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Betty (Naomi Watts) y Rita (Laura Harring): lo demás es silencio.
Betty (Naomi Watts) y Rita (Laura Harring): lo demás es silencio.

Centro de Gravedad

“Mulholland Drive”: vida en sombras

Revisar los clásicos ha de servir para descubrir en ellos pistas que nos pasaron inadvertidas en su momento, y leyes de la atracción que los acercan a otras obras, ya sea por una influencia explícita o por intuiciones surgidas de un viaje personal como oyentes, lectores o espectadores. De eso trata Centro de Gravedad, una sección donde nos acercamos a títulos icónicos desde ángulos inexplorados y constelaciones de afinidades. La estrenamos con la obra maestra de David Lynch “Mulholland Drive”, reestrenada en cines españoles con motivo de su 20º aniversario, y que aún hoy permanece llena de secretos.

15. 06. 2021

La primera vez que vi “Mulholland Drive”, en el festival de Sitges de 2001, recuerdo salir de la sala con la cabeza destemplada, tratando de asimilar una desagradable sensación que mi “yo” de 16 años era incapaz de asociar con David Lynch: la de una (relativa) decepción. ¿Cómo podía defraudarme mi director predilecto, el que más había alimentado mi deseo de ver cine? ¿Qué fallaba en un filme que, resultaba evidente, parecía hecho a medida de sus seguidores? Tardé todavía unos meses, hasta reencontrarme con él en su estreno oficial en salas (que exprimí con sucesivos revisionados) en comprender que el fallo no se hallaba en la pantalla, sino en mi mirada. Que el disgusto no guardaba relación con lo que era la película, sino con lo que no era. O, para ser más precisos, con lo que no había podido ser: una serie de televisión de largo recorrido, que habría coincidido en el tiempo con “Los Soprano” (David Chase, 1999-2007), “A dos metros bajo tierra” (Alan Ball, 2001-2005) y otras producciones ilustres, contribuyendo quizá a configurar el imaginario de la primera tanda de hitos de la televisión finisecular.

Hacía un par o tres de años que oíamos hablar del proyecto de “Mulholland Drive”, una producción que Lynch estaba desarrollando para la emisora estadounidense ABC. Las noticias y especulaciones nos llegaban con cuentagotas a través de breves télex en ‘Fotogramas’ (“Lynch ficha a Ann Miller y a Marilyn Manson”; este último, desaparecido de la versión final, en el improbable caso de que llegase a rodar alguna escena) o de teorías más elaboradas en el fanzine ‘Wrapped In Plastic’, durante mucho tiempo brújula del lynchverso, que recordaba que una de las primeras encarnaciones de la empresa fue la de un spin off de “Twin Peaks” (cocreada con Mark Frost, 1990-1991) coescrito con Robert Engels –guionista de confianza en la misma “Twin Peaks”, “Twin Peaks. Fire Walk With Me” (1992) y “En el aire” (cocreada con Mark Frost, 1992)– que debía seguir los pasos del personaje de Audrey Horne (Sherilyn Fenn) a su llegada a Los Ángeles para convertirse en actriz. Todo esto a pesar de que su última escena en aquella serie la situase en el epicentro de una explosión que volaba por los aires un banco, suspendiendo su destino en un cliffhanger que ni siquiera “Twin Peaks. El regreso” (cocreada con Mark Frost, 2017) resolvió del todo.

La tramposa nostalgia de los sueños rotos de Hollywood.
La tramposa nostalgia de los sueños rotos de Hollywood.

Fue así, en la prensa, como supimos también que la ABC acabó por enseñar la roja directa al piloto preparado por Lynch, mandando el proyecto al purgatorio durante unos largos meses (que se tratase de la misma cadena que había adquirido y luego defenestrado sus anteriores series debía habernos escamado desde el primer minuto), hasta que el productor francés Alain Sarde se decidió a adquirir el material y aportar el presupuesto necesario para rodar escenas adicionales con las que reconvertir aquel episodio privado de continuidad en una obra cinematográfica completa, y todo lo cerrada que puede estar una historia imaginada por David Lynch.

Esa es la forma con la que “Mulholland Drive” se presentó en Cannes, de donde saldría con un galardón a la mejor dirección y algunas de las críticas más entusiastas de la carrera de Lynch. Fue allí donde empezó a cuajar el rol clave que la película desempeñaría en la trayectoria del cineasta; como puerta de entrada a su filmografía para la generación posterior a “Terciopelo azul” (1986) y “Twin Peaks”. Y, sobre todo, como propulsora de una devoción crítica (casi) unánime que antes se le escapaba –sí, hubo un tiempo en que mentar su nombre en una conversación despertaba más suspicacias que entusiasmo– y que ya no le abandonaría: significativamente, en 2002 ‘Les Inrockuptibles’ sitúo a Lynch en el primer puesto de su ránking de artistas más importantes del panorama contemporáneo; una posición que difícilmente habría ocupado apenas unos meses antes. Desde entonces, los elogios se han sucedido, y en 2016 una encuesta de la BBC señaló al filme como mejor película de lo que llevamos de siglo XXI.

Entonces, si tan claro estaba que “Mulholland Drive” era una obra mayor, ¿por qué ese desencanto inicial? Ahora sé que se trataba, sencillamente, de un lastre causado por el exceso de información y de celo fanático. Mientras la mayoría del público se dejaba arrastrar por las peripecias de Betty (Naomi Watts), la actriz recién llegada a Hollywood, y la bella amnésica (Laura Elena Harring) que toma el nombre de “Rita” de un póster de “Gilda” (Charles Vidor, 1946), yo debía gestionar el hecho de saber que la práctica totalidad de gestos y acciones que acontecían en pantalla debían dirigirse hacia algún lugar ahora cegado: cuando el rufián interpretado por Mark Pellegrino liquida a otro tipo –y, colateralmente, a dos personas más, en una torpe masacre resuelta como una formidable secuencia de humor negro: “Mulholland Drive” tiene, seguramente, el mejor timing cómico de toda la filmografía lynchiana– para hacerse con una gruesa libreta que contiene “la historia del mundo en números de teléfono”, no se trataba de un ítem que roza tangencialmente la trama y que ni siquiera puede considerarse un mcguffin, sino que se estaban plantando los cimientos de un probable arco narrativo a desarrollar en episodios posteriores. Del mismo modo, la mirada que Betty intercambia con Adam Kesher (Justin Theroux), el cineasta presionado por oscuras fuerzas hollywoodienses, posee todavía el anhelo de una complicidad (romántica incluso) futura, que no se corresponde con la relación que mantienen los personajes una vez el relato da un vuelco y Betty despierta a su existencia como Diane Selwyn, actriz mediocre corroída por los celos y los desaires de su amante Camilla Rhodes, a quien antes habíamos conocido como Rita, estrella en ciernes que rompe la relación para consolidar su prometedor noviazgo con Kesher. Y, obviamente, el policía interpretado por Robert Forster debía tener un peso mayor, y no ser apenas un cameo (algo que Lynch “compensaría” posteriormente, ofreciéndole uno de los personajes principales del regreso de “Twin Peaks”).

Rita y los reflejos del noir.
Rita y los reflejos del noir.

La reconversión del piloto televisivo de 90 minutos (a su vez, traumáticamente jibarizado en relación a su duración original de dos horas) en largometraje de dos horas y media mantuvo el grueso del material original, desplazando la práctica totalidad del nuevo metraje al último acto del filme, justo después del momento en que Rita se descubre frente al espejo con su nuevo look con peluca rubia, que significaba el cierre del episodio. La transición se hace evidente en la siguiente escena, cuando las dos protagonistas hacen el amor; una secuencia de erotismo explícito imposible de concebir en la televisión en abierto estadounidense. A continuación, un plano recorta perpendicularmente el rostros de las dos protagonistas mientras duermen –una cita inconfundible a “Persona” (1966) de Ingmar Bergman, que señala inequívocamente la confusión de la identidad de los personajes–, y Rita pronuncia, repetidamente y en castellano, la palabra “silencio”; una pista en duermevela que lleva a las enamoradas hasta el Club Silencio, donde transcurre la secuencia más icónica del filme, que algunas versiones apuntan que debía servir de coda a una versión alternativa del piloto destinada a ser distribuida como largometraje independiente para el mercado europeo (función idéntica a la de la crucial secuencia de La Habitación Roja en “Twin Peaks”), aunque, vista ahora, sea imposible desligarla de la intimidad romántica que la precede. 

También encontramos una escena descartada en la versión del montaje televisivo que Lynch presentó a ABC: la conversación en el diner Winkie’s, en la que Dan (Patrick Fischler) relata a un amigo una pesadilla recurrente que transcurre en ese mismo lugar y que culmina con la aparición de lo que el personaje describe como una especie de demiurgo monstruoso. “Espero no ver nunca esa cara fuera del sueño”, comenta, en una siniestra profecía de lo que ocurrirá unos instantes después: al tratar de recrear los pasos y la narrativa del suceso onírico y así exorcizar el miedo, lo evocado se vuelve tangible –como ya sucedía con el sueño reproducido por el agente Cooper en “Twin Peaks. Fire Walk With Me”, que abre la puerta a la aparición del desaparecido Philip Jeffries que encarnó David Bowie–. Tras la esquina aparece la abyección, encarnada en un vagabundo de rostro carbonizado –el guion lo describe como un hombre, aunque lo interpreta la actriz Bonnie Aarons, que en los últimos años nos ha seguido dando sustos en la piel de la diabólica monja de las franquicias “Expediente Warren” y “La monja”–, que fulmina literalmente con la mirada al desdichado Dan. Cabe mencionar que ese mendigo siniestro sí aparece en el piloto, protagonizando de manera inexplicable (e inexplicada) su plano final. Sin embargo, su recuperación en los minutos finales de la versión cinematográfica anticipa el colapso de la realidad que se produce cuando aquello que pertenece al plano de la fantasía y de los sueños se infiltra en la vigilia, anunciando la tragedia que está a punto de aplastar a Betty/Diane.

Betty y Rita: identidades superpuestas.
Betty y Rita: identidades superpuestas.

Detallar las circunstancias de producción y las distintas versiones de “Mulholland Drive”, aunque sea de manera breve –para una crónica más detallada es recomendable consultar el artículo con que ‘The New Yorker’ realizó una crónica casi en directo del fracaso del proyecto televisivo, y el reciente reportaje que Axel Cadieux le dedicó en el número 74 de ‘So Film’–, resulta indispensable para aprehender adecuadamente la naturaleza del filme, ya que su accidentada historia lo afecta a todos los niveles. Al reconducir la concatenación de misterios que prometía la serie para transformarla en una fábula romántica que cae para revelar la naturaleza unidireccional y violenta de ese amor, la primera impresión es que Lynch se había limitado a replicar la fuga psicogénica de “Carretera perdida” (1997) –donde el protagonista podría estar imaginando otra existencia tras haber matado a su esposa, al igual que la mente de Diane, que quizá moldee a las idealizadas Betty y Rita, asaltada por una culpa suicida tras encargar el asesinato de Camilla–, realizando así la más brillante chapuza de la historia del cine. Pero esta decisión también complica el entramado dramatúrgico de la narración.

En entrevistas de la época del estreno, el director de Missoula hablaba del rechazo fulminante por parte de ABC como una “bendición disfrazada” que permitió a “Mulholland Drive” alcanzar su verdadera naturaleza, la de la película que en aquel momento llegaba a las pantallas; quizá sea conveniente relativizar dicha afirmación y contemplarla desde otro ángulo: si el relato que ocupa el grueso de “Mulholland Drive” emana de un cadáver, el de Diane/Betty, que aún no ha asumido que ha dejado de existir, es porque, en su misma naturaleza, esta es la historia de una ficción serial abortada, que se manifiesta ante nuestros ojos inconsciente de su muerte. Es justamente esa condición espectral la que permite al texto abrirse hasta el infinito, sin límites que obliguen a plantearse qué resulta esencial y qué accesorio para su desarrollo; un gozo irresponsable del que surgen algunos de los instantes más queridos y memorables de toda la obra de Lynch.

Lynch concibe los magnates de la industria cinematográfica como demiurgos siniestros.
Lynch concibe los magnates de la industria cinematográfica como demiurgos siniestros.

De manera accidental, la película pone de manifiesto como nunca antes algo que siempre ha estado latente en la obra de Lynch, uniendo cine, pintura, música y cualquier otra disciplina a la que se haya acercado: en su imaginario, las historias no parten de una acción, sino de una materia violentada o de una manifestación sensorial: puede ser una oreja cercenada, el grito de una mujer o, como en el caso que nos ocupa, el agujero que una bala ha abierto en la sien de la protagonista, del cual brota una conciencia confusa y agonizante. Es la “lógica de la sensación” a la que se refiere Deleuze cuando habla de Francis Bacon (no por casualidad, el pintor que Lynch siente más próximo). Y esa euforia terminal es la que arrebata el relato de “Mulholland Drive”, la que le da el entusiasmo de las cosas que empiezan (aunque sea encaminándose a un abismo) y lo dota de un magnetismo instantáneo que situó la película en el centro de una nueva oleada de adhesiones al cine de David Lynch, y en alfa u omega para la carrera de varias de las personas implicadas: para Naomi Watts fue el despegue de su ascensión a estrella; la maleabilidad con que encarna la ilusión de Betty y el desencanto de Diane le valieron tanta admiración como a su personaje la volcánica audición que protagoniza junto a un galán tronado. En cambio, Laura Harring acabó contemplando la película como su one hit wonder; el mayor fulgor de una filmografía que no tardó en precipitarse en productos muy por debajo de la intuición sensual y vulnerable que exhibió en la piel de Rita.

Pero, sobre todo, las curvas de “Mulholland Drive” son un laberinto-caja de resonancias cuya influencia (manifiesta o no) atraviesa muchos otros textos. La herida que raja su lógica narrativa, aunque forzada por circunstancias no deseadas, ha acabado representando la cesura por la que pasan también todos los relatos cinematográficos que, durante los primeros años del siglo XXI, han puesto en escena un relato escindido, de “Tropical Malady” (Apichatpong Weerasethakul, 2003) a “Tabú” (Miguel Gomes, 2012); todas ellas, diarios de la muerte de un relato clásico, condenado ya a no clausurarse jamás.

Hollywood Babilonia

La cercanía de Mulholland Drive y Sunset Boulevard en la cartografía de Los Ángeles resulta en una rima entre la película de Lynch y la de Billy Wilder de 1950 –titulada en España “El crepúsculo de los dioses”–; ambas películas, previsible desde el momento en que recordamos que Lynch ha citado este clásico como uno de sus filmes preferidos. Las dos son narradas por cadáveres, si bien Joe Gills (William Holden) es perfectamente consciente de ese hecho, y su voz en off empieza el relato contemplando su cuerpo inerte en una piscina. El auténtico cadáver andante del filme es el personaje de Norma Desmond (Gloria Swanson), vestigio de un cine silente ya extinto que todavía cree que ese mundo que la ha olvidado se girará a mirarla: su ingenuidad y posterior resentimiento son vasos comunicantes con las emociones extremas de Betty/Diane.
“El crepúsculo de los dioses”: espectros de un cine pasado que se niega a desaparecer.
“El crepúsculo de los dioses”: espectros de un cine pasado que se niega a desaparecer.

La poco complaciente mirada que “Mulholland Drive” arroja sobre los entresijos de la industria cinematográfica, sobre todo en lo concerniente a las diversas humillaciones que sufre el director Adam Kesher durante la preparación de su nuevo proyecto, podrían hacernos creer que Lynch está soltando bilis sobre su relación con el sector. Y, en cierto modo, es así, pero el cineasta no tiene ningún interés en detallar mecanismos, dar nombres o ni siquiera que la sátira tenga visos de verosimilitud: esto no es “El juego de Hollywood” (Robert Altman, 1992). Su visión es la de alguien a quien el negocio del cine siempre le ha parecido algo extraño, desde el día en que Mel Brooks saliera de ver “Cabeza borradora” (1977) convencido de que su imberbe director era la persona indicada para sacar adelante “El hombre elefante” (1980); o cuando, sufriendo una migraña terrible, tuvo que aguantar estoicamente la exhibición de Ewoks y demás criaturas con que George Lucas trató de seducirlo para que dirigiese “El retorno del Jedi” (Richard Marquand, 1983). Hollywood no entiende a Lynch, y este tampoco comulga con los ritmos y afectos volátiles de la industria. Por eso, en su cine, los mandamases de la industria se convierten en hampones surgidos de un noir excéntrico o, directamente, en criaturas esotéricas, como el cowboy albino (Monty Montgomery) que se aparece ante Kesher o el Sr. Roque (Michael J. Anderson), que vigila los avances de los demás desde una estancia en penumbra. De un modo u otro, todos ellos representan fuerzas opresoras, habitantes del otro lado, cuyas llamadas al orden coartan la libertad artística de un cineasta prometedor o socavan la fantasía moribunda de Betty.

A su manera, se trata de un reflejo distorsionado, pero fidedigno en su espíritu, de las tensiones entre Lynch y la ABC. El poso de melancolía y desorientación que deja tras de sí se traslada al siguiente largometraje del director, “Inland Empire” (2006) –este, rodado ya fuera de toda presión industrial y con unos recursos que aseguraban el margen para la improvisación que Lynch tanto había deseado en sus proyectos anteriores–, y también establece una conexión directa con sendos títulos realizados por cineastas que también perdieron el favor de la industria: “The Canyons” (Paul Schrader, 2013) y “Maps To The Stars” (David Cronenberg, 2014). También con “The Neon Demon” (2016), donde Nicolas Winding Refn prácticamente replica el punto de partida de “Mulholland Drive”, con la llegada de una figura inocente (Elle Fanning) a la corrupta Los Ángeles, cambiando el mundo del cine por el de la moda –lógico: el cine del director de “Drive” (2011) se interesa ante todo por la superficie de los cuerpos y las formas– y avanzando hacia un clímax donde la pureza se revela como un mero activo de mercado, presto a ser devorado por el show business.

La ciudad secreta

De entre los cineastas franceses asociados con la modernidad, el que más asociaciones se ha ganado con Lynch es Alain Resnais, por su hábito de mostrar personajes perdidos en la infinitud de su memoria, de “El año pasado en Marienbad” (1961) a “Je t’aime, je t’aime” (1968), sin olvidar la impactante imagen de un hombre adulto con cabeza de ratón que invade el espacio doméstico en una breve escena de “Mi tío de América” (1980), que parece prefigurar la sitcom desencajada de la webserie “Rabbits” (2002) e “Inland Empire” (a su vez, otro espacio donde los códigos de la ficción se derraman, como en el Club Silencio, hacia lo unheimlich, con personajes de movimiento aletargado y risas enlatadas que brotan a destiempo). Sin embargo, es el diálogo con Jacques Rivette el que proporciona hallazgos más sorprendentes, quizá por el carácter orgánico que poseen las narrativas de ambos cineastas, proclives a la digresión y a metrajes de difícil encaje: a fin de cuentas, la concepción de lo serial que se desprende de “Twin Peaks. El retorno” seguramente tenga más que ver con las trece horas de “Out. 1” (1971) que con cualquier otra obra de ficción televisiva contemporánea. En cualquier caso, resultó oportuno que, en 2015, el neoyorquino Lincoln Center organizase un ciclo que mostraba sus películas en paralelo. 

No hay constancia de que Lynch conozca o se haya interesado por la obra del francés (no olvidemos que el firmante de “Cabeza borradora” no puede catalogarse estrictamente como director-cinéfilo, como sí lo son Scorsese o Tarantino, y sus filias personales no se corresponden con un deseo de conocer exhaustivamente la historia del arte que practica). En cambio, sabemos que Rivette sí prestó atención a la trayectoria lynchiana; de hecho, fue uno de los primeros en admirar el arrojo de “Twin Peaks. Fire Walk With Me” cuando fue despellejada en el festival de Cannes de 1992. Y, probablemente, el instante de mayor proximidad física entre los dos directores se produjo justamente en la Croisette en 2001, cuando presentaron “Mulholland Drive” y “Vete a saber” en la misma jornada del certamen. Pero su afinidad había empezado unas cuantas décadas antes, cuando Lynch todavía no había debutado en el cine.

En 1974, Rivette estrenó “Céline et Julie vont en bateau” (cuyo título español, “Los locos viajes de Céline y Julie”, se pasa de frenada frívola), que puede ser considerada la hermana mayor y europea de “Mulholland Drive”. En ella, los dos personajes titulares, interpretados por Juliet Berto y Dominique Labourier, traban una complicidad tras perseguirse por las calles y parques de París, intrigadas la una por la otra hasta el punto de suplantar sus identidades. En el segundo acto del filme, las amigas empiezan a visitar una mansión aparentemente abandonada, en cuyo interior se desarrolla una intriga que parece pertenecer a otro tiempo y a otro lugar, involucrando el asesinato de un niño y un triángulo amoroso entre Bulle Ogier, Marie-France Pisier y Barbet Schroeder (en realidad, una manifestación inspirada en la narrativa de Henry James).

“Los locos viajes de Céline y Julie”: el vínculo secreto entre Rivette y Lynch.
“Los locos viajes de Céline y Julie”: el vínculo secreto entre Rivette y Lynch.

En “Mulholland Drive”, Betty y Rita se precipitan a jugar a las detectives, para tratar de resolver un misterio que las concierne directamente, como es la identidad de la amnésica Rita; algo que se gira contra ellas cuando la pareja encuentra el cadáver putrefacto de Betty/Diane, colocándolas frente a frente con la descomposición de su historia. En cambio, Céline y Julie parecen ocupar un rol parecido al del protagonista de “La invención de Morel” (1940) de Bioy Casares, testigos de una trama fantasmagórica que se reproduce ante ellas pero que no les pertenece, como se encarga de recordarles la mansión, expulsándolas repetidas veces. Pero el hecho de vivir entre sombras presenta el riesgo de que estas se adhieran a ti, como les sucede a las heroínas rivettianas cuando, hacia el final del filme, se cruzan con los tres habitantes de la mansión en un paseo en barco por el Sena: los reflejos han cruzado el umbral.

“Mulholland Drive” presenta una gravitación dramática, la de un tándem femenino, que no tiene continuidad en la filmografía lynchiana. En cambio, la complicidad entre mujeres sí se da diversas veces en el cine de Rivette, y tiene uno de sus ejemplos más emocionantes en el encuentro entre Bulle Ogier y su hija Pascale en “Le pont du Nord” (1981), donde recorren escenarios parisinos a partir de un mapa que revela una ciudad oculta, donde habitan dragones y las conspiraciones crípticas acechan en las esquinas de una narración que, como sucedía también en “Céline et Julie”, surge de un trabajo conjunto entre el cineasta y las actrices.

“Le pont du Nord” es un eslabón que, al cruzar el Atlántico, conecta también con otra película íntimamente conectada con “Mulholland Drive”: “Lo que esconde Silver Lake” (David Robert Mitchell, 2018), o la cruzada de un conspiranoico pop por una Los Ángeles secreta, donde los fanzines pueden ser un mapa del tesoro y las actrices son intoxicadas por las promesas de un Hollywood devenido faraónico cementerio de elefantes millonarios.

De entre los muertos

“Muchas sombras de los difuntos se dedican a lamer las aguas del río de los muertos, porque este viene de nuestro mundo y aún tiene el sabor salado de nuestros mares. El río se resiste, de asco, fluye en sentido contrario y en sus ondas arrastra a los muertos a la vida. Ellos, por su parte, son felices, entonan cánticos de acción de gracias y acarician al río rebelde”. Esta cita de los “Cuadernos en octavo” (1953) de Kafka era una de las referencias que estructuraba el ensayo en que Ivan Pintor ponía en paralelo a Lynch y a Haruki Murakami en el libro colectivo “Universo Lynch” (2006). La morbosa imagen creada por el escritor checo se ajusta perfectamente al concepto que Pintor, vía Michel Chion, cita para describir “Mulholland Drive”: el de los “filmes-bardo”, apuntando al vagabundeo de las almas de aquellos difuntos que aún creen estar vivos; idea derivada del “Bardo-Thodol” (o “Libro tibetano de los muertos”) que sirve para enlazar la constelación de películas como “El sexto sentido” (M. Night Shyamalan, 1999) o “Los otros” (Alejandro Amenábar, 2001), que presentaban personajes que atravesaban el relato sin percatarse hasta los minutos finales de que su existencia había cesado aún antes de empezar su historia.

Este linaje podría tener su molde literario en el relato de Emilia Pardo Bazán “La resucitada” (1912), cuento gótico en el que una mujer difunta regresa a su hogar como revenant ilusionada, solo para encontrar el rechazo de quienes la querían en vida pero no pueden convivir con su muerte, forzándola a regresar a su sepulcro. También posee un paradigma cinematográfico en “Carnival Of Souls” (1962), la única película dirigida por Herk Harvey. Una producción de terror independiente en la que una mujer sobrevive a un accidente automovilístico pero queda amnésica (como Rita) y es asediada por la visión de fantasmas que la persiguen, invitándola a unirse a ellos. Cuando finalmente es atrapada por el más allá, el filme nos devuelve al lugar del accidente inicial, para descubrir que la protagonista jamás sobrevivió al mismo.

“Carnival Of Souls”: regreso de entre los muertos.
“Carnival Of Souls”: regreso de entre los muertos.

Con su estilo autodidacta e informal, “Carnival Of Souls” puede verse como la bisagra que lleva al cine de terror estadounidense del clasicismo a la modernidad, anticipándose a “La noche de los muertos vivientes” (George A. Romero, 1968) y sintonizando con Lynch tanto en el tono luctuoso de los conceptos como en la desprejuiciada manera de abordar la puesta en escena, potencialmente inspiradora para Lynch y para todos aquellos que, en los años posteriores, acompañaron al género fantástico de la serie B a la noción de “independencia”. Aun así, el cineasta que más explícitamente ha bebido del filme de Harvey es Christian Petzold, cuya filmografía parece vivir siempre entre las sombras de un pasado histórico y cinematográfico, y que en “Yella” (2007) planteó un remake no oficial de “Carnival Of Soul”, con una Nina Hoss que trata de escapar de la muerte que la persigue, precipitándose en la huida por la procelosas aguas del capitalismo.

Voces distantes y espacios liminales

En “El testamento del Dr. Mabuse” (1933), segundo acercamiento de Fritz Lang al pérfido personaje de Mabuse, escuchamos a este dar instrucciones a sus esbirros desde detrás de una cortina. Su condición de conspirador en la sombra remite a la del ya mentado Mr. Roque en “Mulholland Drive”, pero, más que en esta semejanza, debemos centrarnos en su construcción como personaje invisible, que solo se manifiesta a través de la voz. Es lo que Michel Chion, en “La voz en el cine” (1982), dio en llamar “acusmaser”: un ente que habita un plano extraño en la diégesis fílmica, que es escuchado pero nunca visto y que, por lo tanto, su influencia parece ubicua y omnidireccional, como el propio sonido. Cuando los protagonistas positivos del filme se encuentran encerrados en la misma habitación que Mabuse (una estancia espartana y lóbrega, como tantos espacios imaginados por Lynch), disparan tras la cortina para terminar con la amenaza, para descubrir finalmente que, en realidad, allí no había nadie; tan solo una silueta de cartón y un gramófono, desde el cual se emite la voz. En ese instante, la ordenación del mundo que habitan los personajes se desploma, de forma similar a lo que sucede cuando Betty y Rita acuden al Club Silencio.

Rita y Betty ven como su realidad se desmorona en el Club Silencio.
Rita y Betty ven como su realidad se desmorona en el Club Silencio.

El espectáculo que ofrece este teatro nocturno juega constantemente con lo acusmático. El mago-maestro de ceremonias que presenta la función introduce diversos elementos musicales, invisibles a los ojos del público: “no hay banda… Y, pese a ello, escuchamos a la banda”. Todo es una ilusión, todo está grabado… Entonces, aparece Rebekah del Rio, “la llorona de Los Ángeles”, para interpretar una versión a capela y en castellano de “Crying” de Roy Orbison, que conmueve hasta las lágrimas a las protagonistas. El escenario está secuestrado por la imponente presencia de la cantante, hasta que esta cae desmayada de pura intensidad, y su cuerpo inconsciente debe ser retirado… mientras su voz sigue sonando. ¿Todo ha sido playback, una pantomima? ¿O quizá se ha producido un desgarro en el tejido de lo real, que ha separado la voz del cuerpo del que proviene? De un modo u otro, este desajuste infecta la hermosa historia de amor que ha nacido entre Betty y Rita, que en ese mismo instante empieza a quebrarse: al regresar a su casa, Betty desaparece en el momento en que sale de plano, y Rita no tarda en seguir ese mismo camino, expulsadas de una ficción que se está evaporando.

De este modo, el Club Silencio se convierte en un lugar más allá de la vida, como también lo es La Habitación Roja de “Twin Peaks” (con la que parece estar hermanada mediante la presencia de Sheryl Lee-Laura Palmer en el patio de butacas) y en el que siempre hay música en el aire. Quién sabe, quizá si la cámara recorriera más estancias de ese lugar, hallaríamos la discoteca-limbo en que el Denis Lavant de “Beau travail” (Claire Denis, 1999) baila en una espiral sin fin en la coda de un relato tocado de muerte. O el cine repleto de pupilas cerradas donde empieza “Holy Motors” (Leos Carax, 2012). O ese otro patio de butacas en que el protagonista de “Largo viaje hacia la noche” (Bi Gan, 2018) sueña el reencuentro con su amante extraviada, en un extenso plano secuencia en tres dimensiones que hace que la mirada de los espectadores penetre literalmente en un espacio liminal por el que se podría vagabundear eternamente. ∎

“Mulholland Drive”: reestreno por su 20º aniversario.

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