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El primer paso es asumirlo: estamos envejeciendo. La carrera de Alex Giannascoli ha ido siempre ligada a su condición de gran artista generacional. Su progresivo reconocimiento en el underground estadounidense, ese de conciertos en casas de estudiantes, casetes en tiradas cortísimas y grupos de fanáticos en Reddit, estaba ligado al reconocimiento de una generación que se reconocía a sí misma. Alex, The G Man, como lo conocen sus fanáticos, era el cantautor que hermanaba la sensibilidad del indie de los 90 con la metodología del lo-fi digital. Su crecimiento ha sido orgánico, pausado, impropio de la época de la viralización. “DSU” (2014), posiblemente su álbum más redondo, lo puso en boca de los medios, y facilitó la llegada a una discográfica con solera (Domino) y la creación de “Beach Music” (2015), un disco que sonaba disperso, a artista abrumado con las posibilidades estéticas que le daba el contar por primera vez con medios profesionales de grabación. Fue a partir de entonces cuando empezó a encontrar un nuevo discurso: el equilibrio entre el exceso digital y el fetichismo analógico, entre el Auto-Tune y un folk delicado.
Para la generación –ya no tan joven– que se llamó, o se quiso llamar, millennial, Alex G representa el eco reconocible de un mundo musical disperso en la maraña de las tendencias del mainstream. Sus discos sonaban rabiosamente actuales a pesar de llevar la impronta de artistas marcadamente retro. Si uno había crecido bajo el influjo de la música de guitarras, si el obvio cambio de paradigma de la década pasada te había pillado a contrapié, Giannascoli era el artista perfecto para anclarse al presente, para entender cómo estaba cambiando el discurso musical sin saltos al vacío. Su precocidad (tenía apenas 16 años cuando lanzó el precioso “Race” en 2010) le ofrecía, como a King Krule, como a Frankie Cosmos, como a los Odd Future, esa pátina de que cada paso que daba era el de un artista que tenía el futuro por delante. Cada álbum era una nueva oportunidad, una pieza de un puzzle creativo sorprendentemente fructífero. Mirar atrás, desde la perspectiva este “God Save The Animals”, es darse cuenta de que la gran promesa de Orchid Tapes ya lleva diez discos.
Los grandes referentes que flotan sobre su música apenas llegaron a esa cifra. Ya sea comparando con el malogrado Elliott Smith, los irregulares Modest Mouse, el ritmo pausadísimo de Built To Spill o los sorprendentes Third Eye Blind, la discografía de Giannascoli ya llega a los números de sus héroes. Su corpus de canciones mira de frente a todos ellos: se puede decir sin vergüenza alguna. Se ha hecho con un público extraordinariamente fiel, aunque esquive la fama, más allá de que alguna de sus canciones se viralice ocasionalmente en TikTok. Ni siquiera se ha convertido en una figura central a nivel crítico, sino en un artista respetado pero que genera pocos titulares, que no ocupa grandes slots en festivales ni tiene featurings de relumbrón (exceptuando la colaboración con la superestrella con más ojo para el talento ajeno, Frank Ocean). “God Save The Animals” incurre en una temática que no suele sacar lo mejor de los artistas: la madurez, la paternidad, una cierta serenidad personal. Cuando un músico, particularmente un cantautor anglosajón, saca a colación estos temas, el instinto es defenderse ante una muy probable caída libre en territorio adult oriented, en complacencia sonora y falta de imaginación. Por suerte, no es el caso.
Su mejor baza, además del excepcional songwriting, es la sutil capacidad de incorporar influencias sorprendentes. Sus incursiones en el (casi) hyperpop, como “No Bitterness” o “Immunity”, funden country con 100 Gecs, la huella del cloud rap con el lo-fi noventero. Si en “Blessing” anticipa un flirteo con una herencia nu-metalera que siempre estuvo ahí pero nunca se había llegado a cristalizar, confirmando la huella de Deftones en el pop contemporáneo, en “Runner” firma un hit de folk-rock a lo Tom Petty que es capaz de fundir dulzura y violencia en pequeños quiebros inesperados. Sobre todas ellas flotan las dudas, el miedo y la esperanza de una paternidad inminente, la sombra de una espiritualidad entre el cristianismo y el agnosticismo, más confesionalidad que en álbumes anteriores y una primera persona más evidente. Si hay un pecado, es el de cierta falta de contención, la tendencia a acumular canciones de más, en parte comprensible en una generación acostumbrada a picotear los álbumes en playlists. Pero incluso en los cortes más débiles (“Headroom Piano” o “Forgive”) hay una estimable hondura emocional. Al fin y al cabo, y aunque precisamente por su componente hipergeneracional el concepto resulte casi absurdo, un grandes éxitos de Giannascoli mira de frente al de los mejores cantautores estadounidenses de las últimas cuatro décadas, y “God Save The Animals” es otro paso adelante, un hacerse mayor con dignidad, sin reclamar trono alguno pero construyendo poco a poco una historia musical inolvidable. ∎