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Encontrar nuestro verdadero nombre es comenzar a hollar el camino de vuelta a casa. Para la pequeña Chihiro, la tristeza de dejar escuela y amigos en pos de un nuevo hogar se transforma en la oportunidad de adueñarse de su propio destino, de descubrir que la magia es la capacidad de invocar, de llamar, tanto como de trastocar los nombres de pila para liberar a las personas y a las cosas de la esclavitud del lenguaje y abrirlos a la imaginación. Cuando, a mitad del trayecto hacia su nueva residencia y en compañía de unos padres pendientes únicamente de las compras, Chihiro se adentra en un parque de atracciones abandonado, ante ella se revela una pléyade de divinidades naturales, los llamados kami del sintoísmo, así como un constante cortejo de yōkai, demonios y espíritus burlones que el pincel de Hayao Miyazaki y sus colaboradores del estudio Ghibli convierten en figuras tan fascinantes como encantadoras en “El viaje de Chihiro” (2001).
Una vez pasado el umbral de un túnel en el que resuena la galería del largometraje “Suzaku” (1997), de Naomi Kawase, comparece el balneario regentado por la bruja Yubaba –“Yubaba tiene poderes sobre los demás porque les roba los nombres”, advierten a Chihiro–. Entre dioses cuyo silencio es tan solo la respuesta al olvido que el materialismo ha impuesto sobre los seres humanos, Chihiro pierde varios caracteres-kanji de su nombre y se convierte en Sen. De la mano del joven Haku, que encarna la imagen del novio-dragón o novio-animal común a casi todas las culturas ancestrales, Sen-Chihiro emprende un viaje en el que la tradición extremoriental y la occidental se hermanan, de la mano del monomito descrito por Joseph Campbell en “El héroe de las mil caras” (1949), en una concatenación de pruebas que constituyen un aprendizaje. Como la voz narrativa del Poema de Parménides, como el Dante de la “Divina comedia”, Chihiro se abre a la experiencia de una muerte simbólica que le enseña a vivir, a enfrentarse con lo oscuro, a tener fe.
Que las fábulas y leyendas tradicionales, con sus lobos, monstruos y horrores necesarios sirven para crear personas, para hacer alma, como diría Jung, es algo que la actual cultura puritana de lo políticamente correcto parece estar olvidando. Pero en la piel de Chihiro, como en la de todas las demás heroínas del estudio Ghibli, de Nausicäa a la San de “La princesa Mononoke” (1997), es posible volver a experimentar la presencia numinosa de las fuerzas de la naturaleza que hace de los dioses un acontecimiento antes que un hábito literario. Kamaji, el hombre de los muchos brazos que alimenta la caldera del balneario, las criaturas peludas que acarrean el carbón, el bebé gigante de Yubaba, Sin-Cara, cuya ausencia de meta puede convertirlo tanto en benefactor de Chihiro como en una amenaza, el farol saltarín que parece salido de “Mi vecino Totoro” (1988), una de las películas anteriores de Miyazaki, o el dios apestoso que se revela como una hermosa divinidad fluvial herida por los vertidos y la contaminación constituyen una constelación plural de la psique en la que Chihiro va descubriendo el poder que, como señala Kamaji, “se llama amor”.
Es precisamente en su primera gran prueba, limpiar al dios fluvial, donde comparece este arquetipo que, como el padre de la iconología Aby Warburg supo reconocer, constituye, junto a la ninfa, el gran motor de la cultura occidental. Y, quizá, como reconocieron Eliade, Neumann, Kerenyi y otros estudiosos del Círculo Eranos en uno de sus ágapes, cuyas ponencias fueron tituladas bajo el título de “Los dioses ocultos” (1997), el Dios fluvial melancólico y la ninfa son en realidad arquetipos también presentes en la cultura extremooriental, pues en la culminación del relato, llevado ya a cabo el rescate de Haku, Chihiro, abrazada a él, recuerda: de pequeña cayó en un río, que luego vaciaron para construir edificios, y el río se llamaba Kohaku. “Es es tu verdadero nombre, Kohaku”, después de lo cual él es capaz de recobrar su forma de niño, y su nombre completo, Nigihayami Kohaku Nushi, que le libera del hechizo de Yubaba. También Chihiro, como las heroínas descritas por Bruno Bettelheim en su “Psicoanálisis de los cuentos de hadas” (1976) o por Vladimir Propp en la “Morfología del cuento” (1928), encuentra el camino de regreso, junto a unos padres que han dejado de ser dos cerdos al servicio de Yubaba-Circe. Como los cuentos tradicionales, como esas otras películas de animación del propio Miyazaki o de directores como Makoto Shinkai que, en los últimos veinte años, han venido a seguir su estela, “El viaje de Chihiro” allana, a través de la fábula, el camino hacia la tentativa de Píndaro: llegar a ser quien uno es. ∎
Existe, en la historia del cómic, una escondida senda que es la de lo aéreo, el ensueño de volar que las viñetas alientan con su falta de peso, con su carencia de tiempo propio. Entre las imágenes de un bebé a lomos de una cigüeña en una de las primeras planchas de “Little Nemo In Slumberland” (1905-1911) y la figura aguerrida de “Arzach” (1976), de Jean Giraud (Moebius), se abre un afán por volar después emulado, de manera consciente, por autores como Vicente Segrelles en “El mercenario” (1981-2003) o Hayao Miyazaki en “Nausicäa del valle del viento”, primero un cómic (1982-1994) y más tarde un largometraje de animación (1984). Si bien la obsesión del dibujante y cineasta japonés por el vuelo se reitera en obras como “El castillo en el cielo” (1986), “Porco Rosso” (1992) o “El viento se levanta” (2013), es en Nausicäa donde la admiración por los universos de Moebius se hace más patente no solo en el trazo, sino también en la reivindicación ambientalista y ecologista. La trama de afinidades entre los dos autores cristalizó en una magnífica exposición titulada “Miyazaki/Moebius” en el Musée de la Monnaie de París en 2005, que recorría las continuidades entre ambos universos, tanto en lo que respecta a las viñetas como a las transposiciones cinematográficas de uno y otro, de la mencionada Nausicä al largometraje “Los amos del tiempo” (1982), de René Laloux, sobre dibujos de Moebius. ∎