Fascinante historia, la de
Portishead. Renegaron del uso que se hizo de su sonido y tardaron diez años en darle sentido a su regreso. Sin trip hop, por supuesto. Y lo bordaron. Mientras impartían su magisterio este verano en el escenario principal del FIB, el valor de
“Third” como (inesperado) mejor disco del año 2008 crecía y crecía.
“Third” fue más álbum que colección de canciones. Apostaron a todo o nada y ganaron. Portishead se reinventaron con una especie de folk psicodélico a lo krautrock y prog-metal on metal. Pocos renacimientos más claros ha habido en los últimos años. Y el concierto de Benicàssim fue una prueba mayestática de ello, como lo había sido su doble paso previo por el Primavera Sound tres años antes. Concesiones, cero.
En las famosas listas de Rockdelux, entre los diez mejores discos de la década de los noventa, aparecían Massive Attack, Primal Scream, Tricky, My Bloody Valentine, Beastie Boys, Björk, R.E.M., Portishead, PJ Harvey y Nirvana. Y entre los diez mejores discos de la primera década del siglo XXI, Animal Collective, Sufjan Stevens, OutKast, Burial, M.I.A., Robert Wyatt, Tom Waits, LCD Soundsystem, Portishead y Jay-Z. ¿El único nombre que repetía? Portishead.
Su música, emocional y expresiva, invoca a una nostalgia futura que no existe. Es retrofuturismo. Pero nunca chill out. Esconden un misterio cinematográfico de romanticismo tenso, de pasiones que desvelan secretos entre susurros. Con detallismo puntillista y la microcirugía de arrebatos de trazo experimental. Hay espíritu de bossa nova mezclado con krautrock intentando descifrar algo que no sabemos qué es, si dolor o la catarsis por ese dolor. Es como transitar una zona oscura donde se vislumbran luces en sombras que iluminan el posible paso hacia una salida que nos libere. Lamentos en llamadas desesperadas, ritmos que aceleran las súplicas, retazos de sonidos hermosos que dan miedo. Scott Walker y Sunn O))) no andan lejos. Zumbidos, incordio, incomodo. Sonidos diseccionados severamente, pero con imaginación, para desvelar un enigma oculto.
En sus directos, parece que se cierna sobre el oyente un daño inevitable. Y no es bonito, aunque lo parezca. En el núcleo duro de su discurso hay sonidos góticos que ofuscan y golpes que desestabilizan el ritmo. Hay ruido controlado. Hay ecos antiguos de canciones antiguas. Hay sinfonías del fin del mundo que se intuyen a lo lejos. Hay
beats rotos de furia y acero. Hay explosiones de pena y llanto. Es un paisaje extraño de posible desesperación y, quizá, apocalipsis. Y luego, de repente, la calma. Una calma sanadora que abofetea, entre sirenas turbias, ritmos marciales y
scratches histéricos pero amables. Beth Gibbons, masticando ese blues arrastrado, ya sin el circunstancial manierismo de sus inicios, retrotrae a un pasado que parece futuro. Como los propios Portishead. ¡Qué concierto el de Benicàssim! ∎