iempre me había sentido orgulloso de mi cinismo. Para mí era una coraza para repeler las frases de coach motivacional que te podías encontrar en redes sociales, pizarras de bares o tazones de desayuno. Ser cínico te dotaba, según creía yo, de un pensamiento crítico y nada complaciente, de un sentido del humor esquinado y poco dado al chiste fácil. En definitiva, era la actitud necesaria para enfrentarse a un mundo oscuro pero plagado de elementos cuquis que actuaban como minas antipersona.

Un buen manual del cinismo sería el texto de David Foster Wallace “Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer” (1997), un reportaje donde cuenta su experiencia en un crucero de lujo. Su óptica es escéptica y distanciada: va a un sitio donde se supone que estás obligado a pasarlo muy bien y él en realidad lo pasa mal. Nunca he hecho un crucero, pero sí que he hecho algo supuestamente divertido y que creía que no iba a volver a hacer. He repetido, me gusta y además me ha dado una lección sobre la poca necesidad de ser demasiado cínico.

Hace cinco años, en las vacaciones de Semana Santa, un amigo alquiló una autocaravana. Mi familia y yo alquilamos otra. Ellos se fueron al norte de España y nosotros a Portugal. Al finalizar el viaje compartimos nuestra experiencia, pues creo que ambos respondemos al modelo de pequeño burgués urbanita comodón poco dado a la aventura. No nos pegaba el mundo caravanero a ninguno de los dos. Él me relató un periplo infernal y nunca volvió a pasar sus vacaciones en un vehículo así. Ir en autocaravana y acampar no era para él. En cambio, mi experiencia dejó atrás un montón de prejuicios que yo tenía acerca del asunto. Estaba preparado para odiar la incomodidad, la suciedad, la provisionalidad. Y no fue así. No solo no me molestaba la rutina caravanera, sino que fue un flechazo. Me podría haber pasado lo que a mi amigo y jurar no volver a pisar una casa rodante jamás, pero quizá la suerte o algo que yo desconocía de mí mismo hicieron que ese primer viaje en autocaravana fuera idílico.

Para quien me conozca, no me pega nada ir en autocaravana. Era algo que hasta entonces solo había visto en comedias de Chevy Chase o en “A propósito de Schmidt” (2002), de Alexander Payne. Pero tampoco me pegaba tener carnet de conducir y aun así me lo saqué con 42 años, tras muchas penurias y exámenes prácticos suspendidos. Esa terrible experiencia me sirvió no solo para mudarme a las afueras (cosa que tampoco me pegaba y me encanta), sino para hacer una serie de televisión sobre el tema.

El cínico suele prejuzgar. Una mirada desdeñosa tiende a despreciar aquello que no conoce como mecanismo de defensa. Yo creía que dormir en un colchón incómodo en una furgoneta, ducharme (con suerte) en un camping o tener la incertidumbre del lugar en que dormiré esa noche no eran cosas para mí. Que habría otra gente, sobre todo franceses, más propensa a vacacionar así. Pero no, no solo hicimos ese viaje a Portugal, sino que un puente o cualquier temporada festiva sirve de excusa para sacar nuestra furgo. Ya tenemos una propia, después de varios viajes alquilando. La compramos cuando mi mujer, mi hijo y yo tuvimos claro que éramos caravaneros. Y creo que es un hecho fundamental para impedir que con la edad me haya hecho más gruñón y huraño. El joven cínico que yo era iba por ese camino. ∎