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Dicen que la adolescencia es la etapa más difícil del ser humano. Pero quizá lo sea todavía más ese momento de la primera madurez, cuando la exigencia vital –propia y ajena– se vuelve más intensa y ya no queda el consuelo de pensar que uno se lo puede permitir. La ópera prima de Sabrina Teitelbaum, que opera musicalmente con el nombre de Blondshell, habita en ese complicado lugar. La rabia pasa a ser posadolescente y la ansiedad se compone de una retahíla de relaciones sentimentales difíciles, decisiones complicadas y la ingesta de sustancias que lo terminan de enmarañar todo.
El asunto es que Teitelbaum, originaria de Nueva York pero residente en California –se nota–, lo cuenta con una sinceridad que desarma. De biografía intensa pese a su corta edad, Sabrina afirma ahora haber encontrado la sobriedad y habla con el valor que da la experiencia directa en lo bueno y lo no tan bueno de la vida. No resulta tan habitual que un debut resuene así de crudo y de directo, en una comunicación sin ambages entre creadora y oyente. Esa capacidad de emoción es la baza principal de un conjunto de canciones que engancha de inmediato y que pasa con solvencia el corte del pelotón de indie rock. Los arreglos musicales, relativamente estándar, se ven aupados por una interpretación plena de (post)-teenage angst y una voz carismática y expresiva.
Ella cita a Tracy Chapman, Elliott Smith y Patti Smith como influencias, a las que habría que sumar, de manera bastante evidente, a Hole y Liz Phair. El amor por el rock alternativo de los primeros años noventa se muestra en guitarras crujientes que explotan en estribillos épicos – “Veronica Mars”, “Sepsis”– pero también en momentos de subyugante intimidad: “Dangerous” y “Olympus”, quizá la pieza más interesante del álbum. En ese mundo tortuoso, la amistad y el amor suponen los principales desafíos. “Lleva gorra hacia adelante / Y el sexo es casi siempre malo”, señala con saña en “Olympus”. Otra muestra: “Creo que mi perversión sexual es que me digas que soy bonita”, dice en “Kiss City”.
Condensado en nueve canciones, el primer disco de la estadounidense deja con ganas de más. Especialmente si en el futuro consigue seguir explorando nuevos caminos sonoros. Su siguiente paso debería ser abrir vías que la alejen de sus referencias y que consoliden un estilo propio que se deja entrever en los recovecos acústicos del elepé, cuando añade pianos percutidos –“Salad”– o abre las estructuras para acabar a lo grande, como en “Tarmac”. En esa capacidad de seguir madurando –musical y vitalmente– estará el secreto para que un debut que deja buen sabor de boca se transforme en algo más. ∎