Después de haber visto a
Tom Waits en 1987 en París con la mejor banda posible (Marc Ribot, Greg Cohen, Michael Blair...), uno pensaba que aquella era una de esas vivencias irrepetibles. La escasa disposición a las giras del cantante y actor parecían corroborarlo. Pero veintiún años después –aun con una banda menos espectacular, pero brillante en todo momento– vuelvo a experimentar lo mismo: Tom Waits en directo conmociona. Nunca repite el
set list, porque en las dos horas largas de concierto el artista (en el más profundo sentido de la palabra) no se deja tentar ni un segundo por la rutina o la relajación. Está ahí para entregarse a fondo antes de desaparecer tras la cortina. Saca polvo de verdad del escenario con cada uno de sus pisotones. Es un pedazo de actor que coloca cada gesto de las manos, cada mueca, cada aullido en el lugar preciso para lograr la catarsis continua con sus canciones. Y con un público que halla justificación para su entrega inagotable y le ofrece una comunión absoluta con la misa arrabalera oficiada por su garganta prodigiosa, capaz de extraer diez voces distintas, a cada cual más insólita y emocionante. Imposible resistirse a esos ritmos que hurgan en las entrañas de la historia de la música popular.
Centrándose en los últimos discos, pero con apego también a “Rain Dogs” (1985), enlazó una interpretación memorable tras otra: fantasmagórica “All The World Is Green”, enfebrecida “Lie To Me”, arrebatadora “Hoist That Rag”, catártica “Make It Rain”, desoladora “November”, más un sublime set al piano protagonizado por “On The Nickel”, “Johnsburg, Illinois”, la prodigiosa “Tango Till They’re Sore” y una “Innocent When You Dream” con Waits invitando al público a cantar (qué oportuno por una vez ese gesto) como un grupo de amigos en un bar.
La noche –inicio de la breve gira europea– pasó en un suspiro y nos dejó la melancolía de la fugaz felicidad. Será difícil arrebatarle la categoría de concierto del año. ∎