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Firma invitada / Escalera de incendios

Ladrona de bicicletas

H

ace tiempo que me abandoné a la conspiración. Me parece que tiene mucho que ver con la ficción. Algunos se abandonan a la literatura o al cine, deciden vivir en las vidas de los otros a través de los libros o de las películas, y yo a veces me vuelvo conspiranoica para darle un sentido a todo esto y echar anclas en algún fondo. Mi conspiración favorita es la de las empresas tecnológicas. Subo todos mis archivos a la nube y no hay día en el que no me ataque el pánico y piense que alguien me lee los words, mira mis fotos, analiza las facturas.

Durante una época conservé la contraseña del e-mail de una persona que había confiado en mí… demasiado. Años después aún la recordaba y probé si le duraba la confianza en mí: sí (bueno, seguramente olvidó que yo conocía aquella clave). Tenía ahí delante, como en el mostrador de una pastelería francesa, un montón de mensajes para darme, si quería, un atracón de intimidades. Lo hice hasta que empezaron a sentarme mal. Fue el azúcar de la culpa. Igual que después de una vomitona por resaca, me prometí no volver a beber; el remordimiento fue tan grande que borré de mi cabeza la contraseña, incluso la dirección de e-mail. De entrada, no podría dedicarme a cotillear la nube de nadie, pero supongo que tampoco querrá nadie trabajar en Glovo y ahí estamos.

En realidad, esta es una subcategoría de conspiración, porque la principal, mi favorita, es la de la hecatombe cultural, la de cuando un día, una vez que hayan desaparecido los libros, los discos, todo lo físico, nos filtren internet, nos cierren ese grifo y entonces ya solo seamos trabajadores. De Glovo. Y ahí estaremos los conspiranoicos, agitando nuestras Rockdelux en papel, nuestras grapas de Spider-Man, las ediciones conmemorativas de los libros de Natalia Ginzburg; reiremos desde nuestras guaridas a mandíbula batiente y nuestras carcajadas solo se oirán a través de Siri. Es la excusa que me doy para acumular libros y la autorización que me he firmado para empezar a hacerlo con los discos. También es lo que me repito cuando me atemoriza la culpa por no haberlos leído todos aún: espera, que el apocalipsis está cerca.

Durante el primer confinamiento anduve demasiado ocupada para darme cuenta de que llegaba el momento, con el teletrabajo, el telecolegio, la televida, en definitiva; sin embargo, luego estalló la segunda ola, luego Filomena… en fin, los avisos del Apocalipsis, y me froto las manos como el señor Burns al saber que llegará mi día, que mi trabajo de hormiguita será recompensado, que vendrán los días para leerlo todo. Entonces, sepultada entre libros, me daré cuenta de que alimentan mi rabia, pero no el hambre y tendré que abandonar la guarida para cazar, quién sabe si conejos, perros o cucarachas. Tampoco será tan romántico, en realidad: tendré que salir a robar una bicicleta para trabajar en Glovo. ∎

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