Cabe el peligro de que se interprete a
Todd Haynes como un revivalista nostálgico, un rescatador de formas del pasado para adictos al “ya no se hacen películas como antes”. Es igual. Cómo convencer a quienes solo buscan imágenes rompientes de que se puede ser rabiosamente moderno practicando una conciliación con el pasado para avanzar. O, como hace Todd Haynes, reescribiendo las formas del cine clásico para hablar de las cosas y de los sentimientos como no se podía hacer entonces. Patricia Highsmith ya fue osada publicando en 1951 no una reivindicación del lesbianismo, sino simplemente una historia de amor entre dos mujeres; una de ellas, casada y con una hija, planteando su derecho a dejarlo todo por ese nuevo amor. Pero Haynes obra el milagro de, siendo fiel a Highsmith y a la estética y la ética melodramática de Douglas Sirk como referente, encontrar un lenguaje visual que es tan clásico como contemporáneo, que apela a todo nuestro bagaje como espectadores de cine o de arte, y deslumbra por la sensación que brinda de estar asistiendo a algo nuevo y personal, único.