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Firma invitada / Canciones

Hasta el reloj de la audiencia

02. 05. 2023

A

hora que José Luis Ortiz Nuevo ha acabado el primer tomo –promete ser una epopeya, la obra definitiva del maestro– de “Libro de Morente. El impulso del riesgo 1969-1976” (2023), me he acordado de ese clásico del maestro granadino. Pasa mucho con las coplas flamencas, de pronto hay un arranque o una frase de por medio que se te queda. “Hasta el reloj de la audiencia, tiene venganza conmigo, que me cuenta los minutos, las horitas que estoy contigo”. Son unos tientos tangos, ese tempo maravilloso que acelera y desacelera el ritmo, para disfrute de la afición. Ya hablamos de La Repompa y de sus tangos, tan modernos, ahí están las versiones de Sílvia Pérez Cruz o de Rosalía, que son un puro ir hacia atrás y hacia delante. Un avanzar retrasándose, que decía Morente. Y pienso que este reloj lo tomó Morente de Rafael Romero, que hacía versión del mismo tiento, también con raptos de aceleración y ralentización. Una maravilla, sí. Para “alante” y para atrás. Morente hizo todo un disco-manifiesto, “El pequeño reloj” (2003), sobre esto del compás, que no es el ritmo, no, sino lo que va por debajo del ritmo. Pero tampoco hay que mixtificar, no. Lo que hace Morente es poner ejemplos; es su disco más didáctico y de una modernidad prodigiosa. Pues bien, “Hasta el reloj de la audiencia” va ahí, en la “Policaña”, que es otra vuelta de tuerca al ritmo. Morente intenta ponerle música a ese mito de que hubiera una especie de polo que es caña y viceversa. Metiendo una letra que él tantas veces había cantado por tientos, pues eso, estaba tentando, ensayando que es lo que quiebra el compás. Creo que es una ocurrencia que viene de Aurelio, de Aurelio Sellés, un genial cantaor gaditano aunque con mil unidades de malafollá granaína. Pero, en efecto, sí, ese ir atrás y “alante” con el reloj de la audiencia, con el tiempo que marca la ley, esa es la magia de este tiento. Rafael Romero silabea cada tictac de ese reloj, esa expresión kafkiana de la ley. Los flamencos sabían bien quién les quería imponer otro tempo, otro tiempo.

Y es ridículo, sí, por todo esto, ver a Manuela Carrasco y a Farruquito (sic) bailando por sevillanas a la puerta del Parlamento Andaluz, celebrando la última ocurrencia de la administración pública andaluza, la Ley del Flamenco, un instrumento inútil –eso lo están subrayando hasta los propios colaboradores, colaboracionistas diría yo, en la redacción de la ley– pero además ridículo. Sin embargo, ahí están todos. Repartiendo abrazos con los políticos, los mismos que han dejado sin presupuesto al Instituto Andaluz del Flamenco –solo les queda dinero para pagar a los funcionarios– o que han hecho desaparecer al Ballet Flamenco de Andalucía en una operación que huele a “corrupción de la güena”, como decía El Eléctrico cuando nos pasaba un pellizco de su costo. Y estos mismos flamencos, en unos meses, estarán llorando igualmente, como José Mercé cuando, un año después de que el flamenco fuera rimbombantemente declarado Patrimonio Inmaterial de la Humanidad –al mismo tiempo que la Patum de Berga y el silbo gomero, es verdad–, declaraba que a él no le había tocado nada de ese dinero, que no sabía quién lo habrá repartido pero que a él no le había tocado ni un duro. Tenemos que tener en cuenta que en el propio Estatuto de Andalucía el flamenco tiene un capítulo especial, su propio artículo, en el que, entre otras sandeces, se dice que solo Andalucía podrá decir qué es y qué no es flamenco, que solo ellos, los sin presupuesto, podrán decir qué se investiga o qué se apoya como verdadero flamenco. Y hace poco, creo, también el parlamento ratificó, hizo una declaración sobre la gran aportación de los gitanos al flamenco, rubricada así por la autoridad, por si alguien tenía alguna duda.

Cómo echo de menos a Antonio Mairena en estos momentos. Sin duda su capacidad intelectual, su entendimiento de cómo debía hacerse la institucionalización del flamenco fue ejemplar. Sabía, por supuesto, que con la llegada de la democracia iba a ser la burocracia institucional la que iba a sustituir a los viejos señoritos, pero que serían igual de estúpidos, correosos y humillantes como solo el caciquismo andaluz ha sabido ser. Mairena construyó un edificio institucional admirable, disparatado en lo teórico, desde luego, pero magnífico en su diseño. Lo hizo con Ricardo Molina, un estupendo poeta que estaba bien al tanto de los peligros del político profesional, los había sufrido en Falange y los sufría en el Partido Comunista de España. Pero Mairena, comparado con el ridículo de nuestro presente, entendió bien qué significaba una institución, sus beneficios, muchos, y, también, sus peligros. A veces pienso que la endiablada retórica de su concepción de un cante gitano-andaluz –la lógica de la sangre, el hogar primordial gitano y otras lindezas de ese tipo– tenía que ver con estrategias para poner distancia con cualquier posibilidad de institucionalización. Morente cuando oía hablar de subvenciones siempre nos refería a lo bien que supo entender el asunto Mairena. Es verdad que no escapó de la tiranía e imponía su criterio en festivales y concursos, en todos los espacios donde ejercía influencia. Pero esa toma de partido no es tan rara al fin y a cabo. Mairena sabía que una de las cualidades del flamenco, no por su pasado gitano sino por su pasado delincuente, era que siempre ponía en cuestión el gesto instituyente. El flamenco está y no está con la ley, esa es su idiosincrasia. El flamenco tiene que sonar a la vez en una audiencia y en el patio de la cárcel, en el Palacio de San Telmo y en las Tres Mil Viviendas.

Muchas veces se pone a Morente y a Mairena en extremos distintos de la dialéctica flamenca. Al fin y al cabo los dos optaron por poner a los Pavón, a Tomás Pavón y a su hermana La Niña de los Peines, en la base del canon flamenco. Desde mi punto de vista, los dos usaban las mismas herramientas a la hora de entender las tensiones formales del cante y los dos pusieron la misma atención, con mayor o menor fortuna, a los desplazamientos entre letras, músicas y ritmos. Eso era más importante que la voz, que en el flamenco se democratiza, es diversa, se multiplica por mil. Los dos eran conscientes de que los avances de la técnica habían abierto hasta el infinito la voz flamenca y, desde Agujetas El Viejo hasta Porrina de Badajoz, desde Paco Toronjo hasta Juanito Valderrama, todos los tonos, todas las afinaciones, todas las texturas cabían en el flamenco. Después, claro, había un reparto de lo sensible, y en ese reparto ellos, cada uno de ellos, tomaba su partido. Los dos tomaron una vía genealógica y si Mairena no se hubiera gastado reivindicando a Manuel Torre, Morente no hubiera salido con la bandera de Antonio Chacón cuando, en puridad, Chacón y Torre están los dos en el mismo sitio.

Los dos eran conscientes de que el flamenco, en un momento de especial emergencia, en el sentido de crisis pero también de ascenso social, estaba sufriendo una pérdida de experiencia. Desde luego, Mairena veía que la integración política de los gitanos como pueblo colocaba en otro lugar la experiencia periférica y marginal del flamenco. En un sentido más general, Morente acusaba esa pérdida de experiencia en el ascenso de clase, para gitanos y no gitanos, en el cambio de las bases socioeconómicas en las que el flamenco tenía que crecer. De hecho, en algún momento, con una lucidez iluminadora, explicó su tendencia a la experimentación precisamente como un camino para recuperar la experiencia perdida. Eso es tan evidente, en fin: la crítica a la modernidad tiene dos fórmulas. Una reaccionaria, negarla y proclamar un pasado adánico, el paraíso perdido, etc. Obviamente la línea de Mairena. Otra, la que ya desentrañara Walter Benjamin: la experimentación de la vanguardia es una respuesta a la pérdida de experiencia que el hombre sufre por mor de la técnica, del progreso, de la entrada de la Historia en su mayúscula Edad Moderna.

Eso explica, entre otras cosas, por qué la crítica reaccionaria flamenca considera a la vanguardia como poco menos que una delincuencia. Ellos, de vocación golpista, quieren a toda costa ser policías y tratando al flamenco vanguardista como a delincuentes no hacen otra cosa que enseñarles el camino, sí, del verdadero flamenco, del flamenco de verdad, que solo puede estar fuera de la ley, fuera de la audiencia. Es impagable la polisemia de “audiencia” en este contexto, pero sí, en realidad eso es lo que está en juego, la audiencia. Ha sido cómico cómo uno de los inspiradores de la ley salió a la prensa diciendo que no nos preocupemos, que para él Rosalía también era flamenco, que la ley estaba vacía, que solo era un marco que algún día, y lo dejaba al albur de nuestros políticos profesionales, tendría contenido, presupuestos, esas cosas que tiene la ley. Pero el flamenco sabe que no hay ordenanzas vacías, que el marco legal es incluyente y excluyente como Kafka describió a las puertas de la ley. El reloj de la audiencia suena. El tictac del reloj marca un compás, ese soniquete moderno que parece caja de ritmos, un ritmo implacable. El reo, ante el totalitario reloj, intenta hacer ruido con sus cadenas, con los nudillos de sus dedos, con la lengua y el mascado del ritmo de sus mandíbulas. El tictac es implacable y no se puede retrasar y avanzar a gusto porque ya hay un marco, una escritura, una ley. Si hay una ley del flamenco, la única opción de los flamencos es optar por la delincuencia. ∎

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