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“A veces mi voz suena a grava; a veces, a café con leche y azúcar”, dice Nina Simone, que masca, quizá por eso, un chicle cuando se sienta al piano Hoffmann.
Hace solo cinco minutos gritaba en el camerino, pedía salchichas y cocaína y champán, abroncaba a quien le mantenía la mirada; la ropa le molestaba, como si fuera de lija. Hace cinco años iba envuelta en harapos, malvivía en un apartamento parisino desastroso, sucísimo, actuaba en un club nocturno a cambio de 200 dólares. Casi como cuando, de adolescente, se buscaba la vida en los tugurios de Atlantic City. ¿Cómo ha llegado hasta aquí?
Ahora, en el escenario, es casi otra persona: estira el cuello y mira al público con los ojos como platillos de café. Parece un suricata vigilando a un enemigo invisible que se acerca.
Hoy es jueves, 1 de julio de 1999. Actúa en el Meltdown Festival, comisariado por Nick Cave, que la mira con arrobo desde el lateral. También está Warren Ellis, su compinche, con barba de rabino y camisa de paramecios. Han visto ese volcán en el camerino y dudaban seriamente de que hoy pudiera tocar. Pero ahí está. Su voz a veces suena a grava y otras a café dulzón, y por eso masca clorofila o fresa.
Y, solo entonces, justo antes de empezar, se saca el chicle de la boca con el índice y el pulgar que luego corretearán por las teclas. Y, como una niña gamberra y silenciosa en su pupitre, justo antes de la explosión de la travesura, lo engancha en un lateral del piano.
Desde que ha descartado el chicle es otra persona. Quizá el chicle sea una bomba, pero en lugar de ruido trae melodía, en lugar de guerra, cierta paz. Entonces, solo porque es 1 de julio, empieza el recital y es muy posible (yo no estaba allí para verlo) que toque “July Tree”: “True love blooms for the world to see / Blooms high upon the July tree”.
También masca chicle cuando cruza las vías. Es una niña negra de Tyron, Colorado, donde el tren, que ninguno de los suyos puede coger, deslinda el barrio blanco del negro.
Ella se ha fogueado al piano en la iglesia, con su madre predicadora, hasta que una ojeadora blanca atrapó el talento y quiso coger el esqueje y que brotara un tulipán negro. La invitó a darle clases en su casa y por eso Nina Simone, que aún no se llama Nina Simone, cruza las vías para practicar cada día siete u ocho horas. Aún no ha descubierto esta canción: “True love seed in the autumn ground / When will it be found?”.
Ninguno de los niños quiere jugar con ella. Solo quieren que toque el piano, una y otra vez, para poder bailar. No solo es una negra que toca el piano, sino que es el proyecto de la primera mujer negra pianista de música clásica. Toca a Bach y Debussy y a todos esos otros genios blancos que tanto le gustan. Quizá masca chicle mientras lo hace. O lo deja, fuera de la mirada de la profesora, bajo el piano.
También da recitales para financiar sus estudios futuros. Su carrera es más improbable que la carrera espacial, casi tanto como un tulipán negro, así que tiene que ahorrar. Pero cuando ha reunido el dinero y los años, cuando toda su familia se ha mudado a Filadelfia, la rechazan en el Instituto de Música Curtis. Quizá por ser negra. Quizá por querer tocar música clásica: “True love deep in the winter white snow / How long will it take to grow?”.
Se busca la vida en Atlantic City, la ciudad del juego y los trapicheos. Como a su madre no le gusta que cante y toque canciones del diablo, se convierte en Nina Simone. Pierde su nombre y gana una carrera.
El salto a la fama merece una elipsis, pero el caso es que ya ha grabado su primer disco, “The Amazing Nina Simone” (1959), en el circuito de jazz, y es toda una sensación. Toca su éxito en la mansión Playboy (ni un negro entre tanto terciopelo) y se casa con un sargento de policía.
Gira y gira y gira mascando chicle y se marea. No le encuentra sentido a esa vida. Tampoco lo tiene la relación con su mánager y marido, que le golpea el rostro, la encañona con pistolas, la viola por haberse metido en el bolsillo un papel entregado por un admirador.
Su voz sabe a grava o a café con leche, porque su voz quiere y puede expresar siempre una moción. Pero el caso es que luego es difícil abandonarla. En 1965, saca “I Put A Spell On You”, el disco donde se esconde esa canción discreta pero preciosa, la mejor canción sobre la promesa de julio: “July Tree”.
Recuerda su rechazo en el instituto, e intenta rellenar su vida vacía sumándose a las marchas por los derechos civiles con la furia del converso. Es como esos músicos que se unen a un culto evangélico y solo cantan canciones sobre Dios, descartando todos los otros temas. Ella pierde contratos y diamantes porque solo canta sobre su raza, sobre lo sometida que está, sobre hasta qué punto cogería una metralleta y (“Mississippi Goddam”) se plantaría en el Sur a aniquilar a todos los blancos más allá de las vías del tren. Algo tendrá que hacer con la violencia del sistema, también con la de su casa.
Le grita a Martin Luther King: “Escuche, ¡yo no soy pacifista!”, pero llora cuando lo matan.
Por primera vez en mucho tiempo se siente llena, imbuida de una fe ciega. La respuesta está en el viento y todas esas cosas: “You know true love buds in the April air / The April air / Was there ever a bud so fair?”.
Ha pasado el huracán y ha dejado un mundo, el suyo, arrasado. Ha dejado el anillo de matrimonio encima de la mesa, al lado de una nota, y se ha ido. Ha abandonado a su familia, también a su hija, y se ha mudado a Liberia. El paraíso. No tocará un piano en años.
Pero también se necesita dinero en el paraíso y ella solo tiene una forma de reunirlo: tocando. Se muda a Suiza y luego a París. Vuelve a dar conciertos a cambio de chatarra. Fue, hace solo unos años, la gran estrella negra de la música, la más respetada, la que engarzaba la técnica de la clásica con el primer latido negro de la música. Imbatible. Hoy es casi una vagabunda que delira en las farolas.
Unos amigos la rescatan del apartamento de París, lleno de colillas y botellas y vestidos sucios de tela barata; la perfecta imagen de cómo se siente. De la euforia a la violencia, salvo cuando está en escena con la mirada perdida. No tiene ni familia: ha dejado de hablar a su marido y ha pegado, como él hacía con ella, a su hija.
La aíslan, la medican con toneladas de Trilafon y le prometen que recuperará la música y la vida. Vuelve a tocar. Y lo hace. Con un tic en la boca, como si un anzuelo tirara de su comisura derecha para sacarla del agua y de la vida. Y usan su canción para un anuncio de Chanel y vuelve a ser famosa y está algo apelmazada, pero agradecida, como un tigre de zoo, domado, pero a ratos feliz.
Cuando alguien se despiste en el concierto de este 1 de julio de 1999, Warren Ellis recogerá ese chicle. No se lo dirá a nadie, ni a su amigo Nick Cave, hasta tres lustros después, cuando ruedan una escena para el documental “20.000 días en la Tierra” (2014). Ese chicle es una piedra de Rosetta, o un diamante antiguo: en él está el secreto para poner tu talento al servicio de la emoción y para autodestruirte precisamente por lograrlo.
Entonces, a cuatro patas, con su barba de rabino limpiando el suelo, Warren Ellis gatea hasta el escenario, despega el chicle de la madera del piano Hoffman y se lo mete en el bolsillo de la americana. Luego lo fundirá en oro, lo enmarcará en plata, pero nunca tendrá tanto valor como ahora mismo. Es Indiana Jones, y Rififí, y el atracador más afortunado de todos los tiempos, movido no por la codicia, sino por la admiración.
Ella, Nina Simone, ya muy mayor, inflada pero de dedos aún veloces, diagnosticada como maníaco-depresiva, por fin de vuelta a los escenarios (y que dentro de cuatro años, poco antes de morir, recibirá una carta del Instituto de Música Curtis aceptándola como alumna honorífica), no repara en el robo. Quizá porque, con voz de grava o de café con leche, canta justo ahora, un 1 de julio: “True love blooms for the world to see / Blooms high upon the July tree”. ∎