Beck estuvo a la altura de su leyenda. Foto: Óscar García
Beck estuvo a la altura de su leyenda. Foto: Óscar García

Festival

Primavera Sound (3 de junio /2): nueva y consolidada carne

Segunda noche en la explanada del Fòrum, que volvió a vibrar con una pasarela de artistas que ayudaron a enterrar los fantasmas de un pasado reciente. Una multitud entregada al exorcismo y a la bacanal de las noches doradas, las que permanecen grabadas en el dietario emocional. Primavera Sound acumula muchas en su historia. La jornada de ayer, con algunos artistas pidiendo paso hacia escenarios mayores y clásicos modernos (casi) siempre infalibles en posición dominante, lo volvió a confirmar.

La segunda jornada “grande” de esta edición extraordinaria del Primavera Sound extendida hasta los once días empezó tocada por la baja a última hora de The Strokes –Fabrizio Moretti pilló el COVID– y por los problemas de funcionamiento en las barras, que habían dejado un sabor agrio la noche del jueves. El presagio de nubarrones sobre el Fòrum se disipó desde el principio. La organización no tuvo margen de maniobra para cubrir el vacío dejado por el grupo neoyorquino –al final tampoco se le echó tanto de menos, la verdad–, más allá de emplazar a los poseedores de la entrada de día a verlos en segunda instancia. Y el asunto de las barras se intentó enmendar con celeridad, procurando que todo funcionara con mayor fluidez, mejorando el movimiento de las aglomeraciones de público por los conductos de hormigón de este enclave marítimo. La sintonía musical también contribuyó a sellar una de esas jornadas que garantizan un regreso a casa con excedente de endorfinas en el cuerpo.

Chaqueta de Chándal, guasones y metronómicos. Foto: Ismael Llopis
Chaqueta de Chándal, guasones y metronómicos. Foto: Ismael Llopis
En el concierto de Chaqueta de Chándal, en horario de siesta, un tramo poco agradecido para su casio-punk festivo, guasón, faltón e incorrecto, no faltaron referencias al propio festival y a su cara más visible. Cuando Guillem Caballero no importunaba con su humor corrosivo –hubo pullas para España, el Primavera Sound o el consumo musical–, la banda completada por Natalia Brovedanni en la guitarra y Alfonso Méndez en la batería se enzarzaba en progresiones dilatadas hacia el espacio-tiempo del krautrock. Divertidos, ácidos y con mordiente.

Pond se expusieron a las masas. Foto: Òscar Giralt
Pond se expusieron a las masas. Foto: Òscar Giralt

Los componentes de Pond debieron flipar con la cantidad de gente que se congregó frente en el escenario Ouigo, porque la riada humana que bajaba por las escaleras de la placa fotovoltaica parecía no tener fin. Más aún si lo comparamos con el concierto que en 2019 ejecutaron en esa misma localización. Pese a una deficiencia en el sonido, el grupo australiano volvió a erigirse en la más loable escisión de Tame Impala. Su sonido sigue circulando en paralelo al de Kevin Parker. Han pasado del acid trip sixties de sus inicios a un revestimiento sintético predominante. Pese a las inevitables comparaciones con su nave nodriza, la banda de Perth ya acumula un cancionero –“Tasmania”, “Avalon”, “Daisy”– que exige actuar en infraestructuras con mayor capacidad, como quedó constatado en el día de ayer.

Helado Negro, confort contra las adversidades. Foto: Val Palavecino
Helado Negro, confort contra las adversidades. Foto: Val Palavecino
Si a esas alturas quedaba algún nubarrón sobre territorio Fòrum, Roberto Carlos Lange lo transformó en agradecido ambiente auditivo con que masajear el córtex cerebral. Su voz seductora –a veces desplegada como una nana, a veces en clave de tropicalismo pop, a veces en onda dream folk– se sincronizó con una desenvoltura escénica cómoda, risueña, levitante y generosa. Con algo más de rítmica que en sus discos –pero manteniendo el componente atmosférico de estos y con sus postales domésticas sepia como hecho narrativo–, Helado Negro fue capaz de crear climas de confort pese a las interferencias generadas por un Boiler Room demasiado cercano: ¿WTF? “País nublado” o “Running” imprimieron a los asistentes una tonelada de bienestar sobre sus cervicales más dolidas.

Wet Leg, subiendo. Foto: Òscar Giralt
Wet Leg, subiendo. Foto: Òscar Giralt
El dúo Wet Leg ocupó un espacio más concurrido que los citados hasta ahora. “Las chicas malas de la Isla de Wight” –así las apodó Jesus Rodríguez Lenin en su entrevista en este medio– asaltaron el escenario Cupra para reivindicarse como lo que son: definitiva revelación de banda guitarrera salida últimamente de las Islas Británicas, con pasaje directo a la zona alta del circuito indie pop. Además, actuaron como enlace intergeneracional de dicho género, tal y como demostraron los entusiastas jóvenes ingleses de credo transversal, que eran mayoría frente a las tablas. Terminaron, como era de esperar, con uno de esos hits absolutos que se adhieren desde la primera escucha: un “Chaise Longue” que les permite acomodarse en escenarios grandes como este con actitud de veteranas.

Con el listón tan alto, el otro plato fuerte de la jornada tuvo sabor agridulce. O, más bien, amargo. Cuesta señalar una banda tan fiable y constante con el festival barcelonés como ha demostrado ser The National. Sin embargo, durante los primeros temas de este concierto costó descifrar si Matt Berninger llegaba indispuesto, bajo los efectos de alguna sustancia o convaleciente. Su voz quebrada, su tambalear indeciso y su mirada preocupada –hasta angustiada– se fijaron a su poso vocal y sobrevoló la preocupación entre los asistentes. Se dibujaba una versión del frontman de la banda de Ohio en las antípodas a la que pudimos presenciar años atrás en su torrencial despliegue en un escenario de la misma envergadura. Como un espíritu desposeído de sustancia. Como si le acabaran de practicar una lobotomía. La verdad es que dio lástima presenciar el estado en que se presentó ayer el cantante estadounidense. El público no lo afeó, pero poco a poco fue rompiendo filas. Más tarde, en uno de los pocos parlamentos que ofreció, se descubrió el motivo de esa escasa energía y de la voz quebrada: “Esta canción es sobre la tristeza y estar drogado, que es lo que han sido mis últimos tres años. Ahora solo estoy drogado”. Pero no era esa clase de droga que nubla el juicio –ni balbuceó ni perdió el control–, sino de las que te aplacan el ánimo. Lo triste no fue que el show no pudiera contar con las prestaciones de sus pulmones y corazón –pese a los meritorios esfuerzos de los capacitados miembros de la banda, que supieron, con un Matt ya algo más resuelto, imprimir cierto poderío en el último tramo, aunque ¿a quién le importaba ya?–, sino el ver expuesto sobre el escenario a un cantante con semejante bajón anímico, sin fortaleza, descosido. Tanto, que se produjo un redoble de carga entristecida en los temas más recogidos y dramáticos de la banda, creando un embellecimiento todavía más honesto. Recupérate pronto, Matt.

Beck, concierto de un clásico. Foto: Óscar García
Beck, concierto de un clásico. Foto: Óscar García

Con el sol ya en el ocaso, fue momento de recuperar las sensaciones más épicas, festivas y memorables en los escenarios destinados a los grandes arranques de efusividad. Beck cumplió de sobra con el compromiso, ejecutando un show pluscuamperfecto. Arrancó encadenando una batería de color saturado: “Devils Haircut”, “Dreams” y “Up All Night” se fueron sucediendo sin respiro. Llegó el turno de “WOW” y ya no quedó espacio para los descreídos: el californiano, con pintas de doble de Wes Anderson, acogió en su credo a todos los presentes mediante su pop hipervitaminado y luminoso. Un show sinestésico en el que demostró su increíble versatilidad: dub, tropicalismo, hip hop con bases que parecían lanzadas por DJ Premier, electro y raciones notorias de funk y disco-funk. Selló el recuerdo perenne con una traca final que aunó emoción, diversión y desconcierto admirable. Primero, interpretando a solas con guitarra acústica “Everybody’s Got to Learn Sometime” (The Korgis): la versión de Beck fue incluida en la banda sonora de “Olvídate de mí” y aquí estuvo cerca de silenciar a todo el personal. Después, con la irrefutable “Loser”, una escapada al country y un cierre de fiesta vía “Where It’s At”. Un concierto que guardaremos para el álbum de “momentos inolvidables” cuando llegue el trigésimo aniversario del festival.

Caribou, fiesta en la noche con agradecido mensaje final. Foto: Dani Cantó
Caribou, fiesta en la noche con agradecido mensaje final. Foto: Dani Cantó
La tristeza que transmitía el líder de The National quedó borrada por las sonrisas y el entusiasmo de otro infalible. A Dan Snaith se le pudo ver las horas previas entre el público de Pond, antes de saltar al escenario grande con la misión de enloquecer al personal gracias a su math-electro al frente de Caribou. Snaith empleándose a fondo en la batería y los cacharros, con otro batería frente a su posición, ambos escudados por guitarra y bajo. Atmósferas rítmicas en progresión, loops expansivos y un carrusel emotivo desplegado con precisión matemática. Deconstruyó la hermosa “Home”, aceleró la mezcla hedonista en “Odessa”, confirmó la solvencia rítmica dilatada de su reciente “You Can Do It” –o cómo convertir una pauta rítmica simple (y hasta tonta) en un marcapasos vitalista– y perpetuó el éxtasis con su eterna “I Can’t Do Without You” (que fue utilizado por el festival en tiempos de pandemia como himno de resistencia y hermanamiento entre todos los artistas del cartel y su público). Cierre dorado para una jornada redonda en lo musical y sin protestas en lo extramusical. ∎

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