Para poder leer el contenido tienes que estar registrado.
Regístrate y podrás acceder a 3 artículos gratis al mes.
Aun siendo el único superviviente con trascendencia popular de la edad dorada del pop español en los 80s –junto a Alaska–, Loquillo sigue estando bajo sospecha. Sus detractores lo ningunean por, entre otras cosas no menores, ser un bocazas mesiánico –dicen de él… a sus espaldas–. Su actitud chulesca y nada pusilánime nunca le ha ayudado a hacer amigos. Tampoco, sobre todo, esa aparente pose arrogante contra el mundo que lo ha caracterizado, a veces persiguiéndolo en contra de su voluntad, otorgándole una perversa denominación de origen: ¡polemista nato con empecinado discurso de autosuficiencia!, etiqueta que no ha podido (o no ha querido) abandonar después de tantos años.
Pero el hiperactivo Loquillo sigue fiel a su línea, que es la de trabajar sin desfallecer para mejorar: “Mi nobleza no me permite / disfrutar del lujo de la pereza”, canta en la exultante “El rey”... mirándose al espejo: autohomenaje en toda regla. Desde que, hace ya tres lustros, se quitara de encima el lastre decadente de unos Trogloditas en fase terminal y espíritu funcionarial, ha ido recuperando posiciones paso a paso, tomando decisiones resolutivas que afectaron a los componentes de su banda, puliendo defectos de repertorio y formas y, sobre todo, trabajando duro, de un modo obsesivo, para afrontar una madurez que estaba a la vuelta de la esquina (“para poder explicarme hice una banda de rock”, canta en la estupenda “Sonríe”; alusión al “porque yo tengo una banda de rock’n’roll” de “El ritmo del garage”). En 2022, ya con 61 años, todavía es capaz de ofrecer una obra de consideración, otra más; él asegura que “Diario de una tregua” –título que romantiza épicamente, a lo Loquillo style, la pandemia de marras– es su mejor tercer disco histórico tras “El ritmo del garage” (1983) y “Balmoral” (2008), caras opuestas de su saludable esquizofrenia artística.
Lo verdaderamente cierto es que “Diario de una tregua” depura su estampa de clásico curtido por las circunstancias y el tiempo transcurrido a la vez que dignifica, retrospectivamente, una carrera enorme con grandes logros y, asimismo, grandes disparates; como la vida misma: “La vida no es ensayo, / es actuación. / Tendrás que prepararte y sobrevivir”, canta en “Todo tiene su sabor”.
Es un disco que, en algunos de sus temas, recupera el sabor añejo de sus fuentes primigenias. Por momentos, es un back to 80s en el que el entusiasta espíritu naíf del infalible LP “El ritmo del garage” pervive a través de la invocación al saxo de Clarence Clemons rememorando la euforia desatada de Gary U.S. Bonds aplicada tan magníficamente por la E Street Band en el doble “The River” (en la citada “El rey”), o en la trepidación vintage de “La mafia del baile” (claro homenaje a la liturgia rockera de su Barcelona ciudad circa 1980-1985 y a sus propias canciones de aquella época), así como a través del swing callejero del Mink DeVille primigenio (“Sonríe”), o del soul-pop motownesco (“Todo tiene su sabor”), o del doo-wop que diera alas a los primeros pasos de Loquillo (en las ya comentadas “La mafia del baile” y “Sonríe”, así como en la más robusta “Velas a San Antón”, que deriva hacia una rockerización que pasa de algo relativamente próximo a Suicide a un simulacro de Pearl Jam). Porque Loquillo no abandona ese punto de vista adulto que parece solemnizar su particular enfoque confrontacional aupado en el “conmigo o contra mí”, a veces como benévolo sermón, a veces como manifiesto de lucha (“¿Qué sería del valor / si no hubiera una batalla?”, canta en la citada “Velas a San Antón”).
Sabino Méndez e Igor Paskual se han puesto las pilas como compositores para que el Loco cante con la trascendencia habitual en él, como si el fin del mundo estuviese a la vuelta de la esquina y hubiese que rendir cuentas por todo lo vivido y lo que nos falta por vivir. Frases solemnes, altivas, dogmáticas, que son cantadas con el porte de una prosodia antigua, clara, alta, valientemente orgullosa, a un paso de la rimbombancia. Ahí está para corroborarlo la adaptación libre, hecha con la ayuda de Gabriel Sopeña, del inicio de “Historia de dos ciudades”, la novela de Dickens de 1859 que vale para cualquier época (“Eran los mejores tiempos, / eran los peores tiempos. / Era el siglo de la locura / y era el siglo de la razón”).
Conforme pasan los años, Loquillo se va pareciendo cada vez más a los cantautores franceses en blanco y negro (queda claro en la final “Voluntad de bien”: “Dejadme morir, morirme de pie. / Aún oigo el tambor de mi corazón, / dejadme ir con él”), y es portador de un indeterminado y personalizado anarquismo libertario, quizá con un aire a una especie de Léo Ferré rockero con mensajes de reafirmación y liberación para todo tipo de públicos y situaciones, que incluye también fáciles eslóganes: “Que todos puedan cantar sin miedo. / Libertad, libertad, libertad”, sugiere en “La libertad”.
Como consecuencia de este disco, y siguiendo la estela de sus directos de los últimos años, los conciertos de esta gira son una impecable muestra de dignidad, sin concesiones a la galería, dosificando este nuevo material con la seguridad del que se siente pletórico, no atendiendo al reclamo inmediato de su posible cadena de certeros hits, haciéndose valer en 2022 como un artista válido que, con determinación, muestra sus nuevos temas para que sumen munición a su arsenal de himnos futuros de vieja escuela.
Sobrevivir con autoridad en un mundo que ya le es ajeno, porque el mundo es ajeno al rock, y hacerlo a su modo, en sus propios términos –lejos de C. Tangana, Rosalía, Sen Senra o Alizzz, por ejemplo y por supuesto– y sin limitaciones (“Me río de las tendencias, me río. / Me río de los profetas. / Me río de las estrellas, me río. / Me río de las cadenas”, canta en “Sonríe”), con más aciertos que errores, no es una cosa menor. A casi cuarenta años de “El ritmo del garage”, el triunfo de la perseverancia era esto. No está nada mal. ∎