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Llegaba siempre un momento, cuando éramos más jóvenes (cuando fuimos jóvenes, qué rebozos son estos), en que asomando el alba bajábamos todas las persianas para seguir instalados en la idea de la noche, que es la ilusión romántica de un tiempo sostenido, de la vida eterna por delante. Y allí en la pernocta seguíamos fumando y bebiendo y especulando otra idea del mundo, apoltronados en el único lugar donde había esperanza y que de ningún modo era la jornada corriente y mediocre y tal vez soleada de los hombres, sino entre nosotros.
Entre nosotros, ya por entonces, sabíamos que aquella calidez era algo que se daba en todas las juventudes, las pasadas y las que estuvieran por venir, pero en su momento estábamos encaramados a la nuestra porque era la única de que disponíamos. Luego, aquellas noches intercambiables, sin particularidades, tan alegres o tan melancólicas, las iríamos mitificando y hubo quien llegó a convencerse, con el tiempo, de que cualquier tiempo pasado había sido mejor, aunque también hubiera sido una mierda.
Pasado el tiempo, en fin, no hace falta ponerse nostálgicos para llegar a la conclusión de que cualquier tiempo pasado fue más o menos el mismo, o al menos muy parecido salvo en los matices. El Madrid de los 80, por ejemplo. Un infierno como cualquier otro. Especialmente en agosto.
En el Madrid de los 80 había quien creía que el futuro había llegado para quedarse, y por eso en ‘La Luna de Madrid’ se hablaba tanto de posmodernidad, por pensarse un poco en otra parte, en un lugar nuevo, aunque la posmodernidad fuera no más que bajar las persianas. Esto lo hemos sabido luego.
‘La Luna de Madrid’ fue una revista de Madrid para Madrid. Atravesó los 80 con andares de pasarela y todo el mundo quiso figurar en sus páginas, porque al fin y al cabo todo el mundo quería estar allí, en el Madrid de entonces, y por eso tuvo su eco tal vez en provincias y por eso mismo, también, se la recuerda poco en Barcelona, porque en Barcelona la sensación habitual era que Madrid iba cuando Barcelona volvía. Barcelona ha estado siempre de vuelta de todo, es otro tema.
El influjo de ‘La Luna…’ suele magnificarse en las crónicas, y su legado 40 años después es modesto, apenas las memorias desopilantes de Patty Diphusa que firmaba Almodóvar y, desde hace unos años, este “Manuel” (cielo eléctrico, 2021), tebeo encumbrado a obra de culto precisamente porque nadie que no viviera en Madrid en los 80 lo recordaba, en parte porque apareció seriado en aquella revista que no era una revista de cómics sino un desgobierno, un cajón de sastre donde cabía cualquier manifestación cultural y lúdica y por supuestísimo posmoderna que pudiera operar como nutriente de identidad, como savia común de aquel tiempo pasado que fue lo que pudo, lo que se le permitió ser.
La premisa de “Manuel” es la más sencilla posible, un relámpago. La sacudida del amor fou que interrumpe la realidad hasta nuevo aviso. El veintitantos de agosto de 1977, el artista Rodrigo Muñoz Ballester (Tánger, 1950) se veía deslumbrado por una figura humana en la piscina municipal del lago de la Casa de Campo, “un hombre muy joven, muy masculino pero muy hecho, muy velludo, con una barba árabe fantástica, con unos hombros tremendos…”.
Rodrigo fue tras él, hablaron, rieron, pillaron el metro hacia Atocha y bailaron en Consulado y se dieron los teléfonos, que era un número que entonces se apuntaba uno en algún sitio, donde fuera, una servilleta, un billete, pedía un boli, un estrés, la posibilidad de no volver a ver a esa persona.
Rodrigo, que vivía delante de la estación de Chamartín, se colgó de Manuel, electricista heterosexual de Moratalaz, y vivió la experiencia en términos místicos, flotando la Gran Vía madrileña tal y como lo representaría en una de las imágenes más difundidas de este cómic que dibujó en 1982 y que desde noviembre de 1983 se empezó a publicar en ‘La Luna…’ a razón de cuatro páginas mensuales. La primera de ellas, en un comienzo antiguo e insuperable, nos mostraba al protagonista encendiendo una vela votiva. Porque “Manuel” es una utopía íntima. Un anhelo y una espera.
El portaestandarte del cómic abiertamente homosexual era entonces Nazario, que por esas fechas entregaba su “Anarcoma” a las páginas de ‘El Víbora’, pero la propuesta del sevillano era carnavalesca y lúdica, morbosa y debida a géneros de la ficción como la serie negra, la sátira e incluso la ciencia ficción. Precisamente ‘El Víbora’ rechazó la publicación de “Manuel”, tal vez porque aquel material jugaba en una liga ajena a la de los tebeos, tenía algo de pollopera y ni siquiera podía catalogarse como costumbrismo, más bien como una serie de episodios de fiebre.
La obsesión de Rodrigo por su amor imposible fue creciendo hasta materializarse en una suerte de absceso, una inquietante figura en la que el damnificado se mostraba imbricado en el cuerpo de su objeto de deseo. La escultura se presentó en la segunda edición de ARCO (1983) y actualmente se encuentra en el dormitorio del autor, que en estas cuatro décadas desde su confección ha ido viendo crecer la estima de la gente por aquella aventura platónica cuya lectura todavía comporta la afluencia de la sangre. ∎
“Manuel” es una filigrana del corazón y del bajo vientre. De dibujo consentido y base académica, relato exuberante, inaprensible y hasta fantasmagórico en su deambular, trata de intuir la generosidad del lenguaje con el que opera en cada una de sus líneas de estilógrafo. Y en esa empresa se desborda a sí mismo y se da a fugas que por momentos acercan la obra al prodigio: diagramas de fantasía, querencias arquitectónicas, versificación de secuencias, el capricho como punto de vista y una gramática muy estricta que contempla todos y cada uno de los signos de puntuación en respeto a la respiración musical que requiere un cómic sin palabras.
La minuciosidad de sus páginas tal vez pide más formato, pero la nueva edición de cielo eléctrico no deja de ser un sagrario espléndido que contiene bocetos preparatorios, fotografías, documentos de época y otros materiales entre los que destaca la entrevista in absentia que Pepe Murciego mantiene con Rodrigo y que aquí atropellada funciona como conmovedor contrapunto a un tebeo mudo, embargado de amor. ∎