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amino por el Besòs, el barrio de Barcelona donde nací. Bajo por la Rambla Prim desde la Gran Via en dirección al mar. A la derecha, quedan todavía algunas casitas minúsculas y estrechas. De hecho, son tan magras que son prácticamente bidimensionales, algo así como un galgo italiano hecho fachada. Están desballestadas y pintadas y despintadas de colores improbables. Me pregunto por qué la voracidad inmobiliaria las dejó en pie hace casi veinte años.
A la izquierda, hay un Ateneu anarquista y un comedor solidario en lo que solía ser una oficina de La Caixa. Más a la izquierda, siguen firmes esas varias docenas de edificios de más de ocho pisos de altura a los que llegaron, sobre todo en los sesenta y los setenta, miles y miles de gentes modestas de toda España.
Abandono la Rambla y me desvío a la izquierda en dirección al río Besòs, buscando la frontera administrativa – es decir, imaginada – de Barcelona con Sant Adrià. Ahí, en ese punto limítrofe, vivían mis abuelos. Desde la ventana del que fue su minúsculo piso, La Mina quedaba lejos cuando era un crío. Había un descampado y tras él, en un horizonte difuminado, estaba La Mina, con esos edificios gigantes y alargadísimos como si fueran buques mercantes a los que una sequía salvaje y repentina dejó varados para siempre en el mismo lugar. En el momento de ese paseo, con mis abuelos transfigurados en polvo y debajo de la que durante décadas fue la ventana de su cocina, me doy cuenta de que La Mina en realidad nunca estuvo lejos de Barcelona; estaba a apenas unos pasos de adulto. En los márgenes de las ciudades las fronteras desaparecen cuando lo hacen los descampados.
El barrio está sucio, pero menos de lo que lo estaba cuando yo era crío. Los olores son parecidos. Las miradas, las mismas. ¿Las lenguas habladas? Hay algunas nuevas y otra muy vieja y muy bella y muy presente. Y hay una lengua ausente, igualmente vieja y bella, que en realidad nunca estuvo muy presente, al menos desde que yo tengo memoria, a ese lado de la Rambla Prim. Camino ahora en dirección al río.
Me viene a la mente una crónica de Anna Ballbona de hace un par de años en que contaba que Payasos Sin Fronteras había organizado una actividad para niños a orillas del río Besòs, cerca de su desembocadura. Hacía demasiado calor. Los niños y los payasos terminaron bañándose. Recuerdo no haber dado crédito a las fotos de gente bañándose ¡en el Besòs! Poco tiempo después, un vertido tóxico de una fábrica terminó con ese breve periodo de salubridad del Besòs y éste pasó a ser de nuevo el río intocable que fue cuando yo era niño.
Ahora me pierdo entre los edificios de La Mina mientras empiezo a oír las palabras de San Juan de la Cruz, a veces con la voz de Enrique Morente, otras con la de Rosalía. Y entonces me cruzo con un hombre errante. Por sus rasgos, no parece del lugar. Pero bien podría serlo: cualquier persona del mundo podría ser del Besòs o de La Mina. Más tarde leo que hay una comunidad de georgianos en La Mina y el Besòs. A lo mejor ese hombre es georgiano. O a lo mejor no, a quién le importa de dónde es la gente. Tiene los ojos muy vidriosos y son tantos y tan densos los reflejos de humedad con los que el lagrimal protege a ese hombre que no consigo adivinar el color de su iris. Pienso: ¿qué tan salada tiene que ser el agua que, por algún milagro, no desborda aún esos párpados? De forma arbitraria, decido que no es nada salada. Y es entonces, presa de la inevitable alucinación, cuando los veo. Descubro en el fondo de los ojos aguados de ese hombre a los niños y a los payasos bañándose en el Besòs. Enfoco mejor mi iris en el suyo. Están ahí. Los niños y los payasos chapotean y se divierten mientras el agua les corre entre las piernas.
Es en esos ojos donde se esconde la fuente que mana y corre y de la que nace el río Besòs y el barrio del Besòs y La Mina. No sé si ese hombre es georgiano o no, pero sí sé que es un yonqui, o un camello, o ambas cosas a la vez, y aunque para él es de noche en el fondo de sus ojos de cristal líquido se esconden las vidas de esos niños que juegan a salpicarse en el río Besòs. Y son tan caudalosas sus corrientes que cielos e infiernos riegan. Y las criaturas y los payasos se hartan de ese agua.
Sonrío y prosigo, alucinado y feliz, mi camino hacia el mar. ∎