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En el recientemente estrenado documental “Dardara” (Marina Lameiro, 2021), sobre la última gira del grupo navarro Berri Txarrak, hay un par de imágenes especialmente emotivas. Son planos largos y relativamente cerrados sobre la cara de dos de sus seguidoras, la japonesa Asako Nitta y la vasca Oihane Ofogo, durante sendos conciertos de la banda. A duras penas pueden seguir cantando la letra de la canción que suena, las lágrimas brillando todavía en los ojos y un estado de ensimismamiento roto por un siguiente tema mucho más eléctrico, brusco, que provoca un trance incluso más dinámico.
“Dardara” –temblor, en castellano– ha sido muy bien recibido por los fans del grupo que lo han visto. Han vuelto a recordar momentos vividos en torno a su música y se han sentido identificados con los seguidores y seguidoras que en él aparecen. La directora reconoce que el hecho de que gran parte del peso del documental residiera en los incondicionales de la banda fue una premisa del trío. “Fue una idea que me gustó mucho y uno de los motivos por los que decidí embarcarme en el proyecto. Me permitía acercarme a estas personas y retratar su intimidad”, señala Lameiro.
No todos los grupos pueden sacar el músculo de tener un documental así. Berri Txarrak plantea, de manera indirecta, un interrogante que no es fácil de responder. ¿Por qué a quienes le gustan, le gustan tanto? ¿Qué les hace tan especiales? “No sabría decir qué es –contesta Lameiro–. Pero sí pienso que algo que atrapa a la gente es la entrega de la banda hacia el público. No he seguido tanto tiempo a ningún otro grupo como a ellos, pero esa pasión, ese trabajo, ese respeto: todo eso llega al público”.
Somos quizá más conscientes que nunca en esta era del “es que soy yo, literal”: escribir con ánimo universal puede ser otra de las claves. Que te parezca, al otro lado, que cada canción habla de uno mismo. Del preciso momento por el que pasa tu vida cuando suena ese estribillo. Ese logro que no todos los artistas han alcanzado a la hora de establecer un vínculo con quienes los escuchan. La perfecta tarjeta de fidelización, si los grupos o cantantes fueran –que por fortuna no es el caso, la mayor parte de las veces– una franquicia.
Esa escritura, ese pov compartible es parte de lo que contribuyó –entre otros factores como la puesta en escena o el talento compositivo de Johnny Marr– a que The Smiths y Morrissey sean un ejemplo cuando hablamos del mal llamado “fenómeno fan”. No es capricho hablar de ellos, pues estos días se ha estrenado en Estados Unidos la película “Shoplifters Of The World” (Stephen Kijak, 2021). Está basada en una historia apócrifa que parece tener bastantes visos de ser falsa: la de un fan de The Smiths en Denver que, al enterarse de la separación del grupo, toma como rehén a un locutor de radio local a punta de pistola y le obliga a poner sus canciones en bucle. Falsa, pero aun así creíble por el ascendente mitológico de la comunidad de la que The Smiths recibió apoyo. De vuelta al documental, “Moz And I” (Edgar Burgos, Esther Lopera, 2016), narra la estrecha relación que muchos seguidores han mantenido con la figura de Morrissey. En concreto, la del DJ barcelonés Luis Le Nuit. Alguien que cuando viaja a un concierto de su ídolo no hace siquiera turismo. Alguien para quien la inversión económica compensa el refugio que supone la música. La persistencia de ese motor. Esa pasión que hizo que Luis Le Nuit protagonizase titulares en la prensa generalista cuando subió al escenario y abrazó al británico durante una actuación en Razzmatazz en 2015. El contacto físico entre los fans y el ídolo mancuniano dejó de ser un acto puramente espontáneo para adquirir visos de ritual autoconsciente, documentado, por ejemplo, en el videoclip de “That’s How People Grow Up”.