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n día, que prefiero no precisar, el discurso se me volvió enigmático y puñetero. Los de la discográfica no tardaron en hacerme partícipe de sus inquietudes al respecto. Necesitábamos una canción feliz. Solo una. El resto del disco podía escribirlo como me diese la gana, pero la canción feliz no podía faltar. La idea central era que con una pequeña dosis de humor socarrón, como el de los primeros discos, nuestras expectativas tenderían a mejorar considerablemente.
Podría haberme indignado mucho ante semejante intromisión en mi espacio. Podría haber puesto el grito en el cielo, herido en mi hipersensibilidad artística. Podría haber levantado, circunspecto, una de mis cejas. Incluso podría haberla abandonado a su suerte ahí arriba. Pero no hice nada de eso. Al contrario, la sugerencia me pareció muy sensata y oportuna. Claro que sí. A pesar de que los primeros discos no hubieran vendido una mierda en su día, el encargo podía tener su lógica. La que fuera. No tardé en ponerme manos a la obra y, desde entonces, siempre he procurado que a ninguno de mis discos les falte una canción feliz que llevarse a la boca. He estado muy por la labor. Cierto que en 1994 me olvidé por completo del asunto y Los Enemigos acabamos sacando a la calle un LP entero –“Tras el último no va nadie”– sin su extra de sonrisa, pero, por lo demás, puedo tener la conciencia tranquila. He cumplido con mi parte y lo he seguido haciendo hasta hoy. Ya es una especie de tradición, no saco un disco a la calle sin su alegre tonadilla de regalo.
Ahora que las disqueras son historia para mí, es el psiquiatra quien reclama con insistencia su canción feliz. ¡Qué les parece! Insiste, sesión tras sesión, en que hasta el día en que no la escriba no dará por terminado su trabajo conmigo. Yo discrepo abiertamente de su punto de vista e intento meterle en la cabeza que las cosas no funcionan así, pero el hombre no atiende a razones. Creo que está más obsesionado con su canción que con mi tratamiento. Al final voy a tener que ponerme a ello solo para que el doctor no se me hunda. Hostia puta con la felicidad. A mí, la verdad, no me tienta nada. Todas esas fotografías de gente siendo feliz me revuelven las tripas. No sé, yo con reírme un poco de vez en cuando voy que chuto. Normal es suficiente, hombre.
Aún ignoro el motivo por el que aquel lejano día, que prefiero no precisar, se me oscureció el discurso. Seguro que no hay una sola razón. Nunca la hay. La epidemia que se llevó a los amigos por delante, el momento en que la delicia devino en desorden, la irrupción del futuro en la conciencia… Vaya usted a saber. Lo que sí sé es que he de conducirme con humildad. Si las fuerzas que me rondan son o dejan de ser oscuras no es de mi incumbencia. Tengo que dejarme llevar hasta donde ellas decidan. Una vez allí, tomármelo con calma, enredar lo que haga falta y recorrer con sigilo el camino de vuelta. Porque es precisamente ahí donde quiere atraparme el mal. Poca broma con eso, cabrones.
Ahora somos legión. El coro de los “zumbaos” brama que asusta. Somos muchos más que vosotros, si bien es cierto que el dato nos trae sin cuidado. Espero poder guardar algún día al psiquiatra en el compartimento estanco de la historia, junto a las disqueras. Porque no sé si algún día tendré lista su canción. Desde luego que no como él pretende. Si quiere venir, que venga. Será tan bienvenida como las demás y estaré dispuesto a seguirla hasta el séptimo cielo si es preciso. Pero yo no pienso salir a buscarla. No puedo perder más tiempo de esa manera. Lo siento mucho, doc. ∎