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“Happy Hour” (2015), filme de cinco horas que transcurre con la fluidez de un torrente de aguas termales, se inicia con una escena recurrente en la filmografía de Ryūsuke Hamaguchi (Kanagawa, Japón, 1978): la de las cuatro protagonistas desplazándose a bordo de un medio de transporte. Autobuses –“Happy Hour” y “La ruleta de la fortuna y la fantasía” (2021)–, trenes –“Happy Hour”– y coches –“La ruleta de la fortuna y la fantasía”; el omnipresente Saab rojo de “Drive My Car” (2021; en España 2022)– cumplen un rol esencial en la obra del cineasta: evidenciar el sutil tránsito emocional que los personajes están experimentando, muchas veces sin que ellos mismos se den cuenta. Así, las cuatro amigas de “Happy Hour” o el director teatral que protagoniza “Drive My Car” se mantienen estáticos, sentados en el interior de sus vehículos, mientras inician un viaje, un desplazamiento, que va a ser tan exterior como interior, tan físico como espiritual.
Esta noción de tránsito, de cambio, fundamental en las historias cotidianas, aparentemente ligeras, que pueblan el universo hamaguchiano, se subraya en esa hermosa escena inicial de “Happy Hour”: un tren entra en un túnel, dejando la pantalla en total oscuridad; conforme el final del túnel se acerca, la luz va entrando en el interior del vagón, permitiendo ver los contornos de cuatro figuras hasta que, como por arte de magia, aparecen en el plano cuatro mujeres sentadas, una junta a la otra, iluminadas por la claridad que entra por las ventanas. Es una presentación impecable, diáfana, de las protagonistas de la historia. Pero también una síntesis del trayecto que todas ellas, de un modo u otro, van a recorrer: un camino de autoconocimiento y de reflexión sobre sus propias vidas propulsado por la revelación del divorcio de una de ellas. Podríamos hablar, por tanto, de una suerte de epifanía –no solo presente en “Happy Hour,” sino también, y sobre todo, en los tres episodios que conforman “La ruleta de la fortuna y la fantasía”, así como en “Drive My Car”– que, sin embargo, para el escritor y docente Carlos Losilla, no es “nunca el producto de una revelación, sino la consecuencia de un esfuerzo, de un trabajo mental expresado a través de la palabra compartida, del contacto con el otro o con la otra” (‘Caimán Cuadernos de Cine’, noviembre 2021, nº 109).
Como afirma Losilla, el cine de Hamaguchi es tanto un cine de la palabra como del gesto. El autor –guionista de todas sus películas, pero también de las de otros, como “La mujer del espía” (2020), de Kiyoshi Kurosawa– estira y acorta el tiempo fílmico a su antojo, otorgando importancia a momentos dominados exclusivamente por las palabras –ya sean diálogos o textos literarios o teatrales– a la vez que suprime acontecimientos relevantes para el desarrollo de la historia a través de un uso sistemático de la elipsis y el salto temporal. Así, es capaz de dedicar los 40 minutos iniciales de la tercera parte de “Happy Hour” a la lectura en vivo, por parte de una joven novelista, de un breve relato escrito por ella misma. O fundamentar el segundo y magnífico fragmento de “La ruleta de la fortuna y la fantasía” en la lectura de un largo pasaje, muy explícito a nivel sexual, de una novela escrita por un profesor universitario por parte de una de sus exalumnas; si a esto le sumáramos esa cinta de casete, reproducida una y otra vez en “Drive My Car”, en la que la mujer del protagonista ha grabado el texto completo del “Tío Vania” (1899) de Chéjov, podríamos intuir una suerte de obsesión de Hamaguchi por la noción de palabra “encarnada” o, lo que es lo mismo, la posibilidad de dotar de corporeidad al texto al enunciarlo en voz alta. En el cine de Hamaguchi, por tanto, el texto literario –“Drive My Car” adapta un cuento de Haruki Murakami– y el teatral –la obra de Ibsen, Beckett y Chéjov aparece en “Asako I y II” (2018) y en “Drive My Car”– están siempre muy presentes, aunque la palabra se abre paso, también, en las digresivas, abundantes y conmovedoras escenas de diálogo entre personajes. Es en estas escenas en las que aparece esa epifanía a la que aludía Losilla y que es subrayada por Hamaguchi con una de las escasas marcas autorales evidentes que el cineasta –del que podríamos decir que tiene una puesta en escena austera, diáfana, solo puntuada por esporádicos zooms– reitera película tras película: la mirada a cámara. Hamaguchi, que casi siempre sigue a Éric Rohmer, aquí cita a Yasujiro Ozu, colocando a sus personajes en un ángulo de 90 grados con respecto a la cámara, otorgándoles ese momento de pausa, de escucha. Es en esos instantes –la conversación de Jun en el autobús con una desconocida en la segunda parte de “Happy Hour”; el punzante diálogo entre el protagonista y Takatsuki, el joven e impulsivo actor, en el interior del coche en “Drive My Car”– donde los personajes parecen revelar, a través de la palabra y apoyados por la puesta en escena, su verdadera personalidad o, al menos, sus deseos más íntimos.
De todos modos, y como decíamos antes, este no es solo un cine de la palabra, sino también de los gestos y, por tanto, de los cuerpos, sobre todo femeninos. Es evidente la fascinación de Hamaguchi por filmar a personajes que están inmersos en una representación. Esto es obvio en “Drive My Car”, donde filma a actores y actrices interpretando a Chéjov o Beckett, pero también lo hace en el que, tal vez, es el mejor fragmento de “La ruleta de la fortuna y la fantasía”, el tercero y último. En esta historia, un encuentro entre dos desconocidas deviene en un juego de roles en el que ambas representan, para la otra, a personas importantes de su pasado. El último plano es, sencillamente, un milagro: las actrices se funden en un abrazo –de reconocimiento, de gratitud, de descubrimiento– en el que la ficción se confunde con la vida; algo único ha pasado en ese instante entre ellas y la cámara lo ha captado. Hamaguchi parece reconstruir ese momento en una escena de “Drive My Car”: dos actrices –una con su voz, la otra utilizando lenguaje de signos– interpretan una escena desgarradora de “Tío Vania” entre Elena y Sonia; el texto de Chéjov las lleva a lugares inesperados y acaban abrazadas, conmovidas, dando la espalda al resto de sus compañeros. De un modo u otro, de una representación a otra, Hamaguchi parece reivindicar el potencial transformador del arte, así como, sobre todo, la importancia de la ficción –y de la imaginación y la fantasía; del cine, al fin y al cabo– como motor esencial para seguir viviendo. ∎
Aunque ya había dirigido previamente tanto largometrajes de ficción como documentales, este filme de cinco horas dividido en tres partes supuso el reconocimiento internacional de Hamaguchi. Jun, Akari, Fumi y Sakurako son cuatro amigas en la treintena que viven en la ciudad de Kobe. Cuando una de ellas revela que está atravesando un duro proceso de divorcio, las demás iniciarán un proceso de reflexión sobre sus decisiones vitales y personales y su relación de amistad. Este es un filme inagotable, e infinitamente habitable (es un prodigio observar, simplemente, la cotidianeidad de estas mujeres: cómo hablan, cómo comen, cómo se relacionan), en el que, como sucedía en el cine de Jean Renoir, lo terrible es darse cuenta de que todo el mundo tiene sus razones. El cine de Hamaguchi es un cine de matices, en el que las relaciones humanas (amorosas, sexuales, de amistad) se muestran con toda su dolorosa complejidad.
Es lógico que un cineasta tan influido por la literatura tenga tendencia a estructurar sus películas por episodios. “La ruleta de la fortuna y la fantasía” no dura cinco horas, pero sí está dividida en tres partes, tres historias o, tal vez, tres movimientos, como en una composición musical. “Magia”, “Puerta abierta” y “Una vez más” son los nombres de tres historias distintas, protagonizadas por personajes diferentes que, sin embargo, están conectadas por un leve hilo conductor: el papel fundamental que, para bien y para mal, el azar juega en nuestras vidas. Ganó el Gran Premio del Jurado en Berlín y Carlos Losilla habla de ella como “la más elocuente de sus películas, incluida ‘Drive My Car’, a la hora de exponer abiertamente los métodos de su puesta en escena”.
La responsable de que una película tan desbordante como “La ruleta de la fortuna y la fantasía” haya pasado (más o menos) desapercibida es esta suerte de combinación entre road movie –al menos lo es en algunos momentos– y buddy movie. Hamaguchi ya había competido en 2018 en la Sección Oficial de Cannes con “Asako I y II” (que no es una película en dos partes, sino un único filme), pero la proyección de “Drive My Car” en el festival de 2021 le propulsó al estrellato internacional. Solo el prólogo, un extenso fragmento que precede a los créditos y que podría funcionar como historia independiente, ya es un prodigio. A partir de ahí, Hamaguchi adapta a Murakami para abordar, una a una, todas sus obsesiones: el peso de las decisiones del pasado en el presente, las relaciones entre vida y arte, la complejidad de las relaciones amorosas y sexuales y la posibilidad (o imposibilidad) de seguir adelante tras una pérdida irreparable. Y, además, sale un coche (otro de sus fetiches); un Saab rojo de tres puertas que se convierte en el auténtico protagonista de la historia. ∎