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“Quien mucho abarca poco aprieta” o “La avaricia rompe el saco” son refranes que se podrían aplicar perfectamente a esta edición de Tomavistas, la primera en su nuevo emplazamiento de IFEMA, concretamente en el parking que ya ha acogido festivales como aquel Río Babel de Bad Bunny y que en esta ocasión al menos llegaba con la cara lavada, una zona de césped artificial y algunas parcelas verdes.
Hay que reconocer que el cambio podría haberle sentado peor a un evento que creció en torno a las comodidades del Parque Tierno Galván, muy cerca del centro de Madrid y de las estaciones de Atocha y Méndez Álvaro, lo cual garantizaba buenas conexiones de transporte con prácticamente todas las poblaciones de la región. Pero en esta ocasión, sin un servicio oficial de transfers, la vuelta a casa se convirtió en un caos y la sensación fue un poco de “búsquese usted la vida”. Si a esto sumamos el incremento de los precios, el problema de las colas durante el primer día –en el que dos propuestas nacionales como Rigoberta Bandini y Alizzz demostraron poder atraer prácticamente el mismo público que las dos jornadas restantes juntas– y cierta sensación de abandono por parte de la organización –que dio señales de vida tarde y regular–, el balance es difícilmente reseñable en lo positivo, más allá de la calidad de la oferta artística.
También cabe subrayar la actitud del público: los años de parada pandémica se han notado y ponemos mucho de nuestra parte para disfrutar en estos espacios que, además, siempre se han prestado a la convivencia relajada, aunque todo se ponga cuesta arriba y, como ocurrió en la jornada del sábado, llueva con violencia. Si algo salvó esta edición de Tomavistas fue sin duda la interacción espontánea y maravillosa entre artistas y asistentes. Y esa cosa mágica que muchas veces tiene la música: su virtud reparadora, sanadora. Pero me cuesta pensar que los padres que reservaron esta primaveral cita madrileña para compartir afición con sus hijos tengan ganas de repetir el año que viene. Tomavistas habrá ganado público y presencia, puede ser, pero también es obvio que algo se ha perdido en el camino con el viraje hacia las masas y que, visto lo visto, nunca fue del todo necesario, porque la propuesta musical era un salto hacia adelante. En el fondo, Tomavistas fue lo de siempre pero un poco más lejos, un poco más caro y mucho menos bucólico. Si alguien sale ganando desde luego no es el público.
A más de 30º de temperatura, los malagueño-madrileños ofrecieron en el escenario pequeño del Tomavistas lo que mejor saben hacer: compromiso punk. Y eso que las circunstancias casi nunca acompañaron y hasta se les rompió, nada más empezar, una cuerda de la guitarra. Remontaron, como siempre, a base de himnos como “Una ciudad cualquiera” y dando buena cuenta de los mejores temas de su estupendo último trabajo, “Bremen no existe” (2022), con unas “Espíritu del 92” y “Madrid nos pertenece” sobresalientes.