Arranquemos fijando un marco cronológico. Su inicio, el 1 de noviembre de 1979, día en que Bob Dylan abría su nueva gira con una estadía de dos semanas en el Warfield de San Francisco. Parte del público está avisado de su reciente conversión al catolicismo, pero no preparado para la caja de Pandora que estaba a punto de destaparse. Y es que el músico ha hecho desaparecer del setlist cualquier tema anterior a su caída de caballo, conformando un repertorio compuesto únicamente por temas religiosos entre los que intercala incendiarias homilías sobre la llegada del Armagedón. Hay quien decide levantarse y marcharse; quienes optan por quedarse no pueden dejar de ver desconcertados el viraje de alguien que en el imaginario colectivo –y muy a su pesar– seguía ejerciendo de icono contracultural.
Pongamos también un punto final, diciembre de 1985. Un Dylan que ha regresado al judaísmo pasa el mes ensayando con Tom Petty y sus Heartbreakers un tour conjunto al que se agarra como un clavo ardiendo. Los dos últimos años han sido desastrosos: el anterior lo ha dedicado a una gira de oldies que ha dejado pocos momentos memorables, el corriente ha quedado marcado por una lamentable actuación en el Live Aid y por una participación en “We Are The World” convertida aún hoy en carne de meme. Aunque la carga de mayor profundidad es ser consciente de que con “Empire Burlesque” (Columbia, 1985) acaba de publicar uno de los discos más endebles de su carrera. La inmediata aparición de “Biograph” (Columbia, 1985), su primer recopilatorio amplio y razonado, se antojaba primer paso para su embalsamamiento como artista con más pasado a sus espaldas que futuro en el horizonte.
Marcado este arco temporal, saltemos atrás en el tiempo. En 1969 llegaba a las tiendas un extraño disco de Dylan titulado “Great White Wonder” que no venía bajo el sello de Columbia sino del de una compañía ignota, TMOQ (siglas de Trademark Of Quality). En su interior, un caótico amasijo de materiales de todo tipo: algún tema primerizo, alguna grabación casera, parte de la actuación con Johnny Cash en su programa televisivo de la ABC. En un principio, poco más que una mera curiosidad para “dylanitas”; unas semanas más tarde, todo un superventas con cifras que luchaban de igual a igual con las de varios álbumes oficiales.
Era el pistoletazo de salida al mundo de las grabaciones piratas –“no oficiales”, aclaraban puntualmente sus vendedores al escuchar la palabra proscrita– que en su caso se contaron por miles y durante décadas hipertrofiarían tiendas especializadas, ferias de discos o, más habitualmente, catálogos fotocopiados que llegaban como por milagro desde Nueva York, desde Londres o desde Tokio y que ofrecían absolutamente TODO lo que un fan del de Duluth pudiera desear. El laberinto de grabaciones se desentrañaba por varias vías, principalmente ‘The Telegraph’, un fanzine con formato libro que cual maná llegaba a nuestros buzones –eran tiempos preinternet– para notificar los cambios de repertorio en cada show, las modificaciones que realizaba Dylan sobre las letras de sus canciones, los rumores sobre las sesiones de estudio, los todavía frecuentes conciertos en los que el cantante saltaba las líneas establecidas.
Dado el estado de la cuestión, era inevitable que Columbia terminara haciendo algo para no dejar escapar este mercado subterráneo. Ya lo había intentado en 1975 procurando frenar el caos generado por la aparición no oficial de las “Basement Tapes”, en principio algo tan poco preocupante como unas grabaciones caseras realizadas entre bromas y risas por unos amigos entre ríos de alcohol. Pero, claro, esos amigos eran Dylan y The Band y para entonces el aura que rodeaba al de Minnesota había convertido hasta su registro más ínfimo en material venerado en las catacumbas.
A lo que íbamos: las grabaciones piratas de las “Basement Tapes” se multiplicaron hasta el infinito y alcanzaron cifras de venta monumentales. Columbia intentó contener lo incontenible apresurándose a realizar una edición oficial –titulada, sin mucha imaginación, “The Basement Tapes” (1975), acreditada a Bob Dylan & The Band– que anulara las restantes, pero aquello era poner puertas al campo. Lo que sí consiguió la discográfica, aunque fuera inconscientemente, fue plantar la semilla de las futuras “The Bootleg Series”.
En consecuencia, el puntal no tardaría en convertirse en serie. En un principio destinada a fijar la leyenda: sus primeras entregas estarán dedicadas al mitológico concierto de Mánchester en el que el Dylan electrificado fue increpado por la parroquia folkie –“Vol. 4: Live 1966. The ‘Royal Albert Hall’ Concert” (Columbia, 1998)–, a la no menos épica Rolling Thunder Revue, que nunca había tenido una plasmación discográfica a la altura – “Vol. 5: Live 1975. The Rolling Thunder Revue” (Columbia, 2002)–, a las mágicas sesiones de 1965-1966 –“Vol. 12: The Best Of The Cutting Edge 1965-1966” (Columbia, 2015)– en las que Dylan plasmó aquella incandescente wild mercury music que culminaría con la aparición de “Blonde On Blonde” (Columbia, 1966). La validez de la fórmula quedó refrendada cuando se dejó de apostar sobre seguro para rastrear en fases más desconocidas: hablamos de memorables entregas dedicadas a su etapa religiosa – “Vol. 13: Trouble No More 1979-1981” (Columbia, 2017)–, a sus austeras grabaciones primerizas o a su salto al country de finales de los 60. Con el décimo volumen –“Another Self Portrait (1969-1971)” (Columbia, 2013)– se produciría incluso un giro copernicano al centrarlo en tomas desechadas de “Self Portrait” (Columbia, 1970), aquel disco que Greil Marcus había saludado desde las páginas de ‘Rolling Stone’ con un legendario “What is this shit?”. Que tantos años después todo se saldara con un resultado extraordinario tuvo algo de justicia poética. Y también humana, qué carajo: Dylan tuvo la humorada de encargar el libreto que según era tradición acompañaba cada entrega al propio Marcus, obligado a matizar y no poco aquel titular mayestático.
Y en estas llega a las tiendas el ya decimosexto volumen de los “Bootleg Series” bajo el título “Springtime In New York: 1980-1985” (Columbia, 2021). El primer rasgo de agradecer es que Dylan no apueste todo al rojo: lejos de optar por la artillería pesada del rescate de alguna pieza capital de éxito seguro, ha volcado sus ojos en una de sus etapas más erráticas, esa primera mitad de los 80 invariablemente despreciada en cualquier revisión crítica de su obra.
No optemos por la vía fácil de echar la culpa a la miopía de los críticos, que quizá nos hayamos quedado cortos al adjetivar de errático el asunto. Hablamos de una gira cristiana en la que la fe se difuminó lo suficiente como para permitir el regreso de los clásicos al repertorio. Hablamos de dos discos excepcionales cuyo contenido religioso condenó al ostracismo. Del silencio de 1982, cuando, como bloqueado por un cambio de estructuras vitales, su única señal de vida fue dejarse ver en cualquier concierto de importancia que tuviera lugar en Los Ángeles, desde The Clash hasta Stray Cats. De un disco como “Infidels” (Columbia, 1983) para el que Dylan había chequeado como productores a Frank Zappa, David Bowie y Elvis Costello y que terminaría dejando en manos de Mark Knopfler para extirpar del álbum sus mejores canciones en cuanto este desapareció del estudio. Y de un “Empire Burlesque” en el que no faltaban buenas composiciones, pero que Dylan abocó al desastre dejando su resultado final en manos del productor Arthur Baker, que venía de remezclar “Born In The U.S.A.”, sí, pero que también había dejado su huella en “Confusion” de New Order. No hace falta decir por cuál de las dos vías optó ni lo desastroso de escuchar al bardo rodeado de sintetizadores y sonidos disco-funk. Dylan parecía haber quedado desnaturalizado, inmerso en un panorama tan alejado al que había siempre conocido, donde la pauta era marcada por la recién nacida MTV y la industria comenzaba a convertir en humo sus basamentos al apostar por el formato CD.
“Springtime In New York”, sin embargo, demuestra cómo rascando en esta superficie los resultados eran mucho más consistentes que lo considerado en un primer momento. Editado en diferentes formatos –el más completo, cinco discos y un libro generoso, a precio de consultor de empresa hidroeléctrica–, el nuevo “The Bootleg Series” incluye sesenta y siete temas divididos en cinco volúmenes: uno dedicado a ensayos con la banda durante la gira de 1980, otro a las sesiones de “Shot Of Love” (Columbia, 1981), dos a las de “Infidels” y el último a las de “Empire Burlesque”. Como añadido, dos temas en directo: uno grabado en el multitudinario concierto en el Slane Castle irlandés donde Dylan cerró su gira europea en compañía de Van Morrison y Bono, otro de aquella actuación en la que Dylan presentó al público “Infidels” en el programa de David Letterman con una banda punk a la que ni siquiera se había molestado en comunicar los temas que iban a interpretar.
El resultado que sale a la luz es la antítesis de lo considerado hasta el momento. Los ensayos para la gira de 1980, marcados por un coro femenino que lo inunda todo de góspel, aparecen plagados de temas inesperados y versiones tan bien resueltas como la de “Mystery Train” que prefiguran algunos de los mejores conciertos de su historia. En las rough takes de estudio es raro encontrar alguna pieza menor, mucho más aún localizar una que no sea superior a la contrapartida oficial. Todo demuestra una vez más el peso inerte que supone cualquier manierismo a unos temas como los de Dylan, ya sobrados de ellos a nivel compositivo, y hace suspirar por lo que hubieran sido estos álbumes de haber sabido el músico poner freno a productores desbocados, esa asignatura pendiente que solo superaría cuando en la década de los 90 decidiera ponerse él mismo a los mandos (parapetado detrás del alias de Jack Frost). El conjunto permite reconstruir, ahora sí de manera completa, unos años que desde luego no merecían la irrelevancia a la que fueron condenados y demuestra una vez más que no hay cenagal “dylanita” en el que no puedan encontrarse joyas de primera magnitud. Porque a fin de cuentas Dylan siempre se ha crecido ante la adversidad y nunca ha funcionado mejor que a la contra. Y aunque no nos diéramos cuenta, también fue así en aquellos años. ∎
A principios de los 70, cuando el aura de Dylan alcanzó un brillo cegador sobre el humus contracultural, alcanzó su cota de fama A. J. Weberman, un chalado que se instaló en la puerta de su casa para revisar cada noche las bolsas de basura familiares y analizar minuciosamente cualquier cosa que allí encontrara. Daba igual lo que apareciera en los cubos: fuera una vieja cinta de casete con un mensaje para el contestador telefónico o un recibo que demostraba el apoyo de Dylan a una oscura asociación sionista, todo era estudiado como si de una nueva revelación del Talmud se tratara. Una sensación que no difiere mucho a la de enfrentarse a los dieciséis volúmenes de “The Bootleg Series” intentando sacar entre todo este material considerado durante décadas desecho de tienta el pecio de diez temas particularmente señalados. Y no, no hay forma de esquivar que el pozo termine devolviendo a la superficie composiciones e ideas brillantes hasta de sus discos y giras más vilipendiados. Allá va un primer acercamiento a una discografía en B de dimensiones babilónicas y con reto añadido: encontrar un solo tema de los siguientes que no hubiera merecido competir con todos los honores en las ediciones oficiales de los correspondientes álbumes.
Pieza perdida en aquel espartano “John Wesley Harding” (Columbia, 1967) que supuso uno de los virajes musicales más radicales que los tiempos recuerden, Dylan exhibe esa capacidad innata tan propia para transformar un tema excelente en sus tomas iniciales en otro completamente diferente y no por ello de menor calado en su edición oficial.
Nunca nos haremos cábalas suficientes sobre qué llevó a Dylan a eliminar de “Infidels” este tema sobre un viejo bluesman de Georgia que el paso de los años ha convertido en clásico. La única explicación que dio el cantante fue que sonaba tan rutinario como un disco de los Eagles (!). La única que encontramos nosotros es acudir al refugio de esa vieja máxima “dylanita” que reza que lo único previsible en Dylan es ser siempre imprevisible.
La aparición del octavo volumen de la saga revelaría la sorpresa de que las sesiones de “Time Out Of Mind” (Columbia, 1997) habían dejado un puñado de temas descartados, arcano que había escapado hasta entonces hasta a los “dylanitas” más encallecidos. Pero haberlos habíalos, y además del calado de este imprescindible “Dreamin’ Of You”.
Momento legendario de la carrera de Dylan: su primer concierto eléctrico. Con este tema abrió el repertorio que ofreció en el Festival de Newport ante un público aturdido al verlo acompañado por una Paul Butterfield Blues Band poseída por el espíritu de Bo Diddley. La leyenda cuenta que la cosa acabaría en gresca por la intolerancia de la parroquia folkie; la realidad, siempre más prosaica, que la zapatiesta vino por la escasa duración del concierto: apenas treinta minutos.
Uno de los temas de composición y texto más intrincados del monumental “Blonde On Blonde” pasado por el filtro de la electricidad. La toma data de cuando Dylan comenzó a chequear la canción en un estudio de Nueva York acompañado por The Band (entonces todavía The Hawks). Su orientación definitiva llegaría cuando trasladara las sesiones a Nashville y diera cuerpo a su disco cumbre, pero a ver quién es el guapo capaz de poner una sola pega a esta primera aproximación.
Enésima demostración de que la excelencia de las composiciones de Dylan hace viable cualquier máscara con la que se las quiera vestir. Soberbia ya en el “espartanismo” de su apariencia original, la incorporación en el estudio de una sección de vientos lanza a otra dimensión el tema que dio título a uno de los discos menos ponderados de su carrera, “New Morning” (Columbia, 1970), lanzado apenas cuatro meses después de “Self Portrait”.
Nunca alcanzaron las interpretaciones de “Blood On The Tracks” (Columbia, 1975) la intensidad de la gira de 1975, con las heridas de la separación de Sara todavía abiertas. Así sonó el tema la noche en la que el músico tuvo oportunidad de cantarlo delante de su mujer, coincidiendo con un conato de reconciliación que la había llevado a unirse fugazmente a la gira. El que ni tras una interpretación de este calibre decidiera frenar el divorcio habla a las claras del nivel de hartazgo que debía llevar la buena de Sara a esas alturas.
Descarte de “Oh Mercy” encargado de presentar en formato single la primera entrega de “The Bootleg Series”. Como declaración de intenciones no podría haberse encontrado alternativa más atinada; como carta de presentación, inmejorable por la composición de primerísima línea y por venir acompañada por uno de los mejores vídeos nunca filmados sobre un tema de Dylan.
Lo legendario del episodio hace inesquivable la elección: si “The Bootleg Series” están para imprimir la leyenda, aquí esta quedaba estampada en su modo definitivo. Dylan llega a Inglaterra para presentar su salto a la electricidad y es increpado por un espectador al grito de “¡Judas!”. La respuesta, un “Like A Rolling Stone” arrollador con indicación previa a la banda: “Play fuckin’ loud!!!!”.
Los negacionistas que dudan de la conversión de Dylan al cristianismo no tienen más que escuchar esta desbordante interpretación de “When He Returns”, el tema que cerraba “Slow Train Coming” (Columbia, 1979), para superar cualquier reticencia. Sentado al piano, sin más acompañamiento que el de unos leves apuntes que desgrana al órgano Spooner Oldham, Dylan da lo mejor de sí mismo cantando a la Resurrección de Cristo en una de las interpretaciones más memorables de su carrera. ∎