Tras algunos cambios internos (se va Ayestarán, que fallecerá en 1986), el grupo explota su narrativa de la supervivencia en
“Agotados de esperar el fin” (1984), y solo la autoproducción, con ese sonido de lata ochentero, desluce un conjunto de canciones vestidas para matar; material desesperado al que se suman otros clásicos como
“Quiero ser millonario” y
“Soy un macarra”. En
“Todos están muertos” (1985), Ilegales, con Willy Vijande (bajo) como cómplice estable de Martínez, suenan más profesionales, aunque el balance creativo es irregular. El rock cafre mantiene el filo (
“Ella saltó por la ventana”,
“Eres una puta”), y llama la atención el romanticismo frío de
“Enamorados de Varsovia”, muy de la época. Cuando ve la luz
“Chicos pálidos para la máquina” (1988), el grupo ya es un quinteto con saxo, teclados y coristas de apoyo, y emprende un brusco giro ecléctico con inyecciones de swing y blues. El resultado es corpulento, aunque vuelven a despuntar piezas destempladas como
“Ángel exterminador”.
Pero el grupo parece caminar hacia el extravío, impresión confirmada en
“(A la luz o a la sombra) Todo está permitido” (1990), con su pretenciosa cara B.
“Regreso al sexo químicamente puro” (1992) y el oscurantista
“El corazón es un animal extraño” (1995) se alimentan, nuevamente, de patrones del blues y el soul en intentos fallidos de recuperar la tensión perdida, y un cierto retorno a los orígenes, deseado por los fans, se consuma en
“El apóstol de la lujuria” (1998) gracias a manifiestos airados como
“He regresado” y
“¡Cuánta belleza!”. Preludio del último movimiento: la recuperación del formato de trío en
“Si la muerte me mira de frente me pongo de lao” (2003), con el que Jorge Martínez vuelve a sonar peligroso a los 48. ∎