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La aparición de “Océano negro” devuelve a la actualidad, literalmente, a Corto Maltés. El personaje ha sobrevivido a su autor, Hugo Pratt, y se precipita en los conflictos del siglo XXI de la mano de Bastien Vivès y Martin Quenehen, cargado de una mitología que gana riqueza y fascinación con el paso de los años.
Le había visto dibujar el perfil de Corto Maltés muchas veces, lo imaginaba incluso esbozándolo sobre la amarillenta bruma adriática de Malamocco, y le pedí que lo hiciese una vez más sobre el álbum que le había llevado para que me lo firmara. Aquella tarde, mientras esbozaba la gorra y los ojos felinos del marino en la contracubierta, el italiano Hugo Pratt (1927-1995) soportaba con una sonrisa paciente mis preguntas y mi inquietud por saber si alguna de sus aventuras devolvería a Corto a España, donde al fin y al cabo se había criado junto a su madre, la Niña de Gibraltar, en la judería de Córdoba. Me preguntó, socarrón, dónde lo llevaría yo –“vos”, con su suave acento argentino–. Balbuceé una serie de lugares sin tino mientras él trazaba, casi con un solo molinete, el cuello y los botones de la casaca del maltés. Al concluir los amplios pantalones acampanados alzó la vista y me dijo que si Corto regresaba a España, sería para apoyar a la República durante la Guerra Civil. Tal vez sea la última guerra en la que Corto deba esquivar las balas, añadió, o tal vez allí deban acabar sus aventuras. Rogué para que eso tardase en suceder, pero fue Pratt el que murió antes que su personaje, en 1995, solo un par de años después de aquel encuentro. Con el tiempo, leí la aciaga página de “Los escorpiones del desierto” (1969) en la que el guerrero dankalo Cush recuerda a su amigo Corto, “que al parecer desapareció durante la guerra de España”.
A Cush, que había estado a punto de asesinar al maltés por inventar una sura 115 para el Corán, “la sura del Maltés”, “pregunta y se te responderá”, Corto le parecía tan irreverente como cínico, siempre fingiendo estar solo de su propia parte, esa con la que decidió comprometerse cuando, después de ser advertido por una gitana amiga de su madre de que no tenía línea de la fortuna, el joven Corto decidió trazarla sobre la palma de su mano con la navaja barbera de su padre. Quizá ese día, Pratt, que ya había logrado hacer de sus viñetas un espacio de perpetuo descubrimiento y una lengua con la que librarse a los ritmos secretos de la aventura, supo también que el perfil acerado de Corto Maltés era un destino natural de la línea, elegido para sobrevivirle como un emblema de la posibilidad de soñar. ¿Cómo Corto, que había sobrellevado naufragios en el océano Pacífico, asaltos a la fortaleza de Turban, cargas junto a los cangaçeiros en el Sertão brasileño e incluso a las infalibles ráfagas de von Richthofen, el Barón Rojo, podía ser abatido en la batalla del Ebro o doblegado por el frío inclemente de la sierra de Teruel? ¿Cómo Pratt, que había sido forzado a alistarse como el soldado más joven de Mussolini, había pasado dos años como prisionero del ejército británico y se había reinventado en Argentina, había imaginado esa muerte?
La respuesta a la orfandad de Corto Maltés, la vida póstuma de un personaje que como Falstaff, Don Quijote o Sherlock Holmes desborda la posibilidad de un final, ha llevado a infinidad de lectores a fabular sus últimos pasos, así como a leer el pasado convulso de la primera mitad del siglo XX a través de la mirada imaginaria de un icono en el que se encarna tanto la pulsión romántica como la pervivencia de todo aquello que la literatura fue desterrando a través del siglo XX. A través de Speke, Burton y Haggard en África, siguiendo las huellas de Rimbaud en la Etiopía de su infancia, junto a Borges, Arlt o Lugones en Buenos Aires o entre las conjuras shakesperianas de la Venecia del Barón Corvo, la lección de Pratt, llamar a la aventura a través de los libros, devolvió a la vida a Corto primero en manos de la escritura de Juan Díaz Canales y el trazo milagroso de Rubén Pellejero y, ahora, con “Océano negro” (Norma, 2021), a través de la insospechada caligrafía tachista de Bastien Vivès y el guion de Martin Quenehen, ambos franceses, que también comienza con un libro, “Los comentarios reales del origen de los incas”, del Inca Garcilaso de la Vega. De las colmadas calles de Tokio a las minas de La Rinconada en Perú, y de Panamá a Andalucía, Corto regresa finalmente a la geografía de su infancia, como si Quenehen y Vivès hubiesen recibido un último encargo de Pratt: rescatar a Corto.
Pero Corto ya no es un marino con gorra y casaca nacido en La Valetta en 1887, sino que viste una holgada chaqueta militar, lleva visera, se mueve a sus anchas entre teléfonos móviles, lanchas fuera borda y aeropuertos internacionales y elude una y otra vez la cámara de Freya, moderna encarnación de la Pandora de “La balada del mar salado” (1967; Nueva Frontera, 1982), mientras Estados Unidos decide invadir Afganistán después del 11-S de 2001. La capacidad prodigiosa de Vivès para convertir cada página en una auténtica cartografía del deseo, del erotismo, capaz de vedar por instantes partes del dibujo, los ojos y los gestos del personaje, no solo entronca con el magisterio de Pratt para el trazo gestual a través de autores como Edmond Baudoin, sino que con sus huecos y con sus silencios caligráficos recrea ese espacio de contacto entre el cine y el cómic que tanto Pratt como otro dibujante italiano, Guido Crepax, supieron construir con el montaje de las arquitecturas del cuerpo sobre la página. Vivès consigue traer de vuelta a Corto al siglo XXI, de entre los muertos en la batalla del Ebro o la sierra de Teruel, a pesar incluso de la punzante visión con la que el dibujante Vittorio Giardino quiso rendirle homenaje, mostrando al marino a punto de ser fusilado en Málaga, ante los ojos incrédulos de la eterna Boca Dourada y del personaje protagonista de sus cómics, el espía Max Fridman.
Con su reinvención, asistidos en las primeras páginas por la delicadeza de la colorista de Pratt, Patrizia Zanotti, Vivès y Quenehen logran responder, en última instancia, a la fascinación primera de Hugo Pratt, la que le decidió, todavía en el África de su infancia, a ser dibujante al contemplar una de las páginas de “Terry y los piratas”, de Milton Caniff en 1939, aquella en la que el temible general Klang aparece, precedido por su ejército, por sus cañones y ametralladoras, entre los desfiladeros de las escarpadas montañas del interior de China. Como una odalisca imaginada por Josef von Sternberg, como Marlene Dietrich, cubierto de pieles y con sombrero de astracán en la parte trasera de un Rolls-Royce, Klang se presenta como una prefiguración tanto de Corto como de Rasputín o de la duquesa de “Corto Maltés en Siberia” (1974; Nueva Frontera, 1983). Es con esa fascinación y esa erotización del personaje con la que Corto Maltés, perseguido por una oscura organización imperialista japonesa y en busca del tesoro del Inca Garcilaso, ha regresado a Córdoba, a nuestro siglo, a las viñetas, a la voz de Pratt y la posibilidad de soñar una nueva historia contemplando la espesa niebla de Malamocco. ∎
“La balada del mar salado” supuso la aparición del personaje de Corto Maltés por la puerta de atrás, como secundario en un relato de iniciación protagonizado por dos adolescentes, Caín y Pandora Groovesnore, en medio de una trama ligada al abastecimiento de combustible durante la Primera Guerra Mundial. A la voz narrativa del Océano con la que Pratt, admirador de Stevenson, Conrad, London o Rider Haggard, abre el relato –“Soy el océano Pacífico y soy el más grande…”–, enseguida le corresponde el hallazgo de un hombre vivo pero castigado por el mar y el salitre crucificado sobre una balsa, Corto Maltés, que es rescatado por uno de sus eternos compañeros, el pirata Rasputín.
Uno de los motivos visuales de la poética que Pratt comparte tanto con los cómics de su maestro por lo que respecta al trazo, Milton Caniff, como con el cine de John Ford es el de la tumba. Cuando Corto regresa al mismo Buenos Aires en el que Pratt vivió durante más de una década en busca de Louise Brookszowyc –encarnación de la actiz Louse Brooks, a la que Pratt conoció– para rescatarla de las garras de una organización internacional dedicada al tráfico de personas y la prostitución, se encuentra tanto con una tumba como con una ciudad sobre la que resuenan los ecos de la literatura de Borges, Roberto Arlt o la literatura gauchesca.
En “Las helvéticas”, como en todos los relatos de Hugo Pratt, se entreveran literatura, vida y sueño como una reivindicación de la imaginación medieval y los relatos griálicos. Cuando Corto Maltés llega a la mansión de Hermann Hesse en Montagnola, no le recibe el escritor, que se ha tenido que ausentar por un congreso, sino una de sus criaturas, el joven Klingsor de “El último verano de Klingsor”. Por entre el espacio entre las miniaturas que iluminan el Parzival de Wolfram von Eschenbach, Corto se vierte a un mundo de sueño y farsa sobre el que resuena toda la tradición artúrica.
Toda la obra de Hugo Pratt fue desplazándose, durante años, hacia el espacio onírico a medida que su trazo también iba abandonando el pincel, las tintas y el claroscuro para descubrir la línea pura del rotulador y el uso de manchas que crean un ritmo casi jazzístico de la página. “Mu,” el último álbum de Corto Maltés que Pratt publicó, es una indagación en la búsqueda de la Atlántida tanto como un auténtico tratado sobre la necesidad de perseguir los sueños. En un mundo como el actual, donde la idea de viaje ha sido sustituida por el turismo, Pratt defendía que la aventura seguía siendo posible regresando a los lugares soñados a través de la literatura. ∎