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Imaginen el chiste más ocurrente, la canción más pegadiza, la carta de amor perfecta, la estatua mejor acabada sobre la persona, o la cosa, equivocada.
Pasado el tiempo, no es solo que el autor tenga que admitir que vivía en un error, sino que, además, es posible que lo que inventó no sirva para nada: bibliotecas en llamas, canciones en mute y parques abandonados con monumentos que ya no se pueden mostrar.
Algo así sucede con “My October Symphony”.
Octubre no tiene sentido, a pesar de que la historia le ha dado a este mes cierta celebridad. No hace frío ni calor y es engañoso: aunque no lo parezca, está más cerca del inicio de las Navidades que de las vacaciones de verano. Es un mes encrucijada, en el que querrías quedarte quieto y, sin embargo, tienes que decidir hacia dónde ir.
Neil Tennant y Chris Lowe pasan un tiempo en Glasgow. Es el mejor de los tiempos y es el peor de los tiempos. Sus dos anteriores discos han sido cohetes superventas y eso les parece casi de mal gusto. Si le preguntamos al piloto de las maquinitas de los Pet Shop Boys cuál es su peor pesadilla, dirá: “Un concierto de rock en un estadio”. Si le pedimos que se explique, añadirá, porque era algo que decía una y otra vez, que no puede soportar la imagen del público encendiendo mecheros para celebrar una balada. Antes de uno de sus primeros grandes conciertos, afirmó: “Como se les ocurra hacer eso tendré que apagar los teclados e irme”.
Y, sin embargo, son un grupo de superéxito que vive su ascenso mientras parte de su entorno cae.
Es en ese contexto cuando publican el disco más otoñal posible. Poniendo la mejor canción en el inicio de la Cara B justo cuando irrumpe el breve reinado del CD, que no entiende de caras. Reflexionando sobre la Revolución de Octubre justo cuando se desmorona el bloque soviético. Meditando sobre este tema, quizá, con un subtexto de otra revolución, la gay, que marchó con orgullo y brillo y que en esos momentos se veía acorralada por el sida. Otoño, vaya. Y esta canción, la sinfonía de otoño, que salió un 22 de octubre de 1990 y que decía: “Tanta confusión / cuando llega el otoño / qué podemos pensar del otoño / ¿Cómo sonreír detrás de un fraude?”.
Hace muchos años, un veterano fotógrafo alemán que conocí cuando yo era un pipiolo me habló de aquel primer momento de aparente libertad. Cuando cayó el Muro, su familia, sus amigos, él y el resto tomaron por asalto los centros comerciales del Oeste. Un detalle: paseaban con bolsas vacías en las manos. Así entraban y así salían. Solo podían mirar.
Esta podría ser una buena imagen para que prendiera la chispa de la canción de los Pet Shop Boys, un grupo que le cantó también a este tipo de cosas. Pero no: la idea le vino a Neil Tennant cuando leía el libro “The New Shostakovich”, sobre el gran compositor soviético, publicado por Ian MacDonald en 1990. Allí empezó a pensar, mientras veía las noticias de la caída, en el personaje de un enigmático compositor soviético que había escrito una sinfonía dedicada a la Revolución de Octubre, cuando el régimen imponía esas obras que eran como souvenirs nostálgicos, que rescataban una y otra vez ese momento. Recuerdo que Gary Steinghart, escritor neoyorquino judío que pasó su infancia en el bloque soviético, explicaba cómo sus primeros poemas y cuentos iban (para ganarse la sonrisa de la abuela y de la profesora) sobre Lenin viajando por el mundo a lomos de una oca gigante de oro.
En la canción, el personaje no puede estar más confundido, porque todo a lo que dedicó su arte ahora es polvo. ¿Debería haber hablado de revelación en lugar de revolución? ¿Debería haberle dedicado la pieza a las revueltas sofocadas por el Zar? ¿O a la de 1917, antes de que los bolcheviques impusieran su idea? ¿O al final de la Primera Guerra Mundial? Su obra era, en ese instante, como esas estatuas de Stalin almacenadas en parques de la periferia.
Acaba de caer el Muro y, aunque no aparece en la canción, uno no puede evitar imaginar al compositor viendo por la tele cómo David Hasselhoff, eufórico sobre las ruinas y los cascotes, canta su himno “Looking For Freedom” vistiendo una bufanda de piano y una chupa de cuero tachonada de luces de navidad (quizá fue él quien le tiró ese proyectil, esa bengala, que casi le acierta en la cara).
Parece extraño que un grupo aparentemente frívolo como los Pet Shop Boys compusiera algo así, ¿verdad? Pero a veces los más sutiles son los verdaderamente sinceros. Neil Tennant, siempre en contra de los patrocinios de su música, llegó a decir que si alguna vez los patrocinaba una marca que él usara, automáticamente dejaría de comprarla. Ahora tomen una Coca-Cola de las grandes en el Hard Rock Café.
Podríamos hablar horas de autenticidad y artificio. De conciencia social y música de baile de evasión. De cómo las grandes bandas fueron amadas antes por fans enfervorecidas que por críticos serios. Podríamos, incluso, citar a Edwyn Collins: “Demasiados cantautores protesta / Pocas canciones protesta”.
Esta canción sobre la sinfonía de octubre, con sus guitarras riachuelo de Johnny Marr y sus cuerdas interpretadas por el cuarteto Balanescu, es una maldita obra de arte, como lo es todo ese disco de 1990, “Behaviour”.
Puede parecer un tema sobre los ideales con obsolescencia programada, sobre los clientes del arte, sobre el vacío que dejan los árboles demasiado grande cuando caen o los talan. Es imposible no verlo así, una reflexión también sobre la plaga del sida. Y sobre el fin tanto de las certezas como de los propósitos. Es una canción sobre octubre: un mes en el que lo viejo murió y lo nuevo aún se despereza. ∎