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Las pantallas de Rosalía. Ilustración: Pepo Pérez
Las pantallas de Rosalía. Ilustración: Pepo Pérez

Editorial

Rosalía: ni se te ocurra ni pensarlo, te despejo la X en un momento

¿Tiene sentido debatir sobre Rosalía en 2022? Claro. Analizamos la gira de “Motomami World Tour”, con nueve conciertos ya celebrados en España: Almería, Sevilla, Granada, Fuengirola, Valencia y los dobletes de Madrid y Barcelona; faltan los de Barakaldo (27 de julio), A Coruña (29 de julio) y Palma de Mallorca (1 de agosto) antes de dar el salto a México, Brasil, Argentina, Chile y Colombia en agosto, y después República Dominicana, Puerto Rico, Estados Unidos y Canadá en septiembre y octubre, y vuelta a Europa (Portugal, Italia, Alemania, Países Bajos, Bélgica, Inglaterra y Francia) en noviembre y diciembre.

25. 07. 2022

E

l inicio de su primera gira mundial, que arrancó en Almería, está sembrando dudas en una minoría por ciertas elecciones de planteamiento, circunstancias menores e incluso absurdas que, en definitiva, no deberían atenuar la inconmensurable valía real de una artista extraordinaria. Que si no hay músicos y todo está pregrabado, que si por qué bailarines y no bailarinas, que si el cámara que graba sus movimientos entorpece el desarrollo del directo… Bien, ¿de qué hablamos cuando hablamos de música? ¿Es eso taaaaaan importante? La estrella internacional con más gancho del mundo ahora mismo (tras Beyoncé, por supuesto, de la que quizá copió la idea de su show de 2016: su imagen superamplificada) ha escogido esa opción porque puede y porque quiere. Tal cual. ¿Se ha equivocado? Visto el éxito de sus conciertos, parece que no. Aun así, a pesar de las críticas entusiastas de la prensa española en general, casi todas presas de un positivismo desmesurado –a excepción de en Sevilla, siempre tan ortodoxos y reacios a todo lo que mezcle con flamenco, donde esta vez se cuestionó, sobre todo, el calamitoso sonido de La Cartuja, pero también algunos otros matices musicales de riesgo–, lo cierto es que el descomunal talento de Rosalía está muy por encima de la concepción escénica de su show, menos brillante de lo que sugiere la idea potencial del minimalismo como recurso; no siempre menos es más. Resumiendo: ella es incomparable; la concepción del espectáculo es muy muy mejorable. Veamos.

En Metacritic, su “Motomami” sigue siendo el álbum más valorado de 2022, con una puntuación de 94 sobre 100, por encima de…, ejem, por encima de todos los demás del mundo mundial. La Rosalía, pues, se mantiene en la cresta de la ola y, por tanto, puede hacer lo que quiera. Hasta incluso rodearse de ocho bailarines aeróbicos como si aquello fuese el Ballet Zoom y ella, Raffaella Carrà –por momentos, un poco rancio, la verdad–. Y poco más hay sobre el escenario (bueno, unos patinetes casi al final, en “Chicken Teriyaki”; y unos cubos blancos cutres para escalonar un escenario de quita-y-pon, y unos mochos y bayetas para secar el piso con movimiento coreográfico incluido y evitar resbalones: feo).

El mundo, a sus pies.
El mundo, a sus pies.

El cuadro de bailarines, buenos guardias pretorianos, son sometidos por Rosalía desde la irrupción en escena con sus cascos de cíborg en la inicial “Saoko”. En “Candy”, nuestra estrella más grande se erige en dominatrix con los danzarines en círculo a su alrededor, y en “Motomami” se acopla a una moto orgánica hecha por el cuerpo de los bailarines. Pero en “La fama” los desaprovecha con una bachata que pide ser bailada, no guionizada como una ficción de paparazzis que la persiguen ridículamente para fotografiarla (ella, con sus gafas de diva).

Por si había dudas (que no), esas elecciones selectivas dejan claro que ella –vestida por el australiano Dion Lee; qué calor– es la única protagonista posible, por encima de atrezos, escenografías, bailarines (o bailarinas, si las hubiese habido) y cámaras. Por eso mismo toca la guitarra en un tema (¿por qué solo en uno?: “Dolerme”, balada estándar, single de entre discos), como si fuese Madonna en el Drowned World Tour de 2001 o Shakira en la Superbowl 2020. Por eso, de repente, se sienta al piano en un tema (¿por qué solo en uno?: la sexual y sensual “Hentai”, con fondo bucólico-new age en la pantalla).

Rosalía interactúa con su público para mostrarse accesible a través de la steadicam, con su colegueo simpático e inclusivo en diálogos improvisados, leyendo pancartas, con felicitaciones de cumpleaños (siempre hay alguien que cumple años), con su invitación a cantar “La noche de anoche” (la de Bad Bunny) con alguien del público (que la destroza), con dedicatorias específicas para cada ciudad: menciones a las vacaciones familiares cuando era una niña en Almería, al hechizo de cerrar el círculo tras su controvertido paso por la Bienal de Flamenco de hace cuatro años en Sevilla, al recuerdo de su viaje de fin de curso en Granada, al espeto en Fuengirola, a la horchata en Valencia, a lo importante que es para ella tocar en el Sant Jordi porque fue ahí donde vio su primer concierto grande (el de Estopa; por cierto, los hermanos Muñoz se personaron en el segundo concierto en Barcelona como espectadores), nos dijo el segundo día; “Em fa molta il·lusió estar a casa i cantar per a la meva gent”, nos confesó el primer día. De ahí a, por supuesto, al permiso para que suban al escenario a bailar unos cuantos espectadores escogidos previamente para vivir festivamente el momentazo “Papi chulo… Te traigo el mmmm” de Lorna inflamado con la “Gasolina” de Daddy Yankee: fiesta.

Los cascos “Motomami”. Foto: Óscar García
Los cascos “Motomami”. Foto: Óscar García

Pero hablemos de música, aunque sea pregrabada. ¿En serio que a alguien le importa eso, que sea pregrabada, en 2022… si no se es Fernando Neira (buen tipo, que conste en acta), quizá Andrea Levy (tan indie de vieja escuela) o, seguramente, los fieles a ‘Ruta 66’, (buena) revista paleolítica que llegó a publicar un artículo asqueroso sobre el último disco de Rosalía que, por vergüenza torera, fue retirado? A estas alturas de siglo XXI, la música, como la energía, ni se crea ni se destruye, solo se transforma. Y ese, como es sabido, es el lema de Rosalía: “Yo me transformo”, como deja claro desde “Saoko”, primer tema de la treintena que interpreta. Y “que se joda el estilo”, claro. ¿A quién le importa el estilo, un único estilo? Si comer siempre lo mismo es aburrido y quizá indigesto –algo que ella evita con la variada selección de sus cinco restaurantes favoritos en Barcelona, según informa, atención, ‘Mundo Deportivo’: El Pollo, La Panxa del Bisbe, Bar del Pla, Xemei y Shunka; por cierto, coincido con ella en los dos últimos–, no iba a ser menos escuchar siempre la misma música. Por eso, el recital de sonidos turboexperimentales y de raíz que ha conseguido licuar en “Motomami” es de aúpa y, sumados a los de los dos discos previos, de una trascendencia generacional con proyección internacional única, como no ha habido otra igual en el pop español ever. Por eso, y porque puede y porque quiere (repetimos), baila flamenco, con zapateado incluido, a ritmo de reguetón en “La combi Versace” y se queda tan ancha. O aplica un taconeo en “Bulerías” con un baile final en trance. O recupera “De plata”, su única referencia del seminal “Los Ángeles”, con un quejío por caracoles, dándole protagonismo a la guitarra (grabada, claro) de Refree (distorsión que ha llevado a alguien a imaginar, erróneamente, “el filtro casi metalero de unos Lagartija Nick de ácido”; Raül Fernandez, por cierto, también estuvo presente en el segundo concierto en Barcelona como espectador) y acoplándose una enorme bata de cola negra de doce metros de volantes –de la firma sevillana Lina– de efecto dramático para conseguir la imagen más poderosa del concierto; se llevó los mayores aplausos al concluir la canción.

Preparados, listos, ¡ya! Foto: Óscar García
Preparados, listos, ¡ya! Foto: Óscar García

En “Abcdefg”, por ejemplo, tuvo el momento del rescate emocional para una seguidora mareada en Sevilla, parando el concierto y preocupándose por su salud. También le otorgó la “M” de “motomami” a Madrid, mientras que en Barcelona la cambió por la “M” de “milionària”, saliéndose así del guion para cantar a capela, en catalán, claro, la rumbita buena “Milionària” (“Fucking Money Man”). Graná se quedó con la “G” de “guapa” y así.

“De aquí no sales” (poderío de voz total; unida a “Bulerías”), ”Pienso en tu mirá” (tocada en Barcelona, el segundo día, a los cuatro años justos de su publicación) y “Malamente” (cumbre histórica para la posteridad) son la excelsa tripleta, escasa representación pero muy bien escogida, de “El mal querer”. Delirio.

En “Diablo” se desmaquilla sentada en un sillón de barbero, se corta las extensiones de su pelo y lanza la toalla manchada al público. Atmósfera emo, diabólica, roja. Mientras, a “Perdóname”, canción de La Factoría con Eddy Lover, le rebaja la trepidación reguetonera, la convierte en un sentido baladón y la canta en pantalla mostrando un primer plano descarnado: pura actriz.

El mambo “Despechá”, una mujer que sale de fiesta con sus amigas, va a ser un exitazo cuando se publique. La otra inédita, “Aislamiento”, que prestó pegada a su guiño al “Blinding Lights” de The Weeknd, no es tan efectiva con su colchón electrónico. “Dinero y libertad”, un descarte de “Motomami”, es la tercera novedad: voz estridente.

Canta el bolero “Delirio de grandeza” muy bien, a lo crooner antigua. En “Como una G” se salta el discurso telefónico de la abuela. “Sakura”, según confesó en Barcelona el primer día, está inspirada en las canciones de Lole y Manuel, con acompañamiento de teclados, gentileza de Llorenç (así lo presenta; misterio), en escena. Y la metralla “CUUUUuuuuuute”, batucada trepidante, es también el refugio de la mariposa, su emblema, y su despedida.

La parodia de “La fama”, mala consejera. Foto: Óscar García
La parodia de “La fama”, mala consejera. Foto: Óscar García

En tiempos de multipantallas, píldoras en TikTok y redes sociales como medio de comunicación directo, sin intermediarios, Rosalía demuestra ser la jefa absoluta. Con su ejercicio de fraccionar canciones como pedazos de vídeos (de)construidos en directo para ofrecer a todo el recinto, no solo a las primeras filas, procura el espectáculo más cercano posible a todos los espectadores (lástima del delay que afecta a la sincronización de imagen y sonido –¿nadie se dio cuenta de eso?–, perceptible en el desfase entre labios y sonidos; no, tranquilos, su voz no era playback).

Su último concierto antes de esta gira mundial había sido el del 10 de diciembre de 2019 en el WiZink Center de Madrid, tras su doble paso por el Sant Jordi barcelonés tres y dos días antes. Qué tiempos aquellos. Sin pandemia y a rebufo de “El mal querer”, el huracán Rosalía, que ya arrasó meses antes en el Primavera Sound 2019 en su consagración total ante 65.000 personas en el recinto –en aquel instante, el récord de asistencia del festival en un solo día–, como si de un evento internacional se tratara –tal y como, por cierto, ya había hecho en el Sónar 2018, cuando realmente arrancó todo para ella, con su estelar actuación sin, todavía, el segundo disco publicado–, se proyectaba hacia el infinito, pero todavía no sabíamos que era hacia el infinito y más allá. Ahí sigue, flotando.

Lo de ahora, más arriba incluso, es otra cosa. Olvidemos la vistosidad del cuadro de gentiles bailarinas de blanco nuclear y la calidez de un show que buscaba el fuego del (mal) querer. La frialdad de un aséptico escenario, como si de un plató de televisión se tratara, es el nuevo decorado. Quizá el vacío como reto para la artista. Porque ella es lo importante (como ya hemos dicho varias veces); el resto, a su lado, es accesorio. Rosalía, Rosalía, Rosalía (lo repetimos de nuevo). ∎

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