu tiempo en ver anuncios antes de una película mal proyectada en una sala con palomitas revenidas en el suelo. Y esto pasa porque los cines quieren gastar poco, quieren tener poco personal para atender al público y ahora además no quieren proyectar películas europeas para poder poner cuarenta y dos sesiones del blockbuster de turno. Es cierto que nunca han querido poner cine no norteamericano, pero el caso es que ahora además van a conseguir cargarse la cuota de pantalla del cine europeo.

Quienes tengamos a mano salas de cine que no te atiborran a anuncios y que proyectan bien las películas, deberíamos ir solo a esas. Lo tiene más jodido quien no tenga más remedio que ir a la multisala de centro comercial que te vende por ocho euros una proyección no mucho mejor que ver la peli en tu móvil. Creo que los que hacen las pelis están cumpliendo su parte haciendo cine. Ahora les toca a las salas hacer que esa experiencia vuelva a merecer la pena. Y el precio de la entrada. ∎